
En ciertos sectores del feminismo blanco europeo y estadounidense circula desde hace años una estrategia retórica que es muy reveladora de su racismo. Se compara la transexualidad con el blackface para justificar la exclusión de las mujeres trans de los espacios feministas. Esta analogía constituye una violencia epistémica que instrumentaliza el dolor y la historia de las personas negras para legitimar la transfobia. El blackface tiene una genealogía específica de deshumanización que nada tiene que ver con la vivencia corporal de las personas trans.
El blackface tiene raíces que se remontan a las prácticas teatrales europeas de los siglos XVI y XVII, donde ya se representaban personajes negros y africanos desde una mirada estereotipada. En el teatro español del Siglo de Oro, por ejemplo, existían figuras construidas para la burla o el exotismo, que reproducían un «habla de negros» paródico en obras de autores como Lope de Rueda. Aunque no siempre se documenta el uso sistemático de maquillaje oscuro en el rostro, sí se sabe que estos personajes eran interpretados por actores blancos y que la caricaturización de lo africano o lo negro era un recurso habitual. En el teatro inglés de la misma época, los personajes «moros» también eran representados por actores blancos, combinando rasgos de lo árabe y lo africano con estereotipos de ignorancia o animalidad, lo que contribuyó a construir una jerarquía racial sobre la escena. Estas representaciones, con sus distintas variantes, viajaron y se transformaron con la expansión colonial europea, consolidándose en Estados Unidos durante el siglo XIX en los minstrel shows: espectáculos donde actores blancos se pintaban el rostro con corcho quemado para caricaturizar a las personas negras esclavizadas, presentándolas como torpes, supersticiosas y felices en su servidumbre. Con el tiempo, el blackface se extendió también a celebraciones populares, como carnavales o cabalgatas, perpetuando la deshumanización bajo el disfraz de la diversión. Esta práctica formó parte de un sistema visual más amplio de opresión racial que definía quién podía ser representado y bajo qué condiciones. Como señala bell hooks, el cuerpo de la mujer negra fue reducido a objeto de deseo, burla o consumo, convertido en emblema de inmoralidad y promiscuidad dentro de un régimen visual racista que la mercantilizó y silenció.
El blackface operó como herramienta de poder racial que atravesó siglos y geografías. Ya fuera en los teatros del Siglo de Oro, en los minstrel shows estadounidenses o en las festividades populares europeas, la lógica era siempre la misma: caricaturizar sistemáticamente los cuerpos, gestos, formas de hablar y la humanidad misma de las personas negras para reforzar jerarquías raciales. Esta práctica funcionaba mediante la apropiación colonial, tomando elementos de una cultura racializada, despojándolos de contexto y significado, y utilizándolos para consolidar estereotipos que justificaban la opresión. El blackface declaraba implícitamente que las personas negras éramos inferiores, cómicas, no plenamente humanas. Y lo hacía siempre desde el poder, desde el lugar de quien controla la representación, la producción cultural y la narrativa pública.

Ahora consideremos la transexualidad. Una persona trans no está imitando ni parodiando a las mujeres o a los hombres. No existe una estructura histórica de poder donde las personas trans hayan despojado a las personas cis de su humanidad para entretenerse a su costa. Las personas trans enfrentan violencia sistemática, discriminación legal, patologización médica, exclusión social y tasas alarmantes de asesinatos precisamente por vivir su identidad de género de manera auténtica. La transexualidad es una vivencia corporal legítima que resiste la violencia cisnormativa. No hay colonización ni apropiación en afirmar la propia identidad. Hay valentía en existir frente a un sistema que castiga toda desviación de la norma de género impuesta.
La comparación entre transexualidad y blackface revela una operación de poder preocupante. El feminismo blanco transfóbico se apropia del discurso antirracista para legitimar su propia agenda de exclusión. Primero, se invoca el blackface como ejemplo evidente de apropiación para construir un paralelismo falso. Si una persona blanca no puede «sentirse negra», entonces una persona no puede «sentirse mujer» o «sentirse hombre». Esta lógica asume que la identidad de género funciona igual que la identidad racial, cuando son construcciones sociales con genealogías, violencias y materialidades distintas. Segundo, se utiliza la historia del racismo como escudo moral. Al decir «esto es como el blackface», se busca la autoridad moral del antirracismo sin hacer análisis antirracista real. Es una forma de blanqueamiento discursivo donde se toma el lenguaje de la justicia racial para fines que nada tienen que ver con desmantelar el racismo.
Tercero, y más grave aún, se silencia a las propias personas negras trans. Al construir esta analogía, las feministas blancas se posicionan como quienes saben qué es racista y qué no lo es, ignorando que muchas mujeres negras y personas negras trans denunciamos precisamente esta instrumentalización de nuestra historia. El lugar de enunciación es crucial aquí. Cuando una mujer blanca compara la transexualidad con el blackface, no está haciendo solidaridad racial. Está ejerciendo privilegio epistémico. Está decidiendo unilateralmente qué significa el racismo, qué experiencias son comparables y qué cuerpos merecen legitimidad. Todo esto sin rendir cuentas a las comunidades negras ni a las personas trans racializadas que habitan la intersección de ambas opresiones.
Gloria Anzaldúa nos enseñó en Borderlands/La Frontera que la conciencia de la nueva mestiza lucha contra el sexismo y propone romper con los binarismos sexuales, las diferencias raciales y las definiciones excluyentes que restringen a las mujeres, sus identidades y sexualidades. Los binarismos son armas del pensamiento colonial. Estas dicotomías no describen diferencias, producen jerarquías que justifican violencia. El pensamiento binario establece que un término es normal, natural, superior, mientras el otro es desviado, artificial, peligroso. Cuando las feministas transfóbicas comparan la transexualidad con el blackface, reinstalan precisamente estos binarismos que tanto daño nos han hecho a las personas negras. Refuerzan la idea de pureza del cuerpo. Hay cuerpos auténticos y cuerpos falsos, identidades legítimas e identidades impostoras. Esta lógica es la misma que históricamente ha sostenido tanto el racismo como la transfobia.
La obsesión por definir quién es realmente mujer, basándose en la biología o la socialización, replica la obsesión colonial por definir quién era realmente humano, basándose en la raza o la sangre. Son mecanismos de control que buscan fijar los cuerpos en categorías rígidas para hacerlos gobernables, predecibles, jerarquizables. Kimberlé Crenshaw nos dio la herramienta conceptual de la interseccionalidad precisamente para romper con estos análisis aislados de la opresión. No podemos pensar el racismo sin pensar el género, ni la transfobia sin pensar la raza, la clase o la capacidad. Las opresiones no operan en carriles separados donde podemos elegir cuál atender y cuál ignorar. Se entrelazan, se refuerzan mutuamente, crean experiencias específicas en los cuerpos que habitan múltiples márgenes.
Una mujer negra trans enfrenta violencias que no son la simple suma de racismo más transfobia. Es una experiencia particular que ninguna de las dos categorías por separado puede explicar. Cuando el feminismo blanco construye analogías falsas entre transexualidad y blackface, borra esta intersección. Borra a las mujeres negras trans que han estado en primera línea de las luchas por la liberación.
Desde el afrofeminismo, reivindicamos una mirada que no instrumentaliza la experiencia negra para otros fines políticos. Nuestra historia de lucha contra el racismo no está disponible para ser utilizada como arma contra otras comunidades oprimidas. No permitimos que se hable en nuestro nombre para excluir, para violentar, para negar la humanidad de nadie. El afrofeminismo decolonial nos enseña a luchar contra todas las formas de opresión simultáneamente. Racismo, transfobia, clasismo, cisnorma, patriarcado, capacitismo. No hay liberación parcial. No hay justicia que se construya sobre la opresión de otros. La emancipación es colectiva o no es.
Reconocemos las voces de mujeres negras trans como fundamentales en nuestras luchas. Marsha P. Johnson, mujer negra trans, fue una figura clave en los disturbios de Stonewall en 1969 que marcaron el inicio del movimiento moderno de liberación LGBTQ+. Junto con Sylvia Rivera cofundó Street Transvestite Action Revolutionaries para apoyar a jóvenes trans en situación de calle. En la década de 1980 continuó su activismo durante la crisis del VIH, denunciando el estigma que recaía sobre las comunidades más vulnerables. Sabemos que el sistema penal es especialmente brutal con las personas trans, particularmente con las mujeres trans negras, y que cualquier lucha abolicionista debe incluir una perspectiva de género si queremos una justicia que no deje atrás a las mujeres ni a las personas LGBTQ+. No hay jerarquías de opresión, todas las formas de violencia están entrelazadas.

El afrofeminismo auténtico es necesariamente transincluyente. No porque sea políticamente correcto o porque cedamos ante presiones externas. Porque es coherente con nuestro análisis estructural de las opresiones y con nuestra ética de liberación colectiva. Las mujeres negras trans no son el otro de nuestro feminismo. Son parte de nosotras. Han estado siempre en las calles, en las marchas, en los espacios de resistencia. Han pagado con sus cuerpos, con su sangre, con su vida el precio de desafiar tanto la supremacía blanca como la cisnormatividad.
El blackface es una violencia específica contra las personas negras, inscrita en una historia colonial de deshumanización, explotación y control racial. Usar esta práctica como metáfora para atacar a las personas trans es una forma de banalización que revela ignorancia blanca activa, la decisión deliberada de no conocer, de no escuchar, de no situarse éticamente ante la historia del otro. La transexualidad es una vivencia real, legítima y valiente de muchas personas racializadas y no racializadas que resisten la violencia del binarismo de género. Comparar ambas realidades no es solo conceptualmente erróneo, es políticamente violento.
A las feministas blancas que construyen estas analogías les decimos claramente que no hablen en nuestro nombre. No usen nuestra historia como arma. No instrumentalicen nuestro dolor para legitimar su transfobia. No somos su escudo moral. No somos su argumento. Y no aceptaremos que pretendan hacer antirracismo mientras excluyen, violentan y borran a las personas trans. La liberación no se construye desde la exclusión ni desde la apropiación del dolor ajeno. Se construye desde el reconocimiento mutuo, desde la solidaridad entre todas las personas oprimidas, desde la comprensión de que nuestras luchas están entrelazadas.
La transfobia no es crítica antirracista. Es violencia vestida de teoría. Y nosotras estamos del lado de todas las personas que resisten. Siempre.
Afroféminas

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