El pasado veinticinco de mayo de este dos mil veinte, George Floyd fue asesinado a manos de la violencia policial y racial, en Minneapolis, Minnesota. Floyd de cuarenta y seis años fue asesinado luego de una denuncia falsa en una tienda, donde lo acusaban de haber pagado con un billete falso de veinte dólares.
No voy a entrar en como el policía Derek Chauvin le puso la rodilla en el cuello, mientras estaba esposado e indefenso en el suelo, rogando lo dejara respirar durante cinco angustiosos minutos, no voy a entrar en como llamaba a su madre mientras la vida se le escapaba, y este animal seguía presionando sin inmutarse ni pestañear, no voy a entrar en como este señor anteriormente ya había tenido más denuncias por presunta violencia policial, y seguía en las calles. O como se siguen preguntando muchas personas el motivo, restándole valor a lo más importante, la vida de un ser humano, escapándose mientras el mundo mira impotente.
Voy a entrar en la rabia. La rabia que me ha impulsado a escribir este post con los dedos temblando de agotamiento, porque como Floyd, ya no podemos respirar. Floyd, y no un hombre negro como propagan sin cesar los medios de comunicación, incitando la deshumanización y restándole el factor humano, ha sido la gota que colmó el vaso. Gota que ya no cabía más en un sistema de más de quinientos años que mata y marginaliza a toda la comunidad negra.
No nos pidan paz, cuando llevamos clamando respirar, y en respuesta solo hay dolor y los latigazos no paran. No nos pidan paz, cuando la justicia sigue de parte de el hombre blanco, y las calles siguen manchadas de sangre. Sangre negra. Sangre de los míos. Sangre que ya ha dicho basta. La rabia es una respuesta válida y comprensible al pie del colonizador estrangulando nuestra historia y nuestras ganas de vivir en paz.
Floyd pasa a ingresar una lista inmensa en todo el mundo de personas negras muertas a causa de un sistema racista, que ha evolucionado, pero que sigue disparando, apaleando, quemando, ahogando. Estamos hartos, estamos agotados y no vamos a parar hasta hacer justicia.
Digan sus nombres bien alto hermanes, Lucrecia Pérez Mato, Hassan Al Yahahaqui, Mourad al-Abidine, Omar Amhandi; díganlos sin miedo, Francisco Quezada Ramírez, Alí Bouharou, Yves Martin Bilong, Armand Ferdinnand, Mame Mbaye, Manuel Fernández Jiménez y todos los demás seres humanos y sin identificar, archivados en un intento porque nos olvidemos que una vez existieron. Repítanlos hasta quedarnos sin voz. Que atrás vendrá el relevo para seguir gritando. No vamos a parar.
Sin justicia no hay paz. Sin justicia no hay paz. Sin justicia no hay paz.
Dayana Catá
Educadora especial y escritora. Ante todo humana, negra, cubana, mujer y activista. Todo en ese orden y con el mismo grado de intensidad.
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