Furcia
Estaba contenta. Salía del trabajo tras 12 horas pero había cumplido objetivos. Al día siguiente podría entrar más tarde.
Los relojes marcaban las 22:00 y del asfalto de la Gran Vía madrileña salía fuego. Turistas y locales ocupaban la calle tratando de encontrar el aliento que sus hoteles y viviendas les negaban. La calle estaba en plena ebullición.
Yo iba hablando por teléfono mientras me dirigía a la boca de metro, contando mis andanzas diarias a una amiga cuando, de repente, un tipo pasó por mi lado, muy cerca y me llamó furcia. No lo dijo muy alto pero a mí me sonó a alarido furioso. Quizá porque su ojos y su voz rebosaban asco y lujuria. Después, giró la cabeza de nuevo y continuó su tranquilo paseo como si yo fuera una estatua de piedra con los mismos sentimientos que una ídem...