viernes, diciembre 5

La falacia de la opresión inversa convierte al poder en víctima

En una intervención reciente en los Desayunos Informativos de Nueva Economía Fórum, Cayetana Álvarez de Toledo afirmaba que «si hoy no te llaman facha, no eres nadie», y que «la palabra antifascista es sinónimo de intolerante, incluso de violento».

En esa frase aparentemente provocadora se esconde una operación ideológica que ya es muy vieja: la inversión de los términos. Convertir al agresor en víctima, al defensor de la libertad en perseguidor. Es la versión refinada de lo que en el pensamiento crítico llamamos la falacia de la opresión inversa.

Cuando una figura política de la derecha presenta el antifascismo como una forma de violencia, está utilizando una estrategia discursiva calculada para desactivar la memoria histórica, relativizar el fascismo y banalizar sus consecuencias. Porque si el antifascista es el intolerante, entonces el fascista pasa a ser una opinión más. Y cuando todo se reduce a una cuestión de opiniones, el peligro deja de tener nombre.

El falso equilibrio moral

Álvarez de Toledo no habla de antifascismo en abstracto. Lo hace en el contexto de una polémica concreta: la presencia en las universidades de figuras como Vito Quiles, un personaje que se presenta como periodista mientras dedica su actividad a amplificar discursos de odio, a acosar públicamente a mujeres, migrantes y personas LGTBI, y a promover narrativas abiertamente antidemocráticas. Este 12 de noviembre, Quiles intentó celebrar un acto en la Universidad Complutense de Madrid, en el campus de Somosaguas, que fue cancelado tras la movilización de centenares de estudiantes que coreaban «¡Fuera fascistas de la universidad!». Pero de eso no se habla. El discurso mediático dominante prefiere centrarse en quienes protestan, a los que llama «violentos» o «radicales», para evitar mirar de frente a la infiltración de la extrema derecha en los espacios públicos y educativos.

Cuando una sociedad empieza a equiparar al antifascista con el fascista, está entrando en el terreno del cinismo moral. Se trata de un viejo truco retórico. Si ambos extremos son malos, el centro —ese espacio cómodo donde nunca pasa nada— se convierte en la única posición razonable. Pero la historia no se sostiene desde la equidistancia. El fascismo no es una idea que merezca debatirse. Es una maquinaria que, cada vez que se normaliza, destruye vidas.

La trampa del «todos oprimen a todos»

Desde los años noventa, los movimientos de extrema derecha en Europa y América Latina han desarrollado una narrativa que dice que ahora los verdaderos censurados son ellos. Lo llaman «corrección política», «dictadura progre» o «pensamiento único». En realidad, lo que sienten es pérdida de impunidad. Durante siglos han hablado sin contradicción. Hoy, cuando la sociedad empieza a ponerles límites éticos, lo viven como persecución.

Este es el corazón del mito de la opresión inversa. Si todo el mundo puede oprimir, entonces nadie oprime. Pero la opresión no se mide por lo que una persona siente, sino por las estructuras de poder que la sostienen. Un antifascista no tiene el poder del Estado, del ejército ni de los medios para imponer su visión. Un fascista, en cambio, aspira justamente a controlar esas estructuras para anular la disidencia. No son simétricos. Nunca lo fueron.

Pensadores como Frantz Fanon ya explicaron que la violencia política no es la misma cuando viene del opresor que cuando surge como respuesta al dominio. Fanon escribió que no son iguales los actos del colono y los del colonizado. La filósofa bell hooks lo resumió de otra forma: los grupos dominantes siempre intentan redefinir la resistencia como agresión. Y Sara Ahmed habló de cómo el poder usa las emociones —como el miedo o la incomodidad— para recentrar el sufrimiento en el sujeto privilegiado, transformando su malestar en un espectáculo político.

Eso es exactamente lo que hace Álvarez de Toledo, desplaza el foco. Ya no hablamos de la violencia fascista, sino de la incomodidad de quienes son cuestionados. Esa es la verdadera inversión: el lenguaje del poder robando las palabras de la resistencia.

Nombrar el fascismo no es intolerancia

Defender la democracia no es intolerancia. Poner límites al odio no es censura. Quienes hoy pretenden equiparar antifascismo con fanatismo están intentando borrar la frontera moral que separa la defensa de la vida del culto a la violencia.

Decir «no» al fascismo no es una actitud extremista, es una forma mínima de ética. Y si una sociedad empieza a ver ese «no» como un problema, lo que tiene ya no es pluralismo, es anestesia moral.

El antifascismo no es odio, es memoria. Y lo que incomoda no es su tono, sino la evidencia de que el fascismo sigue vivo, disfrazado de opinión.

Redacción Afroféminas



Descubre más desde Afroféminas

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Deja un comentario

Descubre más desde Afroféminas

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo

Verificado por MonsterInsights