Hace algunos años fui partícipe de un debate dentro de una clase de estética. La pregunta clave era: «¿Qué es bello?» ¡Uf! Una pregunta ambigua, con controversia, polémica y a la vez obvia dentro de los parámetros sociales. Con esto último me refiero a la visión eurocentrista imperante en el sistema.
En el debate se mostraron varias imágenes que debían ser seleccionadas por los participantes para representar la belleza. Entre el calor del aula y los puntos de vista tan diferentes, todo explotó. En el ambiente no se respiraba un debate sano, incluso había perdido ese sabor de lo diverso. Uno de los participantes estaba furioso porque una
mujer había decidido expresar su afinidad y admiración por una fotografía de una mujer afrodescendiente y para colmo del susodicho, la chica había decidido elegir el guaguancó por encima de la música clásica.
El sujeto le gritaba una serie de ofensas que preferiría omitir porque tengo algo más sustancial que contarles. Después de un rato, la moderadora (un poco molesta) le preguntó al sujeto: «¿Feo para quién? ¿Para ti? ¡Eres una persona, por lo tanto un punto de vista, solo tómalo en cuenta! «
Ésta situación me impulsó a la maravillosa y dolorosa tarea de «repensarme». Ese clavado interior que por primera vez vio mi piel hermosa, mi cabello colocho con el universo dentro y mis labios gruesos sedientos de verdad ¡Todo este tiempo y yo sin saberlo! Lo más preocupante era ¿Porqué no me había dado cuenta?
Cuando era niña, mis oídos retumbaban: «Morenita pero simpática», «lástima que no salió como la mamá», como dicen por ahí, «los genes del papá predominaron». Junto a lo anterior, cuando mi abuela me presentaba a sus amigas decía: «Ella es mi nieta, es muy vivaracha, pero vieran a la mamá, güerita, bien bonita. Cuando era niña siempre me la chuleaban, hasta me hacían enojar en el mercado cuando me preguntaban que quién era la mamá ¡Pues yo mensos, yo soy la mamá!». A mi abuela jamás le han gustado las
personas morenas ¿La ironía? ¡Ella también lo es!
Aumentando las memorias, me resuenan en la cabeza las múltiples comparaciones de mis amigas mas cercanas de la infancia: «Es que ese color no te queda a ti, eres muy morenita, fíjate en mi color, yo soy mas clarita que tú». Desde pequeñas, ya comparando quién era la menos morena, juego que yo siempre perdía.
Mi esencia estaba perdida, había algo en mi persona que me hacía sentir incómoda y muchas veces inferior.
Entre la idea de «¿Fea par quién?» y mis reflexiones personales, me sumergí en la tarea de deconstruirme y volverme a construir con mi esencia pura. Entendí que yo había experimentado un autorrechazo, producto de una ideología imperante. Mis ojos eran los del opresor y me impedían aceptar lo que yo era, justo lo que le había sucedido a mi abuela, a mis amigas, al sujeto del debate y a muchas personas de nuestra sociedad mexicana.
A partir de la secuencia reflexiva, decidí dedicar mi tiempo a la investigación del endorracismo, tema poco explorado que implica un factor común interiorizado y adquirido por secuelas generacionales, el cual crea conceptos autodegradantes, la mayor parte del tiempo de manera inconsciente, generando un rechazo hacia lo propio. Éste fenómeno que carcome las mentes y la esencia del «ser», debería ser más visible.
Una forma de iniciar con esta tarea es diferenciando el «racismo» del «endorracismo» e invitando a las personas a repensarse y descolonizarse, proceso que genera dudas, observar de frente al miedo y al mismo tiempo teje esa libertad tan irreal en un mundo eurocentrista, patriarcal, machista y opresor.
Montserrat Aguilar Ayala
México
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