El dispositivo de producción del racismo opera con la misma lógica que el de la implantación de la hegemonía masculina. Se trata de establecer como verdad un sinsentido, sin causa razonable, sin ninguna explicación, y que esta idea sea asumida socialmente como incuestionable para que, a pesar de resultar irracional y antinatural, no se perciba como tal.
El poder reside en la capacidad de instalar y hacer funcional este dispositivo.
Un efecto asombroso de los mecanismos de producción de la desigualdad racial es que desactivan todas las alarmas que pudieran en algún momento saltar y alertar de esa irracionalidad. Pretenden ser dispositivos totales, absolutos. Afortunadamente, como ningún dispositivo es perfecto, en algunas zonas se producen fallos y una parte de la sociedad percibe la incoherencia. Gracias a que ningún mecanismo es infalible y a que ninguna cultura es una cárcel, surgen narrativas que logran poner de manifiesto la irracionalidad. Esto explica que, en medio de las sociedades más despóticas y totalitarias, con sistemas éticos basados durante siglos en el colonialismo, el esclavismo o el apartheid, sectores sociales o incluso individuos que no fueron adormecidos ni silenciados por este dispositivo se alzan contra la narrativa del poder a costa de la propia vida. A veces solo se trata de unas pocas personas, que se fijan en lo que nadie repara. Voces minoritarias que fueron abriendo el camino para que se pudiera pensar de otra manera sobre actos de extrema crueldad y violencias que hasta entonces habían sido normalizados.
«Cada vez que el poder hegemónico, colonialista, patriarcal y racista recibe un golpe mortal pareciera que renace, se reinicia y se pone en marcha para continuar haciendo algo casi idéntico bajo otra forma. Se traviste, se camufla e incluso finge su propia muerte para seguir imponiendo su irracionalidad zombi»
Esos discursos impugnatorios y minoritarios se expresan con una gramática desconocida por la mayoría social que ha adoptado la lengua del poder y su modo de entender las cosas. Proponen una nueva interpretación de la realidad, formulan códigos alternativos y crean nuevos marcos interpretativos y simbólicos que ponen de manifiesto que sí existen otras posibilidades de vivir y relacionarse con los demás. A causa de ello, estas voces se constituyen en una amenaza por el mero hecho de realizar otra propuesta, por enunciar otra explicación emancipadora que pudiera poner luz en la irracionalidad en la que habita la mayoría.
No sería necesario poner ejemplos del pasado con relación a lo que ha sido expresado. El fraile Montesinos, Nelson Mandela, Rosa Parks y Berta Cáceres serían solo algunos ejemplos de esas voces que clamaron en el desierto, en las ciudades y en los montes denunciando estos dispositivos de instauración de la desigualdad y la muerte. Son voces que se han levantado contra Imperios coloniales, contra el esclavismo, contra sistemas racistas que pretenden normalizar la discriminación, contra la privatización de bienes comunitarios como el agua, o contra la violencia ejercida por los hombres sobre las mujeres. Seguramente vienen a nuestra mente numerosos ejemplos y numerosas víctimas; la lista sería interminable.
Cabría pensar que, en el siglo XXI, después de algunas de las conquistas más radicales de los movimientos sociales contra el racismo, conta el colonialismo y contra el patriarcado nos hallásemos en un mundo y en un contexto social más prevenido ante las irracionalidades que fueron asumidas como naturales por las sociedades pretéritas, pero sorprendentemente no es así. Cada vez que el poder hegemónico, colonialista, patriarcal y racista recibe un golpe mortal pareciera que renace, se reinicia y se pone en marcha para continuar haciendo algo casi idéntico bajo otra forma. Se traviste, se camufla e incluso finge su propia muerte para seguir imponiendo su irracionalidad zombi. Continúa perpetrando crímenes, pero los consigue presentar como “muertes”, sigue manteniendo jerarquías basadas en la biología, pero niega el supremacismo blanco, se beneficia económicamente de la discriminación racial, pero obvia vehementemente el racismo, y a pesar de la evidencia de la postergación de las mujeres, niega la realidad aduciendo que hoy en día las mujeres y los hombres tienen las mismas oportunidades formativas. Sin embargo, podemos constatar que, según se avanza en la jerarquía laboral, los cuerpos dejan de ser diversos para, en los lugares más elevados del escalafón sociolaboral, ser exclusivamente cuerpos de varones blancos.
«De la misma manera que la sociedad patriarcal niega los efectos del patriarcado en los cuerpos de las mujeres, niega el racismo a pesar de las estadísticas incontestables de violencia racial»
Se trata, en fin, de un poder que -por ejemplo- niega la relevancia del color para acceder a determinados espacios de responsabilidad y gobierno, aludiendo a que se accede por méritos, pero que es ciego al color de las estadísticas de blancura de las élites profesionales y al color de los condenados y condenadas por jueces – generalmente- blancos.
Cuanto más evidente y escandalosa es la realidad, más contundente suele ser la negación.
Las personas que hemos vivido marcadas históricamente por esa gramática irracional de la raciología que vinculó algunos rasgos de nuestro fenotipo a cualidades morales e intelectuales degradantes, sufriendo por ello discriminación, prejuicio y violencia, no solo nos indignamos a causa de este estado de cosas, sino con algo más espantoso aún, si cabe: la negación de todas las evidencias y el silencio de una mayoría social cómplice que ha sido instruida para no ver, no decir, no escuchar, no opinar y no desatar las alarmas.
De la misma manera que la sociedad patriarcal niega los efectos del patriarcado en los cuerpos de las mujeres, a pesar de las estadísticas incontestables al respecto del vínculo entre ser varones (sin que sea relevante la preferencia sexual de estos ) y acceder a los consejos generales empresariales, a la rectoría de las universidades o a la magistratura, por solo poner algunos ejemplos, ofreciendo explicaciones absurdas e incluso hilarantes ante la pregunta por la irracionalidad que representa la ausencia de las mujeres en determinados ámbitos de la sociedad, a pesar de resultar muchas de ellas sobradamente cualificadas para ejercer las funciones en los mismos puestos que se les están negando, la sociedad niega el racismo, a pesar de la violencia racial. La pregunta de por qué normalizamos esta arbitrariedad continúa sin respuesta. Las estadísticas son todavía más escandalosas en el caso de mujeres no blancas, altamente cualificadas, excluidas y borradas de determinados ámbitos.
«Un sistema patriarcal y racista no puede soportar que la realidad invalide el prejuicio y la dominación que han sido establecidas, así como el lucro que de todo ello se deriva. Al desposeer a la mitad de la humanidad de sus producciones, de sus derechos económicos y culturales, la otra mitad puede repartirse el botín ajeno»
A pesar de que las mujeres constituyen prácticamente la mitad de la sociedad, su representación en la élite empresarial o de gobierno es irrisoriamente reducida, representando esto también una forma de violencia. Algo semejante, pero con consecuencias más extremas ocurre ante el racismo y la violencia racial: el poder se atreve a negar no solo la discriminación y postergación racial que sufre la población negra, sino que se resiste a reconocer el genocidio silencioso y silenciado de hombres, mujeres y niños y niñas negras, que son masacrados, expulsados, violentados, o incluso asesinados, ofreciendo explicaciones irracionales y mentirosas.
No se debería esconder y menos aún negar el rédito de casi cinco siglos de esclavitud africana y servidumbre indígena, de saqueo de todas las riquezas que estuvieron a disposición del imperio español y de otros imperios y desvincularlo de la financiación de la cual estas metrópolis dispusieron para colocarse en el centro de poder mundial que hoy determina quiénes constituyen los países y regiones “en subdesarrollo”. En su fingida amnesia histórica el poder democrático actual, subsidiario del colonialismo y el esclavismo de antaño es incapaz de nombrarlas regiones “depauperadas por el colonialismo occidental”. Este hecho debemos interpretarlo como un acto de cinismo, que seguiremos insistiendo en denunciar tantas veces como sea necesario.
El campo del arte ha sido singularmente afectado por esta irracionalidad que, tanto el patriarcado como el racismo, intentan imponer y normalizar. La Historia del arte probablemente no podrá reparar en todo su alcance el despropósito de haber negado a las mujeres el lugar que, como autoras en este ámbito, les habría correspondido. Mujeres talentosas, mujeres excepcionales, pintoras y escultoras que fueron forzadas a esconder su autoría cediendo sus obras la mayoría de las veces a sus esposos, a quienes no se les cuestionaría esa capacidad por el mero hecho de ser varones. Esta irracionalidad, acentuada por el racismo, despojó históricamente a una infinidad de mujeres negras de la propiedad intelectual de sus creaciones y por ello, les sustrajo también el beneficio económico y prestigio social que les debió corresponder. Un sistema patriarcal y racista no puede soportar que la realidad invalide el prejuicio y la dominación que han sido establecidas, así como el lucro que de todo ello se deriva. Al desposeer a la mitad de la humanidad de sus producciones, de sus derechos económicos y culturales, la otra mitad puede repartirse el botín ajeno. Esta expropiación a la cual hago referencia se multiplica en el caso de las mujeres no blancas, víctimas de los prejuicios raciales.
A pesar de la instauración de estos dispositivos de opresión y postergación, mujeres artistas como Artemisia Gentileschi, Agnes Martín, Frida Kalho, Kara Walker, Lynette Yiadom-boakie, Georgia o’Keeffe, Paula Rego, Remedios Varo, Leonora Carrington, Dorotea Taning, Ángeles Santos, Harmonía Rosales, y Wangechi Mutu -entre tantas y tantas otras-, han desafiado la irracionalidad patriarcal y algunas de ellas, mujeres artistas no blancas, además, han desafiado lo que el racismo ha pretendido inscribir en el imaginario racio-lógico sobre su talento. Cada vez hay más estudios que sacan a la luz los nombres ocultos de mujeres en la historia del arte a quienes todos debíamos conocer, y reconocer de la misma manera que lo hacemos con Picasso, Rembrandt o Goya.
Un ejemplo de cómo este poder consigue desactivar las alarmas de la irracionalidad lo constituye el hecho de la inexistencia a lo largo de toda su historia de mujeres al frente de una de las pinacotecas más prestigiosas del mundo, y me refiero al Museo del Prado.
Se trata de un enigmático y elocuente caso que establece la relación obvia, si bien no reconocida e incluso negada, entre poseer atributos sexuales masculinos y la posibilidad de acceder al cargo de dirección del museo, aunque esta lista que presento constituya una prueba irrefutable. En ella aparecen, en orden cronológico desde su fundación, todos los hombres que han ostentado el citado cargo de director del Museo del Prado:
- José Gabriel de Silva Bazán y Waldstein, marqués de Santa Cruz: 1817-1820
- Pedro de Alcántara Téllez Girón y Alfonso Pimentel, príncipe de Anglona: 1820-1823
- José Idiáquez y Carvajal, marqués de Ariza: 1823-1826
- José Rafael de Silva Fernández de Híjar, duque de Híjar: 1826-1838
- José de Madrazo: 1838-1857
- Juan Antonio de Ribera: 1857-1860
- Federico de Madrazo. 1860-1868
- Antonio Gisbert: 1868-1873
- Francisco Sans Cabot: 1873-1881
- Federico de Madrazo: 1881-1894
- Vicente Palmaroli. 1894-1896
- Francisco Pradilla: 1896-1898
- Luis Álvarez Catalá: 1898-1901
- José Villegas Cordero: 1901-1918
- Fernando Álvarez de Sotomayor: 1922-1931
- Pablo Ruiz Picasso: 1936-1939
- Fernando Álvarez de Sotomayor: 1939-1960
- Aureliano de Beruete y Moret: 1918-1922
- Ramón Pérez de Ayala: 1931-1936 (escritor y periodista)
- Francisco Javier Sánchez Cantón: 1960-1968
- Diego Angulo Íñiguez: 1968-1971
- Xavier de Salas Bosch: 1971-1978
- José Manuel Pita Andrade: 1978-1981
- Federico Sopeña: 1981-1983 (musicólogo)
- Alfonso Pérez Sánchez: 1983-1991
- Felipe Garín Llombart: 1991-1993
- Francisco Calvo Serraller: 1993-1994
- José María Luzón Nogué: 1994-1996 (arqueólogo)
- Fernando Checa Cremades: 1996-2002
- Miguel Zugaza Miranda: 2002-2017
- Miguel Falomir: 2017-presente
Me argumentarán, seguramente, que es absurdo sostener la relación entre ser socialmente considerado varón y ostentar la dirección del Museo del Prado. Yo sostendré que también es absurdo negar los crímenes de odio contra las personas por su color de piel, por su apariencia física, y expondré las estadísticas que muestran los efectos devastadores del racismo, expresadas en el encarcelamiento abusivo, en las condenas más largas, en los asesinatos policiales que sufren las personas no blancas, como prueba irrefutable de ello, aunque tal vez, en la línea de querer enmascarar esa verdad social, otros argumentarán que no es por racismo que las estadísticas de ataques violentos y encarcelamientos tienen color, y aducirán explicaciones más absurdas e ingeniosas para negar la prueba de la violencia racista.
Cuanto más evidente y escandaloso es el hecho, más contundente suele ser la negación.
Por ello quizá, la única alternativa es impugnar de manera definitiva y rotunda el marco explicativo que ambos dispositivos proponen -el de la racialización y el de la superioridad de los varones- ya que ambos nos condenan a la sinrazón y a la arbitrariedad.
En cualquier caso, con relación al misterioso caso de la inexistencia de mujeres en la dirección del Museo del Prado desde su fundación, cabe preguntarse:
¿Acaso ninguna mujer desde 1817 hasta el presente ha poseído las cualidades intelectuales y la formación y habilidades requeridas para acceder a este distinguido cargo?
¿Qué habría ocurrido si toda esta lista, desde 1817 la constituyeran exclusivamente nombres de mujeres?
Aída E. Bueno Sarduy, PhD.
Doctora en Antropología Social y Cultural “Cum Laude” por la Universidad Complutense de Madrid.
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