jueves, noviembre 21

¿Acaso no soy yo una víctima?


Escribo este artículo un dieciséis de noviembre de dos mil veinticuatro, la última vez que  lo hice eran estas mismas fechas del año dos mil veinte. Los dos últimos artículos que  escribí planteaban dos preguntas “¿Ha sido todo escuchado?” y “¿Dónde termina mi raza y dónde empiezo yo?” en este punto cuatro años después son preguntas que me siguen  bombardeando la consciencia, se me siguen antojando cuestiones actuales a pesar de  haber pasado cuatro años, y lo que es peor, saber que es un sentimiento generalizado con  las luchas sociales: cuando las injusticias no remiten es imposible dejar de sentir presentes cuestiones anteriores.  

En noviembre de dos mil veinte nos encontrábamos en una situación similar: acabábamos  de vivir una pandemia que había dejado miles de muertos y estábamos viviendo un trauma  social. A día de hoy, estamos enfrentado las consecuencias de los estragos que la DANA  y la irresponsabilidad política causaron en Valencia. Ambas tragedias están marcadas por  la violencia racista, en la primera el odio hacía personas asiáticas se disparó y en esta  segunda vemos como los barrios de población mayoritariamente gitana, musulmana y  migrante son menos atendidos.  

Estos acontecimientos han sido ampliamente cubiertos por el periodismo en todas sus  formas y la pandemia inspiró relatos literarios, desde los testimonios de víctimas de la  propia enfermedad o del propio sistema hasta las ficciones más distópicas. Es en la  literatura del género testimonial en la que me gustaría centrarme a lo largo de este  artículo. Últimamente parece haber una crítica hacia la literatura testimonial que escriben  las víctimas por parte de la Academia, poniendo en duda su valor literario, pero a mi me  gustaría preguntarme por qué nos molesta que las víctimas escriban y cuenten porque son  víctimas y sobre todo qué es una víctima, quién lo es.  

En los movimientos sociales, económicos, políticos como el feminismo o el antirracismo  hablamos de sujetos políticos porque defienden su calidad de personas activas y  necesarias de la sociedad con unos derechos de forma inalienables y que deben ser  protegidos en su plano real.  

Para encontrarnos en este punto hemos pasado por siglos y siglos de violencia que se  manifestaba a través de victimarios concretos en tantas ocasiones y de forma tan  generalizada que el sistema, conformado por personas concretas en base a ideologías  pensadas por gente concreta, generó y asentó unos mecanismos concretos para legitimarla y continuarla. Estas personas concretas que establecieron las estructuras de poder como  gobiernos funcionales eran los victimarios, no las víctimas. Insisto en el uso de la palabra  “concreta” porque al hablar de sistemas y estructuras el pensamiento conduce a entes  abstractos que no pueden asumir responsabilidad, pero es importante conocer que, aunque  la política necesite de generalidades hay sujetos que pueden asumir responsabilidades de  ello. No podemos deshumanizar ninguna de las formas de la violencia. 



Por todo esto debemos reconocer el doppelgänger: para ser sujeto político de un  movimiento, debes ser inherentemente una víctima de la opresión a la que responde. La  clave de este artículo, de esta reflexión es reconocer, reconocernos, como víctimas con la  pluralidad en la que existimos. Es una clave social y también literaria porque si hablamos  de literatura testimonial de las víctimas las estamos admitiendo como sufridoras de una  violencia, admitimos la existencia violencia. En este sentido al hablar de políticas de la  cancelación también reconocemos de un modo u otro a los victimarios. Porque no se  puede cancelar nada que no se hubiese aceptado antes. En un sentido más materialista uno no puede cancelar la suscripción a Netflix si no la ha contratado antes. Como sociedad  hemos consumido mucha cultura de los agresores antes de cancelar la suscripción. 

La literatura es la manifestación previa de mentes individuales que termina por  convertirse en una consciencia colectiva. En ese sentido ¿qué ocurre cuando no podemos  encontrar manifestaciones por escrito de esos testimonios individuales que han existido a  lo largo de toda la vida? Bell Hooks en su ensayo Acaso no soy yo una mujer manifiesta  y deja por escrito la compleja tarea de documentación que supuso escribirlo porque la 

Historia sobre mujeres negras no existe. Por el contrario, Mary Wollstonecraft cuando  escribió «Vindicación de los derechos de la mujer» tenía historias, narraciones, poemas  sobre la situación precaria de las mujeres que habían vivido antes que ella como «La ciudad  de las damas» de Christine de Pizan.

Wollstonecraft pudo juntar documentos previos,  analizar su propio entorno y reflexionar acerca de su propia experiencia para escribir el  manifiesto que critica el «Emilio» de Rousseau y pone fecha de inicio al Feminismo como  movimiento colectivo y que problematiza la diferencia entre los géneros como algo  cultural y no como una condición natural. Hooks, casi dos siglos después, apenas tenía  un tercio de bibliografía.  

Aquí hay dos víctimas que escriben, en «La próxima vez el fuego» de James Baldwin, en  «Una nueva forma de escribir mi nombre» de Audre Lorde, «Hija de inmigrantes» de Safia El Aaddam, «Hija del camino» de Lucía Mbombio se cuentan otras tres. En este párrafo hay  cinco víctimas y en, lo que a géneros literarios se refiere sin tener en cuenta las  hibridaciones, dos: el ensayístico y la autoficción. Y sin embargo en todas ellas subyace  (o aparece explicito) un testimonio de víctima: de violencia simbólica, de género,  institucional…  

Desde la perspectiva academicista podríamos analizar los métodos de construcción del  argumento, de la estética, la locuacidad de sus postulados o las novedades que plantean  en el panorama literario. Teniendo en cuenta que toda obra escrita tiene la capacidad  autorreflexiva de redefinir su género, podemos y debemos; así como también es nuestra  misión dejar que sean el grueso del público decida que necesita. En muchas ocasiones desde la Academia hemos criticado la obra de un escritor que finalmente ha sido  canonizado, en ocasiones vamos más despacio. 

No obstante, subestimarnos, entendiendo a las estudiantes de literatura como parte de esta  institución por su fuerza como agentes de cambio, es un error teniendo en cuenta que  nuestro objeto de trabajo es cultural, a través de la academia se termina de asentar lo que  para el público es alta o baja cultura. Hablamos de géneros, razas o etiquetas como  constructos sociales y culturales, por tanto, no podemos obviar la diferencia notable y  evidente entre la pluralidad que se da en la realidad y lo homogéneo que es nuestro canon  literario. Las identidades desde donde se entienden todas estas cuestiones se construyen  en base a la cultura que nosotros catalogamos. Si ensalzamos solo obras coloniales, en  una sociedad globalizada, las sociedades colonizadas entenderán que su lugar en  el mundo es uno inferior y violento. Así lo expresó Baldwin en su carta anteriormente  citada: “(…) el mundo cuenta con innumerables maneras de hacer que esa diferencia se  conozca, se perciba y se tema. Mucho antes de que un niño negro perciba la diferencia, e  incluso antes de que la entienda, ya ha empezado a reaccionar frente a ella, ya ha empezado a verse controlado por ella.” La literatura es una de esas formas y por ello  tenemos la responsabilidad de ensalzar, de estudiar y analizar obras que muestren a las  víctimas, así como también lo es mirar nuestra tradición occidental y cuestionar la  violencia cultural y dar voz y reconocimiento y lugar a academicistas y críticos más  cercanos a esa perspectiva que nosotras mismas.  

Estamos en un proceso de democratización de los medios de publicación y de escritura  (al menos en los países del norte global) y esto hace que exista mucha más literatura, ni  mejor ni peor, pero muchísima más, apenas la podemos digerir. Pero esta democratización  de los medios democratiza también el acceso a la escritura, democratiza y amplía los  temas. Ahora mismo el sistema cultural está traspasando su propiedad de los victimarios  a las víctimas. Este nuevo gran mercado de literatura y este cambio de paradigma supone  también la “cancelación” de otros, es un motivo por el que la academia no puede quedarse  fuera de la rueda de la actualidad: esa cancelación tiene que ser apoyada por nosotras para  erradicar esa violencia cultural, a la que me he referido con anterioridad, para que no se  pierda una calidad literaria, pero sí que se reenfoque.  

Al fin y al cabo, la literatura siempre ha ido ligada a las necesidades sociales, en  momentos de incertidumbre política ha triunfado el terror y en momentos de  asentamientos de nuevos gobiernos el ensayo. Ahora lo que necesitamos las víctimas es  poder reconocernos entre nosotras a través de cierto grado de ficción para entender que  aquello que nos sucede no es una fantasía, y así en algún momento dejar de ser víctimas. 

Ante las preguntas de “¿Ha sido todo escuchado?” y “¿Dónde termina mi raza y dónde empiezo yo?” añado esta: ¿Acaso no soy yo una víctima? Esta nueva literatura testimonial no es  un reclamo moral para enseñar a los victimarios como actuar, como sentir o cómo  gobernar; es una revolución necesaria, esto es una cuestión de poder que no se puede  compartir, como tampoco se puede prolongar la victimización y las continuas  revictimizaciones. Nuestra raza, una identidad política, es algo de lo que no nos podemos  desligar y es nuestro derecho apropiarnos de nuestra historia. Si la historia siempre la  escriben los vencedores, definitivamente este es el momento en el que nos colocamos la  corona de laurel.




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