
El 17 de diciembre de 2025, a las siete de la mañana, más de veinte furgones de los Mossos d’Esquadra rodearon el antiguo instituto B9 de Badalona. Dentro dormían unas cuatrocientas personas, la mayoría hombres jóvenes procedentes de África Occidental y Subsahariana, que habían convertido aquel edificio abandonado en su único refugio contra la intemperie y la exclusión. Dos horas después, con cargas policiales contra manifestantes y activistas de Badalona Acull y el Sindicat d’Habitatge de Badalona, el mayor desalojo de la historia de Catalunya se había consumado. El alcalde del Partido Popular, Xavier García Albiol, convocó a la prensa bajo un cartel que rezaba «la ocupación es delito». No mencionó la pobreza extrema de los desalojados ni el hecho de que su ayuntamiento había cerrado el año anterior el único albergue social de la ciudad, Can Bofí Vell. Tampoco explicó qué alternativa habitacional ofrecía a quienes acababa de echar a la calle en pleno diciembre.
La respuesta llegó pronto. «El Ayuntamiento de Badalona no va a gastar ni un solo euro», declaró Albiol. Esta frase, pronunciada ante las cámaras con la suficiencia de quien cree estar del lado correcto de la historia, condensa la filosofía política de una administración que ha hecho del hostigamiento a las personas migrantes su principal seña de identidad. No estamos ante una gestión municipal incapaz de dar respuesta a un problema complejo. Estamos ante una estrategia deliberada de crueldad administrativa diseñada para obtener réditos electorales a costa de los cuerpos más vulnerables.
El instituto B9 fue ocupado en junio de 2023 por personas que habían sido expulsadas de otros asentamientos informales de la ciudad. Muchos de ellos ya habían sobrevivido a tragedias anteriores. En diciembre de 2020, un incendio en una nave del barrio del Gorg acabó con la vida de tres personas migrantes que malvivían en condiciones similares. Aquel episodio debería haber servido como punto de inflexión para que las administraciones abordaran con seriedad la situación de quienes, atrapados en el limbo de la Ley de Extranjería, no pueden acceder al mercado laboral formal ni al de la vivienda. Las llamas de aquella noche iluminaron brevemente la miseria estructural que el sistema prefiere mantener en la oscuridad. La respuesta institucional fue el olvido. Cinco años después, bajo el mandato de Albiol, la política municipal hacia estas personas se ha endurecido hasta alcanzar niveles que organismos internacionales califican de violación de derechos humanos.

El 19 de diciembre, dos días después del desalojo, los relatores de Naciones Unidas para el derecho a la vivienda y los derechos de los migrantes, Balakrishnan Rajagopal y Gehad Madi, emitieron un comunicado condenatorio. «Desalojar a una persona en pleno invierno y dejarla sin hogar constituye una grave violación del derecho a una vivienda adecuada», señalaron. Añadieron que desalojar repetidamente a personas sin ofrecerles alternativas puede constituir un «trato cruel, inhumano o degradante», estrictamente prohibido por el derecho internacional. Los expertos de la ONU denunciaron además el «discurso estigmatizador» de las autoridades locales, que durante meses habían descrito a los habitantes del B9 como delincuentes y traficantes de drogas sin aportar prueba alguna.
La respuesta de Albiol a la condena de Naciones Unidas fue en su línea. «No pierdo ni un minuto con esta gente», declaró a los medios. «Debe ser una broma», escupió, cuestionando que la ocupación ilegal merezca la protección de los derechos humanos. Esta postura, que equipara la pobreza extrema con la delincuencia y descarta las advertencias de organismos internacionales con displicencia, ejemplifica el tipo de político que ha encontrado en el discurso antimigración un rentable nicho electoral. Albiol no es un gestor desbordado por las circunstancias. Es un estratega que ha calculado fríamente que la crueldad hacia las personas negras y pobres genera más votos de los que resta.
Resulta imposible analizar lo ocurrido en Badalona sin recurrir al pensamiento de Frantz Fanon. El psiquiatra martiniqués describió con precisión quirúrgica los mecanismos mediante los cuales el sistema colonial despoja de humanidad a los colonizados para justificar su sometimiento. En «Los condenados de la tierra», Fanon explica cómo la deshumanización no es un efecto colateral del sistema, sino su condición de posibilidad. Para explotar a un ser humano hasta el límite, primero hay que convencerse de que no es del todo humano. Cuando Albiol describe a los habitantes del B9 como una «fuente de inseguridad» que «hace la vida imposible» a los vecinos, está ejecutando esa operación ideológica. Cuando afirma que estas personas, al no poder trabajar legalmente, acaban viviendo de «cometer delitos», está criminalizando la pobreza que el propio sistema produce.
La realidad de los desalojados desmiente punto por punto la narrativa del alcalde racista. Mattah, uno de ellos, lleva diez años en España. Llegó de Senegal y encadenó trabajos precarios que al principio le permitían pagar una habitación en un piso compartido. Hace dos años perdió el empleo y con él cualquier posibilidad de acceder al mercado de la vivienda, donde el racismo inmobiliario cierra las puertas a quienes tienen la piel del color equivocado. «Nos echan por negros y por pobres», resume con una lucidez que los comunicados oficiales jamás alcanzarán. Mamadou trabaja desde hace años limpiando una residencia de ancianos. Justo cuando regresaba de visitar a su familia en Senegal tras ocho años sin verla, se encontró con el desalojo. Este domingo le toca ir a trabajar. Sus compañeros españoles celebrarán la Nochebuena con sus familias. Él pasará la víspera bajo el puente de una autopista.
Porque esa ha sido la deriva de los acontecimientos. Tras ser expulsados del instituto, medio centenar de personas instalaron tiendas de campaña en la plaza contigua. La Guardia Urbana les impidió encender hogueras para calentarse y les prohibió cocinar. El viernes, otro operativo policial les desalojó de la plaza. Se refugiaron entonces bajo el puente de la salida 210 de la autopista C-31, a doscientos metros de donde fueron expulsados. Allí han pasado las últimas noches, empapados por las lluvias torrenciales que han azotado la zona, con una alerta de Protección Civil en sus teléfonos móviles. Albiol ya ha anunciado que tampoco les permitirá quedarse ahí. «No se permite la acampada en nuestra ciudad», ha declarado. La pregunta que el alcalde no responde es dónde exactamente pueden existir estas personas.
Mientras las instituciones ejecutan su coreografía de crueldad, la solidaridad ciudadana ha emergido como un contrapeso. Vecinos y vecinas de Badalona han llevado mantas, comida, ropa y tiendas de campaña. El colectivo Cuineres per la Pau ha preparado comidas calientes. Justícia i Pau Badalona ha lanzado un llamamiento para encontrar familias dispuestas a acoger temporalmente a algunas de estas personas. Jimena Silva, activista que acompaña a jóvenes subsaharianos de los asentamientos de la ciudad, ha acogido por segunda vez a Abdul, a quien conoció en 2022 cuando se quemó la nave donde vivía. La Generalitat de Catalunya y varias entidades sociales han alcanzado un acuerdo para acoger a quince personas en una parroquia cedida por el Obispado. Quince de cuatrocientas. Las matemáticas del abandono institucional.

Dentro de tres días, el país celebrará la Nochebuena. Las familias se reunirán alrededor de mesas abundantes para conmemorar, según la tradición cristiana, el nacimiento de un niño en un pesebre porque no había lugar para él en la posada. La ironía resulta insoportable. Younnouss Dramé, uno de los desalojados, lo expresó con la precisión de quien ha comprendido las contradicciones del sistema. «Jesús era amigo de los pobres, pero ellos hacen una obra del diablo. Nos echan y luego se proclaman cristianos. No puedo entender eso». La brecha entre los valores que esta sociedad dice profesar y las prácticas que ejecuta contra los más vulnerables ha alcanzado dimensiones obscenas.
El caso del B9 es la expresión más descarnada de un racismo institucional que opera a múltiples niveles. La Ley de Extranjería condena a cientos de miles de personas a la irregularidad administrativa, privándolas del derecho al trabajo legal y convirtiéndolas en mano de obra explotable en sectores que los trabajadores autóctonos rechazan. El mercado inmobiliario, impregnado de discriminación racial, les cierra el acceso a la vivienda incluso cuando disponen de ingresos. Las administraciones locales, lejos de paliar estas injusticias, las agravan con políticas de acoso sistemático. Y cuando estas personas, empujadas a la infravivienda por un sistema que les niega cualquier alternativa digna, ocupan un edificio abandonado para no dormir en la calle, el peso de la ley cae sobre ellas con toda su fuerza.
Hay un nuevo umbral que hemos cruzado como sociedad. Ya no se trata de la indiferencia ante el sufrimiento ajeno, que por desgracia es antigua. Se trata de la instrumentalización activa de ese sufrimiento con fines políticos. Albiol no desaloja a cuatrocientas personas a pesar de que quedarán en la calle, sino precisamente porque quedarán en la calle. El espectáculo de la expulsión, las imágenes de familias con maletas caminando bajo la lluvia, los antidisturbios cargando contra activistas solidarios, todo ello constituye un mensaje electoral dirigido a un sector del electorado que ha aprendido a canalizar su frustración hacia abajo en lugar de hacia arriba. Cada cuerpo negro tiritando bajo un puente es un voto potencial para quienes prometen más dureza contra la inmigración. La crueldad no es un efecto secundario de estas políticas. Es su producto principal.
Esta Nochebuena, mientras encendemos velas y cantamos villancicos, varias decenas de personas dormirán bajo el cielo en Badalona. No porque no existan recursos para albergarlas, sino porque un alcalde ha decidido que su desamparo le resulta políticamente provechoso. La moralidad de una sociedad no se mide en sus declaraciones de principios, sino en el trato que dispensa a quienes carecen de poder. Por ese baremo, lo ocurrido en Badalona retrata una sociedad enferma de racismo, adicta al chivo expiatorio, incapaz de mirar a los ojos a quienes ha condenado a la intemperie y reconocer en ellos la humanidad que compartimos. Simba, otro de los desalojados, lo resumió con una frase que debería grabarse en la conciencia colectiva. «Yo dormiré en Badalona, pero en la calle, porque no voy a desaparecer». Esa determinación de existir pese a todo, de resistir la invisibilización, de afirmarse como ser humano ante un sistema que le niega esa condición, es la respuesta más poderosa al proyecto deshumanizador que ejecutan políticos como Albiol. No van a desaparecer. Y nosotras tampoco vamos a dejar de nombrar lo que está ocurriendo.
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