
Hay un lugar donde el tiempo se detiene. Donde las manos se mueven con una sabiduría heredada, donde el aceite tibio penetra la fibra y el cuero cabelludo respira. Ese lugar no siempre es físico. A veces es una tarde de domingo, un rincón de la casa, una conversación entre madre e hija mientras los dedos trenzan. Para las mujeres afrodescendientes, el cuidado del cabello afro es un refugio donde habita la calma, la identidad y la pertenencia. Donde, por unas horas, el mundo exterior y sus violencias quedan suspendidos.
Este refugio existe porque afuera hay guerra. La discriminación capilar ha convertido algo tan íntimo como el pelo en campo de batalla. Emma Dabiri, académica irlandesa de padre nigeriano, lo documenta en su libro No me toques el pelo. A los 13 años, después de una fiesta de pijamas, una amiga señaló sus mechones en su cama y exclamó entre risas que parecían vello púbico. La humillación quedó grabada en su memoria como tantas otras violencias capilares. Dabiri describe cómo en muchos países el pelo afro sigue prohibido en escuelas y trabajos, cómo las niñas son obligadas a alisarse químicamente para ser consideradas «apropiadas», cómo el racismo se clava en las raíces antes incluso de que una niña entienda su significado.
El sociólogo Orlando Patterson escribió en 1982 que el tipo de pelo se convirtió en el auténtico distintivo de la esclavitud, que es el pelo lo que soporta la auténtica carga simbólica. En la República Dominicana, según investiga Dabiri, existen categorías raciales donde una persona de tez muy clara puede ser más estigmatizada que alguien de piel oscura si su textura capilar delata herencia africana. El pelo, más que el color de piel, marca la línea entre lo aceptable y lo rechazado. En Sudáfrica, en 2016, niñas de un colegio de Pretoria iniciaron una protesta contra la prohibición de llevar su cabello natural porque era considerado «inapropiado». Los estándares de belleza eurocéntricos siguen dictando qué cuerpos merecen existir sin modificación, qué texturas son profesionales, qué rizos pueden ocupar espacio sin ser cuestionados.







Frente a este acoso estructural, el cuidado del cabello se vuelve acto de supervivencia y resistencia simultáneas. Se vuelve refugio porque dentro de ese ritual, la mujer afro recupera la soberanía sobre su cuerpo. Decide cuánto tiempo dedicarle, qué productos usar, cómo peinarlo. En un mundo que constantemente le dice que su pelo es un problema a resolver, el autocuidado capilar es el espacio donde ella misma define las reglas.
El trenzado, por ejemplo, va mucho más allá de la técnica. Dabiri lo describe como «un tiempo en sociedad en el que se desarrolla el negociado de la vida», un puente que salva la distancia entre el pasado, el presente y el futuro. En las culturas africanas precoloniales, las trenzas indicaban estado civil, edad, religión, identidad étnica, riqueza y rango dentro de la comunidad. En la cultura yoruba, el cabello era considerado portal de los espíritus hacia el alma, por ser la parte más elevada del cuerpo. Trenzar el pelo era enviar mensajes a los dioses. Durante la esclavitud, las mujeres africanas escondían semillas en sus trenzas y tejían mapas que ayudaban a escapar hacia la libertad. El pelo era memoria, estrategia, código secreto.
Hoy, ese conocimiento intergeneracional persiste. En San Basilio de Palenque, en Colombia, las trenzas tienen un significado ancestral y son consideradas medio de comunicación colectiva. En el Festival de Música del Pacífico Petronio Álvarez en Cali, las peinadoras tradicionales demuestran su destreza y transmiten su arte a las nuevas generaciones. Emilia Valencia, maestra de esta tradición, juega un papel crucial en la enseñanza de los peinados afro y en la promoción del orgullo del cabello natural. En Panamá, la activista Jembell Chifundo explica que el ritual del trenzado es un tiempo para compartir y conversar dentro de la cultura, un saber que va de madre a hija, de abuela a nieta, de tía a sobrina.
Este ritual comunitario se ha perdido en muchos contextos urbanos y en la diáspora, donde las mujeres afro están aisladas o carecen de referentes cercanos. Ahí, el refugio se vuelve más íntimo, más solitario, más necesario. El día de lavado se convierte en ceremonia privada. Los aceites de coco, argán, ricino, oliva se transforman en ungüentos que no solo hidratan la fibra capilar, también calman la mente. Pasar los dedos por el pelo con una gota de aceite, masajear el cuero cabelludo, desenredar con paciencia desde las puntas hasta la raíz, son gestos que anclan al presente, que obligan a la lentitud en un mundo que exige productividad constante.
No me toques el pelo
Origen e historia del cabello afro
Emma Dabiri

Alisado. Estigmatizado. «Domado». Celebrado. Borrado. Gestionado. Apropiado. Siempre incomprendido. El pelo negro nunca es «solo pelo». Este libro trata de por qué el cabello negro es importante y de cómo puede considerarse un modelo de descolonización. A lo largo de una serie de ensayos irónicos e informados, Emma Dabiri nos lleva desde el África precolonial, pasando por el Renacimiento de Harlem, el Black Power y hasta el actual movimiento del pelo natural, la apropiación cultural y más allá. Lo vemos todo, desde los capitalistas del cabello como Madam C. J. Walker a principios del siglo xx hasta el auge de Shea Moisture en la actualidad, desde la solidaridad y la amistad entre mujeres hasta el «tiempo de los negros», los académicos africanos olvidados y la dudosa procedencia de las trenzas de Kim Kardashian.
El alcance del estilismo del pelo negro abarca desde la cultura pop hasta la cosmología, desde la prehistoria hasta el (afro)futurismo. Descubriendo sofisticados sistemas matemáticos indígenas en los peinados negros, junto a estilos que sirvieron como redes secretas de inteligencia que conducían a los africanos esclavizados a la libertad, No me toques el pelo muestra que, lejos de ser solo pelo, la cultura del peinado negro puede entenderse como una alegoría de la opresión negra y, en última instancia, de la liberación.
El cabello afro necesita tiempo. La filósofa y activista Angela Davis usó su afro como declaración política en los años 60, iniciando el movimiento del cabello natural que influyó en toda una generación. Ella, junto a Audre Lorde y bell hooks, entendieron que cuidar y mostrar su afro era un acto de guerra política. hooks escribió sobre cómo la obsesión de los negros con alisarse el pelo representa una imitación del grupo blanco dominante e indica un racismo interiorizado. Para ella, usar el pelo natural era símbolo de belleza y reivindicación, resistir al racismo y el sexismo por todos los medios.
Pero este proceso de aceptación no es lineal ni fácil. Arleth Guerra, propietaria de Qcrespos en Colombia, cuenta que al principio no aceptaba su cabello crespo porque no recordaba cómo era, llevaba alisándoselo desde los 11 años. Cuando lo dejó natural fue toda una locura, pensó que había cometido un error, sentía que no era ella. Luego entendió que su cabello afro era su esencia, su identidad, su belleza natural. Esta transición al cabello natural que algunas mujeres afro llamamos «el viaje» implica etapas de duelo, rechazo, aceptación, amor. Implica desaprender el racismo internalizado que les enseñó a considerar su pelo como «malo», «indomable», «poco profesional».
Michelle Obama explicó en el podcast 2 Dope Queens que su único objetivo al salir de la Casa Blanca era terminar con pelo en la cabeza. Durante la presidencia de Barack, escondió la naturaleza de su pelo para no provocar problemas que distrajeran la atención de la opinión pública. Su viaje hacia el pelo natural no fue solo personal, fue el viaje de mujeres negras profesionales que deben elegir entre autenticidad y aceptación social. Las mujeres afroamericanas gastan casi nueve veces más que el resto de etnias en productos para el cabello y belleza, una industria valorada en torno a 88 millones de dólares que durante décadas las explotó vendiéndoles productos químicos que quemaban el cuero cabelludo, causaban alopecia, cambiaban la estructura capilar dejándolo poroso, débil y opaco.
El refugio del cuidado capilar es, entonces, espacio de sanación. Sanación del daño físico causado por años de alisados químicos, planchas calientes, productos inadecuados. Sanación del daño emocional causado por comentarios, miradas, prohibiciones, humillaciones. Un estudio de Dove reveló que el 53% de las madres afroamericanas declaran que sus hijas experimentaron discriminación por el cabello a los cinco años. El 100% de las alumnas afroamericanas de escuelas primarias mayoritariamente blancas que denuncian discriminación capilar afirman experimentarla de forma regular. El 81% de las niñas afroamericanas que asisten a escuelas mayoritariamente blancas expresan que a veces les gustaría tener el cabello liso.
Frente a este bombardeo constante de rechazo, el ritual del cuidado capilar se convierte en momento de reconexión con una misma. Es el espacio donde la mujer afro puede verse reflejada en su verdad, no en la mirada ajena. Es el tiempo en que puede tocar su pelo sin que nadie más lo toque, sin las manos invasivas que se acercan sin permiso porque consideran el cabello afro objeto de curiosidad exótica. El título del libro de Dabiri «No me toques el pelo» es grito y límite. Es invitación a que dejen de tocarlo, a que respeten la autonomía corporal, a que entiendan que el pelo afro no es zoo ni espectáculo.
El masaje capilar con aceites esenciales relaja el cuerpo y calma la mente. Los aceites de lavanda, naranja dulce, manzanilla romana o ylang-ylang ofrecen apoyo para calmar la mente y liberar tensión. El cuidado del cabello se convierte en ritual de autocuidado que ofrece beneficios físicos y mentales. Dedicar tiempo al cabello puede ser acto de amor propio, oportunidad de reducir el estrés, mejorar el bienestar emocional. Un cuero cabelludo saludable y libre de problemas contribuye a reducir la ansiedad, mientras que la incomodidad o la preocupación por problemas capilares pueden generar estrés constante.

Este aspecto emocional del cuidado capilar a menudo se invisibiliza. Se habla de productos, técnicas, estilos, pero poco se habla del componente psicológico que implica habitar un cuerpo constantemente cuestionado. Poco se habla de la fortaleza que requiere decidir llevar el pelo natural en un entorno laboral que lo considera poco profesional, en una escuela que lo prohíbe, en una familia que lo rechaza. El pelo afro es político. Cada mujer que decide llevarlo natural está haciendo una declaración de existencia, está reclamando el derecho a ser vista como es.
En Estados Unidos, la Ley CROWN (Create a Respectful and Open Workplace for Natural Hair) busca proteger contra la discriminación capilar en escuelas y lugares de trabajo. Varios estados la han aprobado, reconociendo que discriminar por el cabello es discriminar racialmente. En el Reino Unido, el 59% de los estudiantes reconoce haber sido acosado con preguntas incómodas sobre el cabello. Algunas escuelas han modificado sus políticas después de leer el libro de Dabiri, el ejército británico cambió sus normas especialmente para las mujeres. Sin embargo, a pesar de estos avances, la discriminación persiste. En Francia, el diputado Olivier Serva lucha para aprobar una norma similar. En España, donde el racismo sistémico atraviesa la sociedad, libros como el de Dabiri son especialmente pertinentes.






El refugio del cuidado capilar existe porque la hostilidad exterior lo hace necesario. Existe porque las mujeres afro necesitan un espacio donde su pelo no sea juzgado, medido, categorizado. Donde no importe si es 4A, 4B o 4C según el sistema de clasificación de Andre Walker, ese sistema que según muchas activistas reproduce jerarquías racistas al organizar las texturas capilares de «mejor» a «peor» con el pelo liso en la cima. Existe porque necesitan recuperar el placer de tocarse el pelo sin culpa, sin vergüenza, sin la necesidad de justificarse.
Los peinados afro son resistencia. El afro natural que Angela Davis popularizó, los nudos bantú que vienen de los pueblos bantúes y son pura tradición ancestral, las rastas que tienen historia poderosa dentro del movimiento rastafari como símbolo de resistencia espiritual y social, las trenzas Fulani con cuentas y conchas que cuentan de dónde vienes y quién eres, las box braids que liberan de la dependencia del alisado, el threading nigeriano que protege el pelo creando formas artísticas, el tapered afro con volumen arriba y lados cortos que demuestra que elegancia no requiere alisado. Cada uno de estos peinados es forma de resistir a siglos de racismo, colonialismo e imposiciones. Son maneras de querernos tal como somos, de recordar que nuestra imagen es forma de lucha.

Cuando una mujer afro se sienta a desenredar su cabello con paciencia, cuando hidrata cada mechón, cuando trenza o tuerce o simplemente deja que sus rizos se expandan libremente, está realizando un acto radical de amor propio. Está diciendo que su tiempo importa, que su cuerpo merece cuidado, que su herencia cultural vale la pena preservarse. Está construyendo un refugio donde puede ser ella misma sin máscaras ni disculpas.
Este refugio emocional que habita en el cuidado del cabello afro no es escapismo. Es estrategia de supervivencia en sociedades que todavía consideran los cuerpos negros como problemas a resolver. Es espacio de reconexión con la identidad en entornos que obligan a la asimilación. Es momento de transmisión de conocimiento en culturas donde la memoria colectiva ha sido sistemáticamente borrada. Es tiempo de calma en vidas atravesadas por múltiples violencias.
El pelo afro crece hacia arriba, hacia el cielo, desafiando la gravedad. Crece buscando el sol, la luz, el aire. En ese crecimiento hay una metáfora de resistencia. Hay historia de nuestras ancestras que trenzaron mapas de libertad, de abuelas que enseñaron a sus nietas a amar sus rizos, de madres que hidratan con aceite el cuero cabelludo de sus hijas mientras les cuentan de dónde vienen. Hay futuro de niñas que crecerán sabiendo que su cabello es corona, no carga. Que es belleza, no problema. Que es pertenencia, no exilio.
El cuidado del cabello afro es ritual, identidad y calma. Es pertenencia a una comunidad que ha sobrevivido a través de sus saberes, que ha resistido a través de sus cuerpos, que ha existido a través de su belleza negada y finalmente reclamada. Es refugio necesario en un mundo hostil. Es un acto político en un contexto que castiga la autenticidad. Es amor en medio del odio. Es hogar cuando el hogar es el propio cuerpo.
Tania Castro
Historiadora
Santander (España)


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