Esta semana conocíamos que en enero de 2026 cerrará Periferia Cimarronas, el único espacio escénico con programación afrocentrada del Estado español. Cinco años de actividad en el barrio de Sants, en Barcelona, llegan a su fin por la imposibilidad de sostener económicamente un proyecto cultural gestionado por personas negras en un país donde las estructuras de financiación no están diseñadas para que eso ocurra.

El cierre no debería sorprender a nadie que conozca cómo funciona el ecosistema cultural del Estado español. Según datos del Black Feminist Fund, el 81% de las organizaciones afrodescendientes de orientación feminista a nivel global carecen de los recursos necesarios para alcanzar sus objetivos. Menos del 0,5% de los casi 70.000 millones de dólares que las fundaciones donan anualmente en todo el mundo se destina a proyectos liderados por mujeres, niñas y personas trans de ascendencia africana. De las pocas organizaciones que reciben algo, el 60% obtiene menos de 50.000 dólares al año.
España no es una excepción. Las fundadoras afrodescendientes prácticamente no existen en el ecosistema de startups y emprendimiento del país. Las mujeres negras y los fundadores afrodescendientes han recibido menos del 2% de todos los fondos de capital de riesgo. La brecha no es solo tecnológica ni solo cultural, es estructural.

Mientras tanto, las instituciones españolas han incorporado el vocabulario de la diversidad cultural a sus políticas. El Ministerio de Cultura destina millones a «proyectos con especial impacto social». La AECID mantiene un programa específico para población afrodescendiente, aunque orientado a América Latina y el Caribe, no al territorio español. En noviembre de 2025, el propio Ministerio organizó un seminario sobre «Derechos Culturales y Afrodescendencia» con mesas de debate sobre autonomía, sostenibilidad y reconocimiento de espacios culturales afrocentrados.
Se celebran seminarios sobre cómo sostener lo que ya se está dejando caer.
El problema no es la falta de discurso, sino la distancia entre ese discurso y los mecanismos reales de financiación. Las subvenciones culturales en Catalunya, por ejemplo, exigen requisitos de programación en catalán que resultan excluyentes para artistas migrantes y racializadas que, aunque puedan usar el catalán en su vida cotidiana, crean desde otras lenguas y tradiciones. Los criterios de evaluación privilegian trayectorias consolidadas, contactos en el sector, presencia mediática. Todo aquello de lo que carecen sistemáticamente los proyectos que parten desde los márgenes.
Esto ya ha pasado. Y volverá a pasar.
Las feministas negras nos estamos organizando sin recursos, titulaba un artículo de esta revista hace dos años. La situación no ha cambiado. Los proyectos culturales afrodescendientes en España funcionan a pulmón, sostenidos por el trabajo no remunerado de las propias comunidades, dependientes de ayudas puntuales que llegan tarde, mal o nunca.
El modelo cooperativo, que Periferia y otros proyectos se ven obligados a adoptar, ofrece autonomía pero no resuelve el problema de fondo. Puedes organizarte horizontalmente, repartir las decisiones, trabajar desde valores de economía social y solidaria. Nada de eso genera ingresos suficientes cuando el público potencial es reducido, la visibilidad mediática inexistente y las subvenciones están diseñadas para otro tipo de proyectos.
Cuando no entras en el canon de las organizaciones, cuando tu proyecto no encaja en las categorías que manejan las fundaciones y los ministerios, quedas fuera. No por mala fe, necesariamente. Simplemente porque el sistema no está pensado para ti.
Lo que desaparece
Con el cierre de Periferia Cimarronas desaparece un espacio de programación donde artistas sin acceso a los circuitos convencionales podían mostrar su trabajo y un lugar de formación donde personas de la comunidad negra aprendían oficios culturales.
La diferencia entre proyectos como Periferias y los que cuentan con apoyo institucional estable o con grandes instituciones culturales es evidente. Cuando el CCCB de Barcelona quiso programar cultura afro, trajo a Chimamanda Ngozi Adichie y a Angela Davis, entre otras. Referentes internacionales, figuras mediáticas. Mientras tanto, los colectivos activistas que llevan años trabajando en el territorio seguían llamando a la puerta sin respuesta.
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La fundadora del espacio, Silvia Albert Sopale, ha anunciado que el proyecto continuará de forma itinerante. Es una salida digna, pero también una existencia más complicada. Un espacio propio significa autonomía, capacidad de programar según criterios propios, un lugar físico donde la comunidad puede encontrarse. Sin ese anclaje, el proyecto se vuelve más precario, más dependiente de la buena voluntad ajena.
Queda una cuestión que no podemos eludir. Los proyectos culturales afrodescendientes en el Estado Español tienen un problema de público. No porque no exista interés, sino porque la comunidad negra en el país es pequeña, dispersa, con poco poder adquisitivo. Y el público blanco progresista que podría interesarse por estos contenidos a menudo prefiere consumir antirracismo en formatos más cómodos, que no le interpelen directamente.
El teatro antirracista incomoda. Obliga a mirarse en un espejo. Cuestiona. No es entretenimiento fácil. Y en un contexto donde la cultura compite por la atención con mil estímulos digitales, lo incómodo tiene las de perder.
Esto no exime a las instituciones de su responsabilidad. Al contrario, la refuerza. Si el mercado no va a sostener estos proyectos, y no lo va a hacer, entonces corresponde a las políticas públicas garantizar que existan. No como caridad, sino como reconocimiento de que la diversidad cultural que tanto se celebra en los discursos requiere condiciones materiales para existir.
Elvira Swartch Lorenzo
Colaboradora Afroféminas
Granada


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