
Hay épocas en las que la historia parece retroceder. No con la sutileza de quien se desliza sin darse cuenta, sino con la brutalidad de quien elige deliberadamente el camino contrario. Vivimos uno de esos momentos. Los derechos humanos, ese marco de mínimos que la humanidad se dio a sí misma tras el horror del siglo XX, se han convertido en un obstáculo incómodo para quienes gobiernan amplias partes del planeta. Defenderlos ya no es un consenso, es casi una provocación. Cumplirlos, una señal de debilidad.
La pregunta que surge en este escenario tiene una respuesta incómoda. No hemos llegado aquí por accidente ni por una fatalidad histórica inevitable. Hemos llegado porque amplios sectores de nuestras sociedades han decidido que la empatía es un lastre, que la solidaridad es ingenuidad y que ciertos seres humanos merecen menos protección que otros. El año 2024 fue el más mortífero registrado para las personas migrantes en todo el mundo, con 8.938 muertes documentadas por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Solo en el Mar Mediterráneo, 2.452 personas perdieron la vida intentando alcanzar las costas europeas. Más de tres personas mueren cada día en esa ruta. Detrás de cada cifra había un nombre, una familia, un proyecto de vida. Detrás de cada cifra hay también una decisión política que eligió mirar hacia otro lado.

Asistimos a la consolidación de un modelo de liderazgo que no disimula su desprecio por los límites éticos. Donald Trump ha construido toda su carrera política sobre la deshumanización del otro. Su administración actual ha intensificado las deportaciones masivas y ha llegado a negociar el envío de personas detenidas a las cárceles de El Salvador, un país donde las condiciones de reclusión han sido denunciadas sistemáticamente por Amnistía Internacional y Human Rights Watch. En Gaza, la ofensiva militar de Israel bajo el gobierno de Benjamin Netanyahu ha causado, según diversos estudios y organismos internacionales, más de 70.000 muertes desde octubre de 2023. La Corte Penal Internacional emitió en noviembre de 2024 órdenes de detención contra Netanyahu por crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad. En septiembre de 2025, la ONU confirmó que Israel está cometiendo un genocidio. El 80% de los niños muertos en conflictos armados durante 2023 y 2024 perecieron en Gaza. No estamos ante daños colaterales. Estamos ante una política de exterminio ejecutada a plena luz del día, con retransmisión en directo.
Vladimir Putin lleva años demostrando que la violencia de Estado puede ejercerse con total impunidad cuando se tiene el poder suficiente para sostenerla. En América Latina, Nayib Bukele se ha convertido en el referente de una nueva forma de autoritarismo que encuentra en la crueldad su mayor atractivo electoral. El Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), la megacárcel que inauguró en 2023, alberga a más de 14.000 personas en condiciones que Amnistía Internacional ha calificado como torturas. Los presos pasan 23 horas y media al día encerrados en celdas sin colchones ni sábanas, con las luces encendidas permanentemente, sin acceso a carne ni proteínas, sin comunicación con el exterior. El propio Bukele ha reconocido la detención de al menos 8.000 personas inocentes. Organizaciones de derechos humanos documentan más de 450 muertes bajo custodia estatal desde el inicio del régimen de excepción en 2022. El Estado ha dejado de distinguir entre culpables e inocentes porque la distinción misma se considera un estorbo.
En Argentina, Javier Milei llegó al poder prometiendo motosierra y la cumplió. Durante el primer semestre de 2024, la pobreza alcanzó el 52,9% de la población, la cifra más alta en dos décadas. Aunque el gobierno presume de haberla reducido posteriormente, el camino para llegar a esas cifras implicó un ajuste brutal sobre los sectores más vulnerables. Las jubilaciones perdieron poder adquisitivo, los programas sociales fueron recortados y más de la mitad de los niños argentinos vivían en situación de pobreza a finales de 2024. El modelo económico que Milei representa no esconde su desprecio por quienes no pueden competir en el mercado. Los considera un residuo, un costo a minimizar.
El mapa europeo del retroceso
Europa, que se presenta a sí misma como bastión de los valores democráticos, participa activamente en esta erosión. En Italia, Giorgia Meloni ha conseguido normalizar la presencia de la extrema derecha en el corazón de las instituciones europeas mientras elimina el salario mínimo, recorta la renta de ciudadanía que permitía sobrevivir a más de 169.000 familias y propone criminalizar las protestas que impliquen bloqueos de carreteras. En Hungría, Viktor Orbán ha convertido su país en una autocracia electoral donde los derechos LGTBI están siendo sistemáticamente eliminados y la independencia judicial ha sido desmontada pieza a pieza. En España, Santiago Abascal y VOX han sido los anfitriones de la internacional ultraderechista, congregando en Madrid a figuras como Milei, Le Pen y Orbán bajo el lema de una Europa que vuelva a ser grande. Los delitos de odio han crecido un 300% en España en los últimos años, alimentados por discursos que criminalizan a las personas migrantes y racializadas.
En mayo de 2024, el evento Europa Viva 24 reunió en Madrid a lo más granado de esta internacional reaccionaria. La Declaración de Madrid del Foro Madrid, firmada por más de 150 políticos, establece una agenda común contra lo que denominan «marxismo cultural», un eufemismo que engloba los derechos de las mujeres, las personas LGTBI, los migrantes y cualquier política que busque redistribuir la riqueza o proteger a los más vulnerables. Esta articulación transnacional no es casual. Responde a una estrategia deliberada de coordinación entre fuerzas que comparten un mismo proyecto de sociedad estratificada donde los privilegios de unos se construyen sobre la desposesión de otros.
Derechos Humanos / Lo esencial de cada día

Los derechos humanos son POSITIVOS
No sólo protegen, también aportan alegría, felicidad y seguridad en la vida cotidiana. Los derechos humanos son realidades vividas: están en los alimentos que comemos, en el aire que respiramos, en las palabras que pronunciamos, en las oportunidades que perseguimos y en las protecciones que nos mantienen a salvo.
Los derechos humanos son ESENCIALES
Son aquello que todos compartimos, una base en común que nos une más allá de las diferencias de raza, género, creencias u orígenes. En un mundo marcado por la incertidumbre, los derechos humanos constituyen nuestra constante cotidiana. Ante la inestabilidad, nuestros derechos a la seguridad, a la libertad de expresión y a la participación en la toma de decisiones se convierten en la base de nuestras vidas.
Los derechos humanos son ALCANZABLES
Comienzan con nosotros, con las pequeñas decisiones diarias: tratar a los demás con respeto, alzar la voz frente a una injusticia y escuchar a quienes frecuentemente son ignorados. Lo que hacemos y decimos cada día importa más de lo que imaginamos; construye a nuestro alrededor una cultura de dignidad y justicia. Pero los derechos humanos también dependen de la acción colectiva, cuando comunidades, movimientos y naciones se unen para exigir justicia e igualdad.
Las políticas migratorias europeas son el laboratorio donde esta visión se materializa con mayor crudeza. Los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE) en España encierran a personas por no tener papeles, no por haber cometido delitos. En 2024, según el Servicio Jesuita a Migrantes, el 59,6% de las personas internadas llevaba entre uno y siete años viviendo en España, muchas con familias, hijos escolarizados y proyectos de vida consolidados. La mitad de las personas que pasan por un CIE no son finalmente deportadas, lo que significa que su privación de libertad carece de sentido incluso dentro de la propia lógica del sistema. Se aplicaron 14 protocolos de prevención de suicidio en estos centros durante 2024. Las devoluciones en caliente en Ceuta y Melilla continúan practicándose a pesar de las sentencias judiciales que las declaran ilegales cuando se ejecutan en el mar. En agosto de 2024, una embarcación fue arrollada por la Guardia Civil en aguas españolas y sus ocupantes fueron devueltos a Marruecos sin ningún procedimiento legal. Las niñas migrantes no acompañadas negras o musulmanas reciben un trato diferenciado en el sistema de protección, sometidas a pruebas de determinación de edad que fallan sistemáticamente y a una desconfianza institucional que no se aplica a las menores blancas.
El Pacto Europeo de Migración y Asilo aprobado en 2024 profundiza esta línea. Permite el internamiento de solicitantes de asilo, incluso menores, en determinados casos. Anima a la Unión Europea a firmar acuerdos con terceros países para que detengan los flujos migratorios, aunque lo hagan vulnerando derechos humanos. Túnez, Turquía, Marruecos se convierten en gendarmes de las fronteras europeas a cambio de dinero, con licencia para usar la violencia que Europa prefiere no ejercer directamente. La externalización de fronteras permite mantener las manos aparentemente limpias mientras se terceriza el trabajo sucio.
La complicidad que nos define
Lo más perturbador de este escenario no es la existencia de líderes crueles. Siempre los ha habido. Lo perturbador es la legitimación social que reciben. Bukele tiene una popularidad del 92% en El Salvador. Milei ganó las elecciones con un programa que no ocultaba su intención de aplicar un ajuste salvaje. Trump ha vuelto al poder después de un mandato donde incitó un asalto al Capitolio. Meloni gobierna con un amplo apoyo. Estas figuras no han impuesto sus agendas mediante golpes de Estado. Han sido elegidas. Han conectado con algo que estaba ahí, esperando ser nombrado.
Ese algo tiene que ver con el miedo, con la frustración acumulada tras décadas de políticas neoliberales que han precarizado la vida de millones de personas, con la búsqueda de chivos expiatorios que permitan canalizar la rabia hacia abajo en lugar de hacia arriba. El racismo institucional funciona como un mecanismo de clasificación que determina quién merece protección y quién puede ser abandonado. La necropolítica, ese concepto acuñado por el filósofo camerunés Achille Mbembe, describe con precisión lo que estamos presenciando. No se trata solo de quién tiene el poder de hacer vivir, sino de quién tiene el poder de dejar morir. Las personas que se ahogan en el Mediterráneo, los niños que mueren de hambre en Gaza, los presos torturados en El Salvador, los migrantes hacinados en centros de detención europeos. Todos ellos son el resultado de decisiones políticas concretas, de recursos que se destinan a unos fines y no a otros, de leyes que se aprueban y de leyes que se incumplen.
La indiferencia organizada es tan letal como la violencia directa. Cuando escuchamos frases como «que los maten a todos», «que los echen», «que se pudran», estamos ante el clima moral que hace posible todo lo demás. El auge de la extrema derecha se alimenta de este caldo de cultivo, pero también lo intensifica. Cada discurso que deshumaniza, cada bulo que criminaliza, cada medio que amplifica el odio contribuye a normalizar lo que debería resultarnos intolerable. Los delitos de odio no aumentan en el vacío. Aumentan cuando quienes deberían combatirlos los justifican o los minimizan.
La pasividad colectiva ante este retroceso es también una forma de complicidad. No hace falta participar activamente en la violencia para sostenerla. Basta con no hacer nada. Basta con considerar que estos temas no nos afectan, que son problemas de otros, que la política es sucia y mejor mantenerse al margen. Esa comodidad tiene un precio que pagan quienes están en los márgenes. Las mujeres migrantes y racializadas, atrapadas entre el racismo institucional y la violencia machista, entre la precariedad laboral y la exclusión de los espacios de poder, conocen bien ese precio. Lo pagan cada día mientras el debate público se entretiene discutiendo si nombrar el racismo no será, en realidad, exagerado.
Frente a esto, la única respuesta posible es la que siempre ha sido necesaria ante los retrocesos históricos. Nombrar lo que está pasando sin eufemismos. Negarse a normalizar la crueldad aunque se presente envuelta en banderas o legitimada por las urnas. Construir redes de solidaridad que sostengan a quienes el sistema ha decidido abandonar. Recordar, una y otra vez, que los derechos humanos no son un lujo ni una concesión graciosa del poder. Son el suelo mínimo sobre el que puede construirse algo que merezca llamarse civilización. Y ese suelo está siendo dinamitado mientras miramos.
No hay neutralidad posible ante la barbarie. Quien calla otorga. Quien mira hacia otro lado elige un bando. La pregunta que cada uno debe hacerse es en qué lado de la historia quiere estar cuando todo esto termine de pasar. Porque terminará de pasar, como han terminado todas las épocas oscuras. Y cuando llegue ese momento, habrá que responder por lo que hicimos y por lo que dejamos de hacer.
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