sábado, diciembre 21

Mi Pelo Malo


La película Pelo Malo que yo vi en el cine no es la misma que vieron mis amigos, ni la que vieron las personas que estaban en la sala y seguramente no es la misma Pelo Malo que vieron ustedes.

La historia de Junior es la historia de miles de personas: la del cabello crespo suelto, la del ondulado-rulito-aplacado, la del desrizado, la del churco rebelde, la del afro que no se moja, la del pelo impecable de plancha y secador, la del cationico y la keratina y hasta la del cabello liso baba. Es la historia de las condiciones.

La condición de lidiar con lo que ves en el espejo. La condición de crecer en una casa con carencias. La condición de que te guste precisamente lo que el mundo grita que no debería gustarte. La condición de ser pobre. La condición de que tu mamá no te quiera.



En mi Pelo Malo vi todo eso y más. Me vi 22 años atrás confundida ante la envidia de una amiguita con la que crecí porque a los 11 años ella no podía ser tan flaca como lo era yo en ese entonces.
También vi a mi vecino de la infancia que era increíblemente talentoso para dibujar pero abandonó el liceo a los 13 años porque su mamá se dio cuenta de que jamás dibujaba niñas y le dijo a los hermanos mayores que “le dieran una pela” si lo veían en el patio viendo a los varones. Y los hermanos lo hicieron con la autoridad respectiva en plena hora de recreo.

Y me vi en 1992, flaquita y con unos dientotes, anotada en la lista de los que se iban a sacar la foto anual de 4to grado.

Yo, versus mi pelo malo frente al espejo.

-“A fin de mes viene el señor a tomar la foto. Se vienen bien bonitos ese día”- dijo la maestra Carmen.
Yo quería tener pollina. Todos los días al arreglarme para ir a la escuela soñaba que cuando me recogieran el cabello para hacerme la trenza que casi me llegaba a la cintura pudiera ver en mi cara una pollina.



Mi tía era peluquera y asumí que tenía la solución a mis problemas. “Hazme una pollina para la foto de la escuela”, le dije y me senté en la silla para que ocurriera el milagro de las tijeras.
Me soltó la melena que difícilmente se aguantaba con una cola y me dijo tajante: “Gabrielita, hija, con ese pelo ¿de dónde te saco una pollina? Ese pelo no es de pollina”.
Quedé devastada. Jamás había sentido tanta frustración.

Ella me vio la cara de me-quiero-morir y me asomó una posible solución: “bueno… te podemos echar un ablandador de ondas para cortarte un mechoncito adelante y te lo secamos el día de la foto”.
Mi mamá siempre tan coherente en hacer un buen trabajo se negó rotundamente a saltarse las etapas. Nada de secadores, ni químicos, ni cosas raras. “Ella es una niña perfectamente sana, nada malo tiene”. Con eso sentó su posición firme y se acabaron los abogados de mi causa.


La niña Gabriela Rojas

Pero yo no iba a rendirme tan fácilmente. Eran cuatro años de fotos escolares y yo sin mi pollina. Ese era el año. Y fue.

Dos días antes de la foto hice mis cálculos, medí el volumen suficiente que necesitaba para que el largo mechón se convirtiera en pollina, lo sostuve con un gancho y le di el tajazo.
No ocurrió la magia. El pelo no cayó sobre mi rostro perfectamente cuadrado y liso haciendo el marco de mi frente. Nada de eso. El pelo brincaba por todos lados, se enrolló en su máxima expresión, se puso pomposo, subió y me quedó una especie de esponja sobre la cara.

Lloré mucho. Un largo rato hasta que mi abuela se dio cuenta, me ayudó a limpiar el desastre en el baño, me echó agua en el intento fallido de pollina, la puso para un lado y para el otro, buscó un ganchito y me acomodó el pelo de manera que pudiese aguantar lo más decente posible hasta que nuevamente me creciera ese pedazo.

Ella sonrió sin burlarse y llamó a mi mamá. Mi mamá sonrió sin regañarme y midió la magnitud de la tragedia. “No pasa nada hija, el pelo crece. Lo que no podemos negar es que tienes un estilo diferente al de todos los años así que no te vas a ver igualita”.
Medio resignada y triste decidí que no podía hacer nada pero que igual me iba a tomar la foto. Y así salí: con la pollina que no fue.

22 años después volví a llorar con Junior y su cabeza llena de aceite aunque la risa dominara la sala.

Allí supe que yo no estaba viendo la misma película. Y más tarde entendí que tampoco fue la misma que vieron mis amigos. En 93 minutos vi mucho más que mi Pelo Malo.

Gabriela Rojas

Periodista venezolana



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