«¡Mora!». ¿Qué significa en realidad? «Que es del norte de África». Leí, pero no comprendí. Tendría diez años, o menos, y aquellos niños no eran mucho mayores. No creo que se pararan a pensar en mis raíces, lo dijeron por el simple hecho de ofender, pese a que la propia palabra no es un insulto. Y me ofendí. Lo recordé, se quedó grabado. No lo recuerdo con rencor, tan sólo con lástima.
Al fin y al cabo eran sólo niños, querían llamar la atención y replicaron lo que creían que era un insulto. Lo tendrían que haber escuchado antes, de la boca de algún familiar, asumo. Y eso es lo que me preocupa. Mi pueblo era un pueblo de moros, la mayoría llegados en pateras. Si los adultos no los respetan, en un futuro habrá una masa de niños racistas que no sabrán convivir con buena mitad del pueblo. Los moros se podrán juntar con otros moros, dado su número, pero tendrán más dificultades para adaptarse al país desconocido. No obstante, en aquel momento mi mente no llegaba tan lejos. Tan sólo llegó a mi cabeza la duda: «Yo no soy mora, pero se piensan que sí porque soy negra. ¿Son los moros malos? ¿Qué es ser moro?». Pensé que algo tendría que haber de malo en los moros, porque a aquellos niños parecían no gustarles. La duda se disipó con los años, pero el recuerdo perduró.
Llega la adolescencia, y esta vez otra pregunta aparece: «¿Somos los negros peores que los blancos?» surgida por algo tan superficial como no llamar la atención de los chicos. Un «Sólo las chicas blancas interesan» sumado al mordaz comentario de «Normal, si a las negras no nos pueden ni ver». Cualquier excusa es buena para eludir la posibilidad de que simplemente sea fea. Fui racista conmigo misma. «Una negra racista» me jactaba, irónica.
Fue una época oscura (mi yo pasada comentaría: «Oscuro tiene una connotación negativa, ¿es que no hay nada bueno con ser negro?»), repleta de desprecio, odio y rencor hacia mí y mis seres queridos. No quería salir a la calle, recordaba a los niños del pueblo y, cada vez que pasaba junto a un grupo de adolescentes que reían, creía que se reían de mí. Todas mis amigas tenían algún que otro pretendiente, y yo no («¿Por qué? Por negra»).
Curiosamente, y al contrario de lo que otras afroféminas han declarado, la objetivización de los blancos (o no negros) hacia mis rasgos afrodescendientes («¡Oh, qué pelo más bonito!», junto con su respectiva caricia a mis rizos; «Me encanta tu piel de ébano, tiene un color precioso» ; y, por último, «Mira el culillo respingón de negra, ¡qué envidia! Y el cuerpo de negra… ») me ayudó a salir de aquella espiral de odio racial y autodesprecio. Los halagos siempre aumentan la autoestima de alguien, pero aquellos que nos objetivizan como personas afrodescendientes, aquellos que son ofensivos aunque no lo resulten, me ayudaron a abrazar mi afrodescendencia, para hoy, poder juzgarlos sin recelos.
Fui racista, sí, pero eso me ayudó a crecer. Y no me arrepiento de nada.
Marta
Afrofémina
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