Todas las veces que se han sorprendido de mi cabello, casi siempre han acompañado ese asombro con algún comentario desafortunado acerca de mis deseos –según ellos – reprimidos de alisarlo, acerca del dolor que debo sufrir al peinarme y la espaciada frecuencia en la que debo hacerlo. Otras veces el asombro ha sido real, por su abundancia, volumen, por la manera como desafía la gravedad, y principalmente de la manera como desafía todo lo establecido, porque claro, llevar con orgullo el cabello afro es una especie de desafío en esta sociedad tan acostumbrada a esconder todo aquello que no se guíe de la norma: “¿Y no has pensado mejor en llevarlo alisado?”, “Estarías más guapa sin rizos. Te verías menos tosca”, “¡Qué suave es tu cabello! La verdad es que lo imaginé muy áspero”.
El sistema económico nos ofrece toda una línea de productos para esconder aquello que debería ser natural, porque el sistema social nos sigue bombardeando con la idea de que lo negro es malo, lo negro es feo, lo negro es rudo, porque claro, ahora los afrodescendientes también somos considerados consumidores, pero la única idea que nos vende el sistema es que tenemos que dejar de ser quienes somos: tenemos que aspirar a parecernos a aquel que quiere ocultarnos.
Hace un año que vivo en Europa y la verdad es que me cuesta un poco más encontrar productos naturales para el cuidado de mi cabello, y los productos mainstream ni siquiera tienen la opción afro en su oferta lo cual te empuja sin querer a comprar mayor cantidad de productos para suplir el natural que andas buscando. Y es que a pesar de que entiendo que el mercado se rige por la demanda, cada vez parece ser más evidente la intención de esconder lo afro, de no incluirlo en los productos cotidianos y de seguir estigmatizándolo como algo feo e indeseable cuando es todo lo contrario.
La primera y única vez que fui a un estilista aquí sufrí una quemadura química en la mitad de mi cabello, tuve que cortarlo muy pequeño, ya que el daño que sufrí sólo podía solucionarse con tijeras, y esto debido a que, la persona que me atendió y a quién solicité me hiciera una iluminación en tonos platinados y grises, asumió que mi cabello por ser afro necesitaba más tiempo del recomendado para este tipo de procesos de decoloración. Tuve que insistir mucho para que me retire el producto, sin embargo ya era tarde. Esa vez, al ver el resultado ni siquiera tuve tiempo para enfurecerme, sino que pasé directamente a la tristeza porque sentí que de cierta manera también había sido mi culpa, por no quejarme más fuerte, por no levantarme a tiempo, por no reclamar lo que correspondía, lo cual era que me trataran con el mismo respeto que cualquier otra cliente de cabello liso. Yo estaba tan desolada, que la peluquera trato de hacer todo para evitar que me rapara el cabello a cero, pero se disculpaba diciendo que mi cabello “era así”, ¿Así, cómo?” le pregunté y mágicamente olvidó el inglés y no pudimos volver a conversar. En todos los idiomas que sé dije lo mismo “No creo que todas las clientes se vayan con el cabello en este estado al salir de aquí”.
Porque claro, en ningún momento me trató mal o me faltó el respeto, pudo haber asumido el error en lugar de al ver el terrible resultado, decir que mi cabello es así; pudo haber dicho desde un principio que se equivocó, que calculó mal, y no decir que era normal que se me cayera el cabello a mechones por lo quemado que estaba a causa del químico. Hace mucho que sabemos que existe una estructura social, política y económica que nos hace pensar que el estado natural de las cosas es ese orden sutil que vemos por todos lados sin detenernos a pensar que está mal, porque a pesar del profesionalismo de la estilista que me atendió, algo más fuerte le hizo pensar que mi cabello no era frágil, que podía soportar más maltrato químico sólo por ser afro. Esa idea está justificada por toda una estructura cultural que lo avala, y que se reafirma gracias a los medios de comunicación. Nuestro orgullo por tanto no tiene que ser un desafío, tiene que empezar a ser el estado natural de las cosas, tenemos que mostrarnos más, sin miedo y con el orgullo de siempre.
Mi abuela siempre me dijo que lo único que podía dejarme de herencia era el cabello, pero no sólo por razones obvias, sino por todo lo que eso significa, recuerdo su amor enorme acariciando mi trenza, las historias que se contaban alrededor de los peinados que nos hacíamos, los consejos que me daba para que los rizos se “dibujen”, ella le enseñó a mi mamá y mi mamá me lo enseñó a mí, ese cuidado, ese cariño y ese orgullo es algo que trasciende cualquier estructura de opresión, y será ese orgullo el que transforme la visión de aquellos que se resisten a entender que la rebeldía del afro no es gratuita, es una forma de vida que hace mucho dejó de tener miedo.
Mary Lara-Salvatierra
@larasalvatierra
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esperaba que la autora, pusiera una foto con su cabello afro, digo, para ser más consecuente con la nota.