Siguiente… ¡SIGUIENTE!
“Dale boluda, que te toca vos” le escucho decir a Noelia mientras intento calmarme del ataque de risa y camino hacia el mostrador. La verdad que ni me acuerdo de qué hablábamos que me causó tanta gracia y que no podía parar de reír- alguna tontería del momento, típica de adolescentes.
Me adelanto en forma intuitiva y cuando alcanzo al mostrador ella ya me estaba mirando; admito que no recuerdo si la saludé o no (posiblemente un “hola” muy seco) pero extiendo mi brazo entregándole la carpeta transparente con la que venía jugando y me quedo mirándola expectante. Repetí, en definitiva, lo que minutos antes vi hacer a mis otros compañeros de curso, un acto mecánico: revisión de documentación, un casillero más en la maquinaria burocrática de un trámite. En la fila, además de Noelia, aún quedaban bastantes compañeros, tantos que podía escuchar el murmullo de varias conversaciones a la vez mezclándose con risas ahogadas. Ella, quien me miraba del otro lado de esa mesa alta de madera, era intrascendente, no me acuerdo un solo detalle de cómo lucía. Si bien pasaron los años y llega un punto donde la memoria empieza a jugar juegos con nosotros agregando o removiendo cosas, con ella siempre fue igual: nunca la recordé. Su respuesta, a diferencia de mí gesto, no fue mecánica, más bien todo lo contrario; sin agarrar la carpeta que le extendía, me mira fijo y me dice: “La fila para extranjeros es por allá”. Esas 7 palabras retumbaron en mis oídos, las entendí-por supuesto- pero por algún motivo no terminaba de darles forma, se me escapa su significado; escupo, sin pensarlo demasiado, un “¿Qué?”. Ella, rápida de lengua suelta un: “¿No me entendiste, nena? Que la fila para extranjeros es por allá, esta es la fila para AR-GEN-TI-NOS”. Enfatiza cada sílaba de la palabra “argentinos”, porque aparentemente asumió también que, además de extranjera, tenía problemas para oír (mi cara atónita, seguramente no ayudaba a indicar lo contrario). No hubiera tenido ningún problema en ir a la fila para extranjeros si ese fuera mi caso, pero me encontraba en la fila correcta; el tema es que para ella resultaba inverosímil lo que estaba viendo, porque quien estaba parada frente a ella, no condecía con lo que se entiende por “argentinos”; porque en Argentina, no hay negros.
Pienso mil pensamientos a la vez, no quería responder de ninguna forma que pudiera ser percibida como ofensiva – a diferencia de lo que ella estaba haciendo conmigo, porque no nos olvidemos que como mujer negra no cuento con el privilegio de enojarme sin ser percibida como el estereotipo de “la mujer negra enojada” – pero tampoco quería darle entidad a su suposición así que lo único que articulé a decirle fue un simple: “Yo soy argentina”. Esto claramente no la conforma y, por el contrario, se avivan y confirman todos los prejuicios que ella ya tiene sobre las personas negras y nada de lo que yo pueda decirle o mostrarle significa algo, porque ella ya lo decidió: yo no puedo ser negra y argentina. “Bueno, pero tenes que haber nacido acá. Allá, es la fila para extranjeros” vuelve a decirme, pero esta vez enfatiza el “acá” y el “allá”, como líneas territoriales que separa el “ella, blanca” y “vos, negra”. Me acomodo mi camiseta y enderezo mi espalda buscando intentar sonar convincente y segura (aclaración: lo más convincente y segura que una adolescente haciendo un trámite puede llegar a sonar), escucho la voz de mi abuela retumbar en mi cabeza; mi abuela siempre me impartió máximas de vida en momentos ridículamente opuestos al peso de lo que buscaba transmitirme, quizás será por eso que tardé años en darme cuenta cuánta sabiduría -aprendida desde el dolor – encerraban sus palabras. “Cuando te quieran pasar por arriba, Pollita, y creéme cuando te digo que te va a pasar, jamás bajés la mirada. ¿Me escuchaste? Jamás. Vos los mirás fijos a los ojos y les haces entender que estás ahí parada, firme”, me dijo mientras acomodaba un florero en la mesa del comedor de mi casa. Acordándome de ese florero celeste, tomo aire buscando mi voz: “Discúlpeme, pero no me está entendiendo. Soy argentina, vengo a hacer la renovación del documento. Acá tiene la carp…”. Me interrumpe con un gesto de descarte con las manos: “A ver, querida, naturalizada no cuenta. Haceme el favor y anda a aquella fila”.
Se me cierra la garganta. Ese fue el momento en el que algo terminó de encajar (o des-encajar mejor dicho) en mí. Era el 2004, habían pasado pocos meses de mi cumpleaños número 16, edad en la que, en Argentina, por ley, todas las personas tienen que renovar su Documento Nacional de Identidad (DNI). Mi colegio, situado en un barrio de clase media-alta de Buenos Aires, quedaba a pocos metros de uno de los Centros de trámite, y como todos teníamos que renovarlo ¿qué mejor que ir toda la clase y hacernos compañía en la espera? Mi mamá también estaba ahí, y si bien no era necesario contar con su aval para la renovación, como, además, yo iba a adicionarme su apellido, se acercó para firmar los papeles pertinentes. Su consultorio, quedaba a 10 minutos caminando.
Esta no es la primera vez que alguien me increpa por mi negritud – preguntarme hasta el hartazgo de “¿dónde es tu familia?” para entender cómo es que soy negra y tengo un acento tan porteño, en definitiva, cómo y porqué existo en este suelo. ¿Me pregunto si acaso alguna vez una persona blanca ha sufrido un interrogatorio de su línea familiar, por parte de un desconocido, que necesita entender por qué, cómo y bajo qué contexto habita este mundo? Como si la existencia humana no fuera lo suficientemente angustiante que, además, tengo que justificar ante una persona intrascendente mi derecho de ser y estar.
La intrascendente empleada me vuelve a mirar alzando las cejas, claramente, reforzando su afirmación y desechándome con los ojos. Ese gesto, chiquito, intrascendente como ella, pero tan condescendiente, cargado de prejuicio y discriminación, me destrabó la garganta; me vuelvo a acordar de mi abuela y esta vez no bajo la mirada, se la retruco y la apunto con la carpeta, con una voz partida por la angustia y la frustración, sin poder manejar los matices o la compostura y en una cadencia de menor a mayor exclamo: “Hagame el favor Ud., señora, de agarrar la carpeta y mirar los papeles. Nací y me crié en Argentina, acá, en Buenos Aires. Mi mamá (y la señalo) también nació y se crió acá. Mi papá también. Adivine, ¿qué? Mis abuelas, abuelos, bisabuelos, tatara-abuelos, también, todos nacieron en este país. SI DE ARBOL GENEALÓGICO SE TRATA, TE ASEGURO QUE YO SOY MÁS ARGENTINA QUE VOS. ASÍ QUE DEJÁ DE DECIRME DE DONDE SOY Y MIRA LA PUTA CARPETA”
Se queda con los ojos y la boca abierta, no emite sonido. No esperaba que dijera nada (nunca esperan que digas nada) y la noto claramente ofendida. Levanta los ojos, toma aire y cuando está a punto de largar su veneno, un hombre la interrumpe y, aclarándome que es el Coordinador del Área, me pregunta si hay algún problema. No me di cuenta cuándo ni cómo llegó, pero mamá ya estaba parada a mí lado, su brazo rozando el mío. La señora intrascendente se dirige al Coordinador, pero esta vez soy ya la que no la deja terminar (me rehusé a que ella tenga voz) y empiezo, rápido y sin aire, a explicarle al Coordinador del Área que yo estaba ahí para renovar el DNI y que ella no me quería tomar el trámite; ella niega tal acusación y argumenta que me estaba aclarando cómo se organizaban las filas. Mamá, estaba a punto de saltar a su yugular -por supuesto- pero roja de ira no la dejo, la paro con el brazo y miro al Coordinador fijo a los ojos, como me enseñó mi abuela: “Por favor, mire esta carpeta, tiene DNI original con partida de nacimiento en la Ciudad de Buenos Aires y esta ridícula me quiere decir donde nací porque nunca vio a una persona negra en Argentina.” Con tono ofendido, la intrascendente se defiende “Disculpame un segundito, no me digas ridícula que yo en ningún momento te falté el respeto”. “Ah, ¿te parece que no?”, replico fascinada ante su estupor.
El Coordinador toma la carpeta y sin necesidad de abrirla pudo comprobar que la documentación estaba en orden: en definitiva, si no hubiera sido por mí color de piel, ya me encontraría afuera del recinto, haciendo bromas con mis compañeros de curso. Mamá y yo lo seguimos hasta una oficina y, mientras ingresaba mi trámite, el Coordinador del Área no levantó nunca la mirada, tampoco hizo ningún comentario en relación lo que sucedió minutos antes y ni mucho menos emitió unas disculpas. ¿Las esperaba? Claramente, no. Dichosa tenía que sentirme que me hayan tomado el trámite.
Esta no fue ni la primera ni la única vez que me enfrenté con una situación de discriminación racial, pero definitivamente sí fue la más violenta manifestación del racismo estructural que impera en la Argentina. La salida fácil es reducir todo a una “empleada racista” pero esta empleada (que claramente es racista y xenófoba, de eso no queda duda) replica lo que viene escuchando por canales oficiales, se siente avalada en su discriminación, porque hasta el año 2013 (cuando se instituye el Día Nacional del Afroargentino/a y la cultura Afro) el discurso oficial del Estado Nacional era “en la Argentina no hay población negra”. La empleada de la fila de al lado, posiblemente, hubiera hecho lo mismo, porque el racismo y la xenofobia de esa empleada intrascendente está sostenido por el racismo estructural y sistémico del Estado Nacional; racismo estructural que se sigue sosteniendo al día de hoy porque no basta con poner una fecha de conmemoración y reflexión, es necesaria una reparación histórica al colectivo afro-argentino por parte del Gobierno, para saldar la deuda que nos borró de la historia nacional.
Nunca fui extraña al racismo, pero sí tardé en comprender cómo éste formaba parte de mi vida diaria. Si bien el espejo no miente y soy negra con todas las letras, reconozco que me tomó tiempo auto percibirme como tal. El haber crecido con ciertos privilegios no económicos (aunque nunca me faltó nada) pero sí sociales (tuve acceso a oportunidades que la mayoría de la población de Argentina no tiene, sobre todo en materia de educación)- me ubicó en una burbuja que, comparándome con otras mujeres afrodescendientes de este país, me hizo sentir que “no la tuve tan difícil, che”. Sin embargo, esa burbuja en la cual crecí, con el tiempo me di cuenta que me aislaba y oprimía. Siempre fui la única chica negra en cualquier ámbito que me encontrase, en el salón de clases, en mi círculo de amigos, en un autobús o en la fila para hacer un trámite; las miradas de reojo siempre estuvieron presentes, así como los comentarios sobre mí pelo. Me descubrí transitando y procesando, sola, situaciones que otras han podido contar con el apoyo de un colectivo de hermanas; y, tardé en reconocer que muchas actitudes y expresiones que me generaban incomodidad extrema y a mis amigas blancas no (porque, tristemente, no tengo amigas negras) no se trataban de “rarezas mías” sino que eran micro racismos tan arraigados en la sociedad, que ya se toman como normales y hasta yo, como ya los tengo internalizados me inventé una serie de plantillas de respuestas “políticamente correctas” lindas, bonitas y prolijas cual filtro de Instagram, porque, a veces, esa respuesta es la división entre mi seguridad o la exposición al peligro. Pero a veces, como esa tarde del 2004, estas frente a ataques racistas tan grandes como la herida que infligen; y lo más difícil, en un país como Argentina, es hacer entender a la población blanca el odio y la discriminación detrás de sus palabras porque ¿cómo se entabla un diálogo con una persona que desde la estructura estatal le inculcaron una narrativa opresiva que borró a una parte importante de la población argentina y, que a través de esta “narrativa oficial”, la hizo acreedora de un privilegio, el privilegio blanco, el cual se transformó en parte intrínseca de su personalidad y, que sin siquiera reconocerlo, continúa replicando y reproduciendo en forma constante?
Esa tarde, la burbuja se terminó de resquebrajar. Mamá me contuvo a la salida, pero se tuvo que ir a trabajar y me quedé esperando junto al resto de mis compañeros, todos blancos, a que salgan los últimos para ir a pasar el resto de la tarde al Centro Comercial. Cuando llegué a casa, diviso en el comedor el florero celeste y llamo a mi abuela – hablamos un largo rato. Al día siguiente, definitivamente, empecé a mirar al mundo a través de sus comentarios.
Agostina Yannone
Afroargentina, 7ma generación.
Profesional de Relaciones Públicas y Comunicaciones de Marketing. Viajera.
Twitter: agosyannone
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