
El pasado lunes 10 de noviembre, el parlamento israelí aprobó en primera lectura, con 39 votos a favor y 16 en contra, un proyecto de ley que introduce la pena de muerte obligatoria para quienes sean catalogados como «terroristas» palestinos. La iniciativa, impulsada por el partido ultraderechista Poder Judío del ministro de Seguridad Nacional Itamar Ben Gvir, establece que los tribunales israelíes deberán imponer la pena capital a palestinos condenados por asesinatos por «motivos nacionalistas» contra ciudadanos israelíes. Organizaciones de derechos humanos palestinas, como el Centro Palestino de Derechos Humanos y la Comisión Independiente de Derechos Humanos, denunciaron que el aspecto más peligroso del proyecto es su aplicación retroactiva, una práctica sin precedentes en derecho penal que viola el principio universal de legalidad.
Lo que siguió a la votación revela la naturaleza profunda de lo que estamos presenciando. Ben Gvir comenzó a repartir baklava, un dulce árabe tradicional, entre los parlamentarios hasta que los ujieres confiscaron las bandejas. En Israel, este dulce se ha convertido en un símbolo asociado a celebraciones de atentados en sectores palestinos. La escena grotesca de un ministro repartiendo dulces típicamente árabes después de votar a favor de ejecutar árabes no es casual. Ben Gvir calificó la ley como «un acto moral y necesario para proteger al Estado», mientras su acto reproducía aquello que supuestamente condena. Esta performance macabra evoca inevitablemente las algaradas de parlamentarios nazis en el Reichstag durante los años treinta, cuando la celebración del odio racial se normalizaba en el corazón de las instituciones democráticas.
La Oficina de Derechos Humanos de la ONU denunció en mayo de 2025 que Israel debe poner fin a todas las ejecuciones extrajudiciales en Cisjordania, donde en las últimas semanas las fuerzas israelíes han matado a palestinos en condiciones que hacen temer el uso innecesario o desproporcionado de fuerza letal. Desde comienzos de 2025, más de 530 palestinos, entre ellos 120 menores, han sido asesinados por las fuerzas de ocupación israelíes en Cisjordania y Jerusalén Este. De facto, Israel ya elimina sin juicio a cualquier palestino al que considere sospechoso. En realidad esta ley no inaugura una política, simplemente la codifica.

Bajo el paraguas del término «terrorista», el Ejército o la Policía de Israel han llegado a calificar como tales a niños que han lanzado piedras contra sus fuerzas, a periodistas en Gaza y Cisjordania y a otras personas cuya vinculación con grupos armados nunca ha sido probada. La ley define como terrorista a quien actúe con «intención de dañar al Estado», una redacción interpretable que la convierte en un arma de arbitrariedad política capaz de criminalizar amplios espectros de disidencia. Esta elasticidad en la definición es su función.
Lo que estamos viendo es la consolidación jurídica de un etnoestado donde la pertenencia racial determina quién tiene derecho a vivir. La Corte Internacional de Justicia emitió en julio de 2024 una opinión consultiva en la que consideró que la presencia de Israel en el territorio palestino ocupado es ilegal, que Israel viola la prohibición sobre discriminación racial y el apartheid. Amnistía Internacional documentó en su exhaustivo informe de 182 páginas cómo las confiscaciones masivas de tierras y propiedades palestinas, los homicidios ilegítimos, los traslados forzosos, las restricciones a la circulación y la negación de la nacionalidad constituyen un sistema que equivale a apartheid como crimen de lesa humanidad.
El profesor sudafricano de derecho internacional y ex Relator Especial de las Naciones Unidas John Dugard describió en 2004 la situación en Cisjordania como «un régimen de apartheid peor que el que existía en Sudáfrica». Francesca Albanese, relatora especial de las Naciones Unidas para los derechos humanos en los territorios ocupados, denunció en mayo de 2023 que Israel trata los territorios palestinos como si fuesen colonias y que «la causa son las colonias. Israel es un poder colonial que mantiene la ocupación para conseguir tanta tierra como sea posible exclusivamente para judíos».
La ley prevé que los tribunales militares israelíes en Cisjordania puedan aplicar la pena de muerte por mayoría simple de los jueces, eliminando la necesidad de unanimidad y sin posibilidad de conmutación por el mando militar. Mientras tanto, el proyecto no contempla su aplicación a ciudadanos israelíes que asesinen palestinos bajo circunstancias similares. Según datos de la Asociación para los Derechos Civiles en Israel (ACRI), bajo el mandato de Ben Gvir, el 95,5% de las investigaciones penales por delito de incitación al terrorismo son contra palestinos ciudadanos de Israel. Dos pueblos que viven en el mismo espacio, gobernados por el mismo Estado, pero con derechos profundamente desiguales según su origen racial.
El discurso oficial israelí habla de «disuasión» y «seguridad». Ben Gvir declaró que «todo terrorista lo sabrá: esta es la ley que disuadirá. Es la ley que infundirá temor». Pero organizaciones palestinas señalaron que «el objetivo principal de la legislación propuesta es satisfacer un deseo de venganza o represalia, en lugar de disuadir o prevenir futuras acciones». El único precedente de ejecución en Israel tras un juicio civil fue Adolf Eichmann, uno de los artífices del Holocausto nazi, en 1962. La pena de muerte había sido abolida de facto en Israel desde 1954. Resucitarla ahora, específicamente para palestinos, explicita el carácter racial del castigo.
El Gobierno palestino denunció que «este proyecto para ejecutar a prisioneros supone una decisión para llevar a cabo ejecuciones extrajudiciales y una intención de cometer crímenes que se suma al genocidio perpetrado en la Franja de Gaza, ahora extendido a Cisjordania». Hamás aseguró que Israel busca «legalizar el asesinato sistemático y en masa» de palestinos, calificando la propuesta como legislación «sádica» y un «desprecio flagrante hacia las leyes y convenciones internacionales».
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La supremacía racial como sistema transnacional opera precisamente así. Construye marcos legales que naturalizan la desigualdad, que presentan como justicia lo que es venganza colectiva, que celebran con dulces árabes la muerte programada de árabes. No necesita declararse explícitamente racista porque ha conseguido algo más eficaz: hacer que la jerarquía racial aparezca como necesidad de Estado, como legítima defensa, como orden civilizatorio.
Lo que distingue al colonialismo de asentamiento es que no busca explotar al colonizado, sino reemplazarlo. Los ataques israelíes sumados a las demoliciones destruyeron o dañaron el 63% de todos los edificios de Gaza, lo cual tuvo como resultado que gran parte de la Franja se volviera inhabitable, configurando limpieza étnica y una violación del derecho al retorno de la población palestina. La pena de muerte para palestinos es coherente con esta lógica de eliminación.
Ben Gvir, condenado en 2007 por incitación racista y apoyo a un grupo proscrito, ha descrito como «niños dulces» a colonos responsables de asaltos contra aldeas palestinas en Cisjordania. Ha promovido el endurecimiento de las condiciones de los presos palestinos, que denuncian habitualmente sufrir abusos, torturas, privación del sueño, alimento e higiene. Una semana antes de la votación, Ben Gvir publicó un vídeo frente a presos palestinos maniatados exigiendo la pena de muerte para terroristas. Los palestinos no son adversarios políticos o militares, son cuerpos cuya eliminación debe ser espectacularizada.
La historia nos enseña que cuando un Estado codifica jurídicamente la eliminación de un grupo racial bajo la apariencia de legalidad, cuando sus representantes celebran públicamente esa codificación, cuando la comunidad internacional observa sin respuesta contundente, no estamos ante un conflicto territorial. Estamos ante la consolidación de un sistema de dominación racial que requiere, para sostenerse, la muerte programada de quienes considera prescindibles.
Agnès Callamard, secretaria general de Amnistía Internacional, advirtió que «no basta con una pausa o reducción temporal de los ataques. Debe haber un cese completo de las hostilidades y un levantamiento total del bloqueo». Los Estados que facilitan o guardan silencio ante el genocidio, la ocupación ilegal y el apartheid israelí son cómplices activos de esta arquitectura de exterminio.
La escena de Ben Gvir repartiendo baklava después de aprobar la primera lectura de la ley es pedagógica. Nos enseña que la crueldad puede ser festiva, que el odio racial puede vestirse de procedimiento democrático, que el etnoestado celebra su propia brutalidad sin pudor. Mientras los pasteles circulaban por el hemiciclo de la Knéset, se cristalizaba ante nuestros ojos una verdad que Israel no puede ya negar: que es un etnoestado donde existen ciudadanos que, por su origen racial, no tienen los mismos derechos ni, llegado el momento, el mismo derecho a seguir vivos.
Redacción Afroféminas
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