jueves, noviembre 21

Diario de pandemia. Balcones, aplausos y miradas desconfiadas

Los días en cuarentena pasan de manera lenta. Nos hemos hecho habitantes del aburrimiento y ciudadanos de Netflix, que es donde pagamos impuestos todos los meses. Las que ya no trabajamos y nos han hecho un ERTE (palabra técnica para sustituir un vete a tomar por…) nos comemos las uñas y visionamos las series en una sentada con abuso de palomitas y dulces incluido. La tristeza me ha caído encima en forma de un futuro incierto y que augura sufrimiento económico. Estoy preparada: soy mujer negra e hija de migrantes y la vida en el alambre la tengo más que visitada.

La primera semana me hice todas las tablas de ejercicio que compartía la millonaria esposa de un millonario golpeabalones del Real Madrid. Mi salón tenía el tamaño de su mesilla de noche. Ellas me enseñan su vida de ensueño y derroche, mientras dicen que pretenden ayudarme. Empiezo a estar muy harta del exceso de ayudas solo para que todos nos enteremos de que lo hacen.

Vivir sola por elección está bien si no hay coronavirus. Hasta echo de menos a mi expareja. Yo le hice un ERTE hace tiempo, pero la pandemia ha conseguido que extrañe sus chistes malos y sus sempiternos espagueti boloñesa. Tranquilas, se me pasa enseguida.

Mi momento especial es el de salir al balcón. Me uno con emoción a esa comunión ciudadana de los aplausos a las ocho de la tarde. Me siento parte de algo. 

A muchos les parecerá una estupidez, pero para alguien como yo que siempre he sido parte de la otredad, me llena de energía y de buen royo. Parece que por primera vez en mucho tiempo no había separaciones entre nosotras. 

La cosa con los días ha ido mejorando. Mi vecino del C es un jubilado reciente de la área de festejos del ayuntamiento (información proporcionada por la vecina de abajo sin haberla solicitado previamente). Parece que echa de menos sus antiguas labores, porque ha instalado en su balcón a mi derecha una performance diaria de luces y colores, con aplausos enlatados incluidos.

Tengo la sensación de que se nos va de las manos cuando veo a mi vecino del balcón de mi izquierda, contagiado de la creatividad de cuarentena, colgando una pancarta de tamaño enorme con un lema que no alcanzo a distinguir. Me da vergüenza preguntar.

Pero me alegro, porque veo que en sus miradas de satisfacción cuando aplauden a las ocho y me miran asintiendo con la cabeza. No hay ni rastro de esa desconfianza que notaba cuando me cruzaba con ellos en el rellano. Sentía sus ojos clavados en mi nuca cuando daba vueltas a la llave para entrar en mi casa. Mi piel negra y mi pelo corto teñido de platino es un reclamo para la sospecha en un país que no ha normalizado al diferente.

No sé si esta reacción ciudadana es real o ficticia. Quizás mañana, cuando todo pase, volvamos a competir y desearnos males. Tal vez regresemos a la insolidaridad nuestra de cada día y reciba de nuevo las miradas desconfiadas del rellano. Pero leñe, dejen soñar a esta mujer negra.


Elvira Swartch Lorenzo

Colaboradora habitual en Afroféminas. He trabajado de todo. Hija de migrantes afrocolombianos.



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