Escribo este artículo un dieciséis de noviembre de dos mil veinticuatro, la última vez que lo hice eran estas mismas fechas del año dos mil veinte. Los dos últimos artículos que escribí planteaban dos preguntas “¿Ha sido todo escuchado?” y “¿Dónde termina mi raza y dónde empiezo yo?” en este punto cuatro años después son preguntas que me siguen bombardeando la consciencia, se me siguen antojando cuestiones actuales a pesar de haber pasado cuatro años, y lo que es peor, saber que es un sentimiento generalizado con las luchas sociales: cuando las injusticias no remiten es imposible dejar de sentir presentes cuestiones anteriores.
En noviembre de dos mil veinte nos encontrábamos en una situación similar: acabábamos de vivir una pandemia que había dejado miles de muertos y estábamos viviendo un trauma social. A día de hoy, estamos enfrentado las consecuencias de los estragos que la DANA y la irresponsabilidad política causaron en Valencia. Ambas tragedias están marcadas por la violencia racista, en la primera el odio hacía personas asiáticas se disparó y en esta segunda vemos como los barrios de población mayoritariamente gitana, musulmana y migrante son menos atendidos.
Estos acontecimientos han sido ampliamente cubiertos por el periodismo en todas sus formas y la pandemia inspiró relatos literarios, desde los testimonios de víctimas de la propia enfermedad o del propio sistema hasta las ficciones más distópicas. Es en la literatura del género testimonial en la que me gustaría centrarme a lo largo de este artículo. Últimamente parece haber una crítica hacia la literatura testimonial que escriben las víctimas por parte de la Academia, poniendo en duda su valor literario, pero a mi me gustaría preguntarme por qué nos molesta que las víctimas escriban y cuenten porque son víctimas y sobre todo qué es una víctima, quién lo es.
En los movimientos sociales, económicos, políticos como el feminismo o el antirracismo hablamos de sujetos políticos porque defienden su calidad de personas activas y necesarias de la sociedad con unos derechos de forma inalienables y que deben ser protegidos en su plano real.
Para encontrarnos en este punto hemos pasado por siglos y siglos de violencia que se manifestaba a través de victimarios concretos en tantas ocasiones y de forma tan generalizada que el sistema, conformado por personas concretas en base a ideologías pensadas por gente concreta, generó y asentó unos mecanismos concretos para legitimarla y continuarla. Estas personas concretas que establecieron las estructuras de poder como gobiernos funcionales eran los victimarios, no las víctimas. Insisto en el uso de la palabra “concreta” porque al hablar de sistemas y estructuras el pensamiento conduce a entes abstractos que no pueden asumir responsabilidad, pero es importante conocer que, aunque la política necesite de generalidades hay sujetos que pueden asumir responsabilidades de ello. No podemos deshumanizar ninguna de las formas de la violencia.
Por todo esto debemos reconocer el doppelgänger: para ser sujeto político de un movimiento, debes ser inherentemente una víctima de la opresión a la que responde. La clave de este artículo, de esta reflexión es reconocer, reconocernos, como víctimas con la pluralidad en la que existimos. Es una clave social y también literaria porque si hablamos de literatura testimonial de las víctimas las estamos admitiendo como sufridoras de una violencia, admitimos la existencia violencia. En este sentido al hablar de políticas de la cancelación también reconocemos de un modo u otro a los victimarios. Porque no se puede cancelar nada que no se hubiese aceptado antes. En un sentido más materialista uno no puede cancelar la suscripción a Netflix si no la ha contratado antes. Como sociedad hemos consumido mucha cultura de los agresores antes de cancelar la suscripción.
La literatura es la manifestación previa de mentes individuales que termina por convertirse en una consciencia colectiva. En ese sentido ¿qué ocurre cuando no podemos encontrar manifestaciones por escrito de esos testimonios individuales que han existido a lo largo de toda la vida? Bell Hooks en su ensayo Acaso no soy yo una mujer manifiesta y deja por escrito la compleja tarea de documentación que supuso escribirlo porque la
Historia sobre mujeres negras no existe. Por el contrario, Mary Wollstonecraft cuando escribió «Vindicación de los derechos de la mujer» tenía historias, narraciones, poemas sobre la situación precaria de las mujeres que habían vivido antes que ella como «La ciudad de las damas» de Christine de Pizan.
Wollstonecraft pudo juntar documentos previos, analizar su propio entorno y reflexionar acerca de su propia experiencia para escribir el manifiesto que critica el «Emilio» de Rousseau y pone fecha de inicio al Feminismo como movimiento colectivo y que problematiza la diferencia entre los géneros como algo cultural y no como una condición natural. Hooks, casi dos siglos después, apenas tenía un tercio de bibliografía.
Aquí hay dos víctimas que escriben, en «La próxima vez el fuego» de James Baldwin, en «Una nueva forma de escribir mi nombre» de Audre Lorde, «Hija de inmigrantes» de Safia El Aaddam, «Hija del camino» de Lucía Mbombio se cuentan otras tres. En este párrafo hay cinco víctimas y en, lo que a géneros literarios se refiere sin tener en cuenta las hibridaciones, dos: el ensayístico y la autoficción. Y sin embargo en todas ellas subyace (o aparece explicito) un testimonio de víctima: de violencia simbólica, de género, institucional…
Desde la perspectiva academicista podríamos analizar los métodos de construcción del argumento, de la estética, la locuacidad de sus postulados o las novedades que plantean en el panorama literario. Teniendo en cuenta que toda obra escrita tiene la capacidad autorreflexiva de redefinir su género, podemos y debemos; así como también es nuestra misión dejar que sean el grueso del público decida que necesita. En muchas ocasiones desde la Academia hemos criticado la obra de un escritor que finalmente ha sido canonizado, en ocasiones vamos más despacio.
No obstante, subestimarnos, entendiendo a las estudiantes de literatura como parte de esta institución por su fuerza como agentes de cambio, es un error teniendo en cuenta que nuestro objeto de trabajo es cultural, a través de la academia se termina de asentar lo que para el público es alta o baja cultura. Hablamos de géneros, razas o etiquetas como constructos sociales y culturales, por tanto, no podemos obviar la diferencia notable y evidente entre la pluralidad que se da en la realidad y lo homogéneo que es nuestro canon literario. Las identidades desde donde se entienden todas estas cuestiones se construyen en base a la cultura que nosotros catalogamos. Si ensalzamos solo obras coloniales, en una sociedad globalizada, las sociedades colonizadas entenderán que su lugar en el mundo es uno inferior y violento. Así lo expresó Baldwin en su carta anteriormente citada: “(…) el mundo cuenta con innumerables maneras de hacer que esa diferencia se conozca, se perciba y se tema. Mucho antes de que un niño negro perciba la diferencia, e incluso antes de que la entienda, ya ha empezado a reaccionar frente a ella, ya ha empezado a verse controlado por ella.” La literatura es una de esas formas y por ello tenemos la responsabilidad de ensalzar, de estudiar y analizar obras que muestren a las víctimas, así como también lo es mirar nuestra tradición occidental y cuestionar la violencia cultural y dar voz y reconocimiento y lugar a academicistas y críticos más cercanos a esa perspectiva que nosotras mismas.
Estamos en un proceso de democratización de los medios de publicación y de escritura (al menos en los países del norte global) y esto hace que exista mucha más literatura, ni mejor ni peor, pero muchísima más, apenas la podemos digerir. Pero esta democratización de los medios democratiza también el acceso a la escritura, democratiza y amplía los temas. Ahora mismo el sistema cultural está traspasando su propiedad de los victimarios a las víctimas. Este nuevo gran mercado de literatura y este cambio de paradigma supone también la “cancelación” de otros, es un motivo por el que la academia no puede quedarse fuera de la rueda de la actualidad: esa cancelación tiene que ser apoyada por nosotras para erradicar esa violencia cultural, a la que me he referido con anterioridad, para que no se pierda una calidad literaria, pero sí que se reenfoque.
Al fin y al cabo, la literatura siempre ha ido ligada a las necesidades sociales, en momentos de incertidumbre política ha triunfado el terror y en momentos de asentamientos de nuevos gobiernos el ensayo. Ahora lo que necesitamos las víctimas es poder reconocernos entre nosotras a través de cierto grado de ficción para entender que aquello que nos sucede no es una fantasía, y así en algún momento dejar de ser víctimas.
Ante las preguntas de “¿Ha sido todo escuchado?” y “¿Dónde termina mi raza y dónde empiezo yo?” añado esta: ¿Acaso no soy yo una víctima? Esta nueva literatura testimonial no es un reclamo moral para enseñar a los victimarios como actuar, como sentir o cómo gobernar; es una revolución necesaria, esto es una cuestión de poder que no se puede compartir, como tampoco se puede prolongar la victimización y las continuas revictimizaciones. Nuestra raza, una identidad política, es algo de lo que no nos podemos desligar y es nuestro derecho apropiarnos de nuestra historia. Si la historia siempre la escriben los vencedores, definitivamente este es el momento en el que nos colocamos la corona de laurel.
Amira Far
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