domingo, julio 13

La interseccionalidad frente a los discursos vacíos


La interseccionalidad ha sido uno de los conceptos más potentes y, al mismo tiempo, más desvirtuados del feminismo contemporáneo. En los últimos años, su uso se ha generalizado hasta diluir su sentido original, confundiéndose con la mera presencia de diferencias visibles o reduciéndose a una cuestión de imagen institucional. Sin embargo, la interseccionalidad, tal como la ha defendido el feminismo negro, va mucho más allá de la suma de rasgos o del reconocimiento de perfiles diversos. Es una herramienta crítica y un posicionamiento político nacido para confrontar los entramados de poder que atraviesan la vida de las mujeres negras y de quienes habitan los márgenes.

Kimberlé Crenshaw, jurista afroestadounidense, propuso el término interseccionalidad en 1989. Esta aportación al feminismo no era una abstracción académica. Se trataba, mejor dicho, de una manera de nombrar la realidad concreta de las mujeres negras, sistemáticamente omitidas por el feminismo hegemónico y los movimientos antirracistas encabezados por hombres. Crenshaw advirtió que los sistemas de opresión —racismo, sexismo, jerarquías de clase, odio hacia las disidencias sexoafectivas— no trabajan por separado, sino de manera entrelazada, generando condiciones específicas de subordinación. Su planteamiento surgía de la evidencia de que las estructuras sociales, políticas y económicas producen formas particulares de vulnerabilidad que no se pueden comprender si se analizan de forma aislada.

Crenshaw dejó claro que la interseccionalidad sirve para identificar con mayor precisión las injusticias que resultan de la combinación de distintos ejes de desigualdad. Había que señalar los vacíos de los discursos dominantes y de las políticas oficiales. Desde los años setenta, la Combahee River Collective ya había denunciado que no se puede separar la lucha contra el racismo de la lucha contra el patriarcado. El feminismo negro nació como una cuestión de supervivencia en un entorno que negaba la humanidad de las mujeres negras y las empujaba fuera de todos los espacios de transformación social.

Hoy la palabra interseccionalidad aparece en declaraciones institucionales, campañas comerciales y documentos oficiales. Se ha convertido en una consigna, muchas veces vacía de contenido. Se malinterpreta como simple pluralidad de perfiles o como una suma sin conflicto de etiquetas personales. Esta tergiversación desactiva su potencial disruptivo y la transforma en un discurso funcional para mantener el orden establecido.

Cuando se limita a contar cuántas personas distintas hay en un lugar o a señalar la presencia de ciertas características visibles, se pierde la oportunidad de examinar cómo se mantienen las injusticias. La interseccionalidad, en cambio, obliga a preguntarse por las normas que rigen los espacios, por los mecanismos que reparten el poder y por las estructuras que refuerzan las desigualdades.

Por ejemplo Angela Davis no entiende un feminismo que no fuese antirracista y anticapitalista y que no coloque en el centro todas las opresiones. Para ella la palabra “mujer” no designa una experiencia uniforme, y piensa que un feminismo, digno de ese nombre, debe ampliar sus fronteras para incluir las realidades más silenciadas.

La interseccionalidad no va de contar presencias ni de ocupar espacios simbólicos. Es una crítica profunda a los sistemas que configuran nuestras vidas. Cuando se reduce a una fórmula cómoda, pierde la capacidad de cuestionar y deja de ser útil para articular luchas reales.

Patricia Hill Collins formuló el concepto de “matriz de dominación” para explicar cómo se entrecruzan distintos ejes de opresión —racismo, sexismo, diferencias económicas, normas impuestas sobre el deseo y el cuerpo— y configuran las condiciones de existencia de las mujeres negras. Para Collins, la interseccionalidad no equivale a acumular situaciones adversas, sino a entender cómo el poder actúa de manera conectada y concreta sobre determinadas personas.

Según Collins el género, la raza o la clase no deben entenderse por separado, sino como efectos de un todo producido por contextos sociales e históricos. Una mujer negra sin recursos económicos no puede ser comprendida escindiendo uno por uno los factores que afectan su vida. Para ella las mujeres negras han enfrentado y siguen enfrentando situaciones de exclusión con características particulares vinculadas a su sexo y a su color de piel.

Esta idea obliga a repensar las estrategias y los enfoques dentro del feminismo. Se trata de comprender que las luchas contra distintas formas de dominación no pueden pensarse ni hacerse por separado. La interseccionalidad, desde este punto de vista, busca crear vínculos que reconozcan la complejidad de la vida sin repetir los esquemas de poder dentro de los propios movimientos de justicia social.

La interseccionalidad siempre estuvo ahí para las pensadoras negras

El feminismo negro ha estado siempre vinculado a la acción concreta y a la creación de espacios de resistencia. bell hooks lo recordaba con claridad: “lo que hacemos es más importante que lo que decimos o lo que decimos que creemos”. Para ella, el feminismo negro no debe limitarse al pensamiento, sino que debe guiarse por el compromiso con la transformación de lo que nos rodea.

hooks escribió con y para las mujeres empobrecidas, convencida de que ningún cambio real es posible si no se cierra la brecha entre quienes tienen acceso a la educación y los recursos y quienes no. Su obra desmonta la idea de un feminismo único, y apuesta la creación de lazos entre mujeres con experiencias diferentes.

La acción interseccional implica escuchar a quienes históricamente han sido excluidas, reconocer las diferencias sin convertirlas en fronteras y desarrollar respuestas colectivas que partan de las necesidades reales de las comunidades. Audre Lorde en “La hermana, la extranjera” (Sister Outsider), habla de cómo las diferencias entre mujeres (de raza, clase, orientación sexual, etc.) no deben ser ignoradas ni suprimidas, sino reconocidas y transformadas en fuentes de poder y acción colectiva.

La interseccionalidad es hoy esencial para entender los múltiples desafíos a los que nos enfrentamos las mujeres negras y los feminismos. En un contexto de aumento del odio, pérdida de derechos y violencia estatal cada vez más frecuente, esta perspectiva permite ver cómo las decisiones políticas afectan con mayor dureza a quienes ya se encuentran en situaciones muy vulnerables.

Un ejemplo es la legislación sobre la personalidad fetal en Estados Unidos, analizada por Sol Elías en esta revista, que muestra cómo el control del Estado sobre los cuerpos y la reproducción se ejerce con especial brutalidad sobre mujeres negras, pueblos originarios y personas no normativas. Estas leyes buscan limitar la autonomía de quienes ya sufren formas intensas de violencia institucional. Dorothy Roberts, en su obra Killing the Black Body, ha demostrado cómo estas medidas han servido para vigilar y castigar la reproducción negra.

En este contexto que nos ha tocado vivir, la interseccionalidad es una forma de hacer frente al aumento del control estatal y la criminalización de los cuerpos y las existencias distintas. El transfeminismo negro, por ejemplo, propone imaginar un mundo libre del control normativo, donde el cuerpo y el deseo no estén regulados por estructuras violentas y donde cada gesto disidente sea un acto de transformación.

Esta mirada está presente en luchas como la justicia climática, el abolicionismo penitenciarios, la defensa de las personas migrantes o la denuncia de la violencia policial. En todos estos movimientos, la interseccionalidad ayuda a entender cómo las distintas formas de opresión se conectan en la vida cotidiana de quienes están en la base de la pirámide social, y ofrece maneras de actuar colectivamente con base en el respeto mutuo y el compromiso real.

Frente a los discursos vacíos

La confusión entre interseccionalidad y las narrativas institucionales sobre “inclusión” se debe, en parte, a la negativa de muchos espacios a revisar su funcionamiento interno. Estas estrategias de visibilidad simbólica permiten mantener intactos los privilegios mientras se proyecta una imagen de apertura. En cambio, la interseccionalidad exige desmontar los pilares sobre los que se levantan nuestras sociedades.

Estar presente en un espacio no garantiza que se repartan mejor los recursos ni que se repare la injusticia. La interseccionalidad no es añadir una silla más a la mesa, sino que se trata de repensar quién construyó la mesa, para quién y con qué propósito”. Reducir esta propuesta política a una estrategia de visibilidad es mantener la exclusión bajo otras formas.

La lucha no es por ser visibles, esa es otra batalla que ya estamos ganando. La lucha es por transformar el mundo. La interseccionalidad fue pensada para desmontar los mecanismos de exclusión, no para decorar discursos vacíos. Confundirla con otras ideas más aceptables para el poder, es negarle su potencia transformadora.

Entender la interseccionalidad implica recordar que nació de las luchas de quienes nunca fuimos invitadas a la mesa. No es una moda ni una estrategia de imagen. Es una propuesta que nació en la resistencia, y que sirve para desmontar las estructuras que nos oprimen.

El feminismo negro ha demostrado que no hay libertad posible si no se enfrentan todas las formas de violencia estructural. La interseccionalidad no es u multiculturalismo bobalicón, es un intento de que actuemos colectivamente desde los márgenes. Es, en palabras de bell hooks, “un feminismo para todos”, pero que parte de quienes han estado siempre fuera de la centralidad política y soc¡al.


Elvira Swartch Lorenzo

Colaboradora SIEMPRE en Afroféminas.



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