
El 27 de octubre de 1922 nacía en La Victoria, Lima, una niña que décadas después le daría la vuelta al insulto racista y lo convertiría en proclama de dignidad. Victoria Santa Cruz llegó al mundo en el seno de una familia afroperuana numerosa, donde la música, el ritmo y la creatividad circulaban como el aire que respiraban. Su padre, Nicomedes Santa Cruz Aparicio, era decimista y su madre, Victoria Gamarra, una mujer de temple que crió a diez hijos en un país que les negaba el reconocimiento de su negritud como parte fundamental de la identidad nacional.
Crecer negra en el Perú de las primeras décadas del siglo XX significaba cargar con el peso de una invisibilización sistemática. La narrativa oficial del mestizaje había borrado deliberadamente la presencia africana de la historia peruana, relegándola al folclore y al estereotipo. En ese contexto, Victoria y su hermano Nicomedes hijo crecieron rodeados de música, pero también de silencios dolorosos sobre quiénes eran realmente. La familia Santa Cruz guardaba memoria de los ritmos que habían sobrevivido a la travesía atlántica, de las décimas que contaban historias prohibidas, de los bailes que el cuerpo recordaba aunque la historia oficial los hubiera enterrado.
Cuando Victoria tenía alrededor de siete años, sucedió el episodio que marcaría su vida y que décadas después se convertiría en uno de los poemas más potentes del afrofeminismo latinoamericano. Una niña blanca le negó la mano porque era negra. Ese gesto, aparentemente pequeño, contenía todo el racismo estructural de una sociedad que había aprendido a despreciar la negritud. Victoria corrió a su casa llorando, y su madre le dijo algo que ella tardaría años en comprender del todo: que era tan bonita como cualquier otra niña. Aquella experiencia se quedó anidada en su cuerpo, en su memoria, esperando el momento de ser nombrada.
La década de 1960 marcó un punto de inflexión en su vida. Victoria ya había explorado el teatro, la danza y la composición musical, buscando siempre las raíces afroamericanas que la educación formal le había negado. En 1961 fundó y dirigió el conjunto Cumanana, un proyecto revolucionario que rescataba las danzas y ritmos afroperuanos del olvido. Aquello iba mucho más allá del folclore. Era una declaración política. Cada zapateo, cada ritmo de cajón, cada movimiento corporal desafiaba la amnesia cultural impuesta.
Pero fue en 1978 cuando Victoria parió su obra más conocida, el poema «Me gritaron negra». En una actuación televisiva que quedaría grabada para la historia, Victoria recitó y dramatizó aquel texto que empezaba con una niña llorando porque le habían gritado «negra» y terminaba con una mujer adulta proclamando su negritud como estandarte. «¡Negra soy!» declama al final, y en esa afirmación hay décadas de dolor convertido en potencia, de vergüenza transformada en dignidad, de silencio roto. El poema recorre el proceso de toma de conciencia racial, ese despertar doloroso donde descubres que el problema nunca fue tu piel, tu pelo, tus rasgos, sino el racismo que te enseñaron a interiorizar.
Lo que hace de «Me gritaron negra» un texto fundamental para el afrofeminismo hispanohablante es precisamente esa capacidad de nombrar la experiencia específica del racismo que vivimos las mujeres negras. Victoria entendió que el racismo tiene género, que la niña a quien le niegan la mano vive una violencia particular que se inscribe en su cuerpo de mujer negra. El poema habla desde esa intersección de opresiones, aunque Victoria no usara ese término académico. Ella lo sabía desde la experiencia, desde la piel.

Su trabajo como coreógrafa, compositora y investigadora llevó a Victoria por distintos países de América Latina. Dirigió el conjunto Nacional de Folclore del Instituto Nacional de Cultura del Perú, enseñó en universidades, creó metodologías pedagógicas para la enseñanza del ritmo. Cada espacio que habitó lo hizo consciente de su misión: rescatar, preservar y dignificar la herencia africana en América. En un continente donde el mestizaje se había usado como ideología blanqueadora, Victoria reclamaba la negritud como identidad plena, sin necesidad de diluirse.
Para las afrofeministas que hoy militamos en España y América Latina, Victoria Santa Cruz es una antecesora fundamental. Su poema circula en redes sociales, se recita en encuentros feministas, se enseña en talleres de identidad racial. Cada vez que una niña afrodescendiente descubre ese texto, algo se remueve en ella. Victoria nos dejó un mapa para transitar el dolor del racismo hacia la afirmación orgullosa de nuestra identidad. Nos enseñó que la negritud es belleza, potencia, historia, resistencia.
Cuando pensamos en las genealogías del afrofeminismo latinoamericano, Victoria está ahí, junto a otras pioneras que desde distintos territorios y disciplinas construyeron espacios para nuestra existencia digna. Su legado se entreteje con las luchas actuales contra el racismo estructural, con los debates sobre identidad y representación, con la necesidad urgente de descolonizar nuestros imaginarios.
Victoria Santa Cruz murió en 2014, a los 91 años, dejando una obra inmensa y un camino abierto. Este 27 de octubre, cuando se cumplen 103 años de su nacimiento, la recordamos desde la gratitud y desde la convicción de que su voz sigue viva en cada mujer negra que se atreve a decir, como ella nos enseñó: negra soy, y qué bonito suena.
Redacción Afroféminas

Descubre más desde Afroféminas
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.
