
Han pasado cinco años desde el asesinato de George Floyd, desde que millones de personas en todo el mundo vieron con espanto y rabia cómo un policía blanco estadounidense le quitaba la vida a un hombre negro durante casi nueve minutos de asfixia grabada. Ese crimen puso nombre y rostro a una violencia que muchas personas blancas aún se negaban a reconocer. La rodilla en el cuello de George Floyd del policía racista Derek Chauvin era una extensión del sistema que lleva siglos oprimiendo a los cuerpos negros y pobres.
Lo que vino después fue una ola que nadie esperaba. Las calles se llenaron en Estados Unidos, en Europa, en América Latina. Empresas, universidades, medios de comunicación e incluso gobiernos comenzaron a hablar, algunos por primera vez, de racismo estructural, de colonialismo, de supremacía blanca. Muchas personas se vieron forzadas a mirar hacia dentro y a cuestionar lo que hasta entonces había estado guardado en un cómodo silencio. La palabra “antirracismo” se volvió común en espacios donde antes ni se pronunciaba, y las demandas que veníamos exigiendo desde hacía décadas pasaron, por fin, a estar en el centro de la conversación pública.
Fue un momento de tensión y posibilidad. Parecía que algo podía cambiar, no todo, claro, pero sí lo suficiente para mover algunas estructuras. Se hicieron compromisos, declaraciones, gestos, a veces superficiales, sí, pero gestos al fin. Se empezaron a tirar estatuas, a eliminar símbolos y a cambiar prácticas institucionales. Se asignaron fondos para programas de diversidad y se introdujeron planes formativos antirracistas en espacios educativos. Hubo más presencia negra, más voces indígenas, más debate sobre racismo ambiental, sobre migración, sobre reparación. Y ahí fue cuando empezó la reacción.
Todo eso no pasó desapercibido. La ultraderecha, que ya venía avanzando desde mucho antes, encontró en el discurso antiwoke su nueva arma política, eficaz y profundamente ideológica. No necesitaban entrar en el debate, les bastaba con negarlo todo, llamar a la justicia social “ideología”, al antirracismo “adoctrinamiento”, a la memoria histórica “revisionismo”, a los derechos trans “borrado de las mujeres”, a los feminismos no blancos “sectarios” y a cualquier demanda de reparación “odio hacia los blancos”. Así, en cuestión de muy poco tiempo, lo que había sido una respuesta colectiva a un crimen visible se convirtió en el objetivo de un contraataque global.
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Lo más perverso de esta reacción es que no vino solo desde la extrema derecha, también fue alimentada desde partidos y espacios autodenominados progresistas. En España, el PSOE ha asumido parte del marco de la derecha en su rechazo a las políticas que ellos llaman “identitarias”, plegándose a la presión de medios reaccionarios, a las bromas racistas en tertulias y a las campañas de desinformación sobre leyes que intentaban ampliar derechos. Nunca han apoyado con claridad ninguna demanda del movimiento antirracista, y cuando hablan lo hacen con un lenguaje vacío sobre convivencia, integración o igualdad, sin reconocer el racismo institucional ni las violencias específicas que sufrimos por ser negras, musulmanas, gitanas o migrantes. Cuando nos matan, callan; cuando nos detienen, justifican; cuando nos organizamos, nos criminalizan; cuando hablamos, nos acusan de dividir.
En Estados Unidos, el Partido Demócrata no ha sido mejor. Biden prometió cambios profundos tras el asesinato de George Floyd, incluyendo reforma policial, inversión en comunidades negras y una respuesta firme al racismo sistémico. Pero cinco años después, nada de eso se ha materializado. No solo no hay reforma, sino que las fuerzas policiales siguen actuando con total impunidad. Las políticas migratorias de Biden han sido igual o más duras que las de Trump, y en lugar de defender lo woke como una mínima expresión de justicia, lo han convertido en una palabra tabú, algo de lo que hay que alejarse para no incomodar al votante blanco moderado.
La reacción antiwoke ha sido una operación política calculada. No responde a ninguna preocupación genuina por la libertad de expresión, ni por la convivencia o el sentido común, sino al miedo a perder privilegios. Miedo a que los colectivos oprimidos por siglos dejen de agachar la cabeza y a que no pidamos permiso. La derecha ha comprendido muy bien que su batalla además de económica, es también cultural, y por eso la obsesión con los pronombres, las escuelas o la historia. Saben que si consiguen revertir los marcos del debate, ya no tendrán que dar explicaciones sobre el fondo.
En Francia, el gobierno de Macron ha promovido leyes cada vez más represivas bajo el pretexto de defender la república, criminalizando el uso del velo, atacando a los movimientos antirracistas con acusaciones de “separatismo” y declarando que el problema no es el racismo, sino el multiculturalismo. En Reino Unido, después del Brexit, se ha disparado el discurso antiinmigración y se han aprobado políticas hostiles hacia personas refugiadas, muchas de ellas negras. En Brasil, durante los años de Bolsonaro, se desmantelaron políticas de acción afirmativa, se negó el racismo estructural y se impulsó una cultura de impunidad para la violencia policial. Incluso con Lula en el poder, las resistencias internas y las concesiones a sectores conservadores dificultan cualquier intento real de justicia racial.

Todo esto sucede mientras continúan las muertes a manos de la policía, en el mar, en las cárceles, en los CIE y en las fronteras. Mientras los medios normalizan el racismo y las redes sociales se inundan de odio. Mientras se recortan derechos y se silencian las denuncias con burla, acoso o linchamientos mediáticos.
El asesinato de George Floyd fue un punto de inflexión, pero también lo fue la reacción que vino después. Ahora sabemos que la evidencia no cambia el poder, las imágenes por sí solas no desmontan las estructuras. Necesitamos organización, conciencia y alianzas reales, y sobre todo necesitamos nombrar lo que está ocurriendo sin miedo a que nos acusen de exagerar.
Estamos asistiendo a un intento de desmantelar todo lo que moleste, cualquier política que desafíe el poder establecido. No quieren que pensemos en plural, no quieren que recordemos ni que miremos la historia de frente. Quieren orden. Un orden desigual que mantiene sus privilegios.
Quinto aniversario. ¿Qué se ha logrado? Lo que queda claro es que la muerte de George Floyd fue un espejo. Reflejó el rostro del racismo sin disfraz, pero también reflejó el miedo de muchos a cambiar lo que les beneficia. El antirracismo incomoda porque exige. No propone reformas suaves, no pide permiso ni ofrece soluciones que contenten a todos. Por eso lo odian.
No hay concesiones sin lucha, no hay derechos sin disputa ni memoria sin enfrentamiento.
Ayomide Zuri
Inconformista, luchadora, africana y mujer negra. ayomidezuri@gmail.com


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