Mi cabello: Transiciones
Cuando miro las fotos de mis primeros años de vida, no puedo evitar enfocar mi mirada en la abundante cabellera riza que lucía desde que nací. Más allá de fijarme en otros rasgos fenotípicos o buscar mis parecidos con mi madre, mi padre o mis hermanos, mi pelo me invita a reflexionar sobre cómo se sobrevive la negritud en Puerto Rico.
Todavía, recuerdo el olor de la pomada que mi madre se untaba en la mano para aplicármela en el cabello y facilitar la ejecución de las tres trenzas que me hacía. Siempre, combinaba los accesorios que me ponía en el cabello con mi ropa.
En una ocasión, mami estaba convaleciendo en un hospital, y la tarea de peinarme recayó en mi abuela paterna. Abuela Gilia, una mujer mestiza que siempre llevó su cabello natural, me apretaba las trenzas al punto que me provocaba dolor de cabeza.
En otras ocasiones, mi abuela materna se ofrecía voluntariamente a peinarme. Decía que mi mamá no sabía hacerlo y que me peinaba “por encima”; como decimos en Puerto Rico, dejándome “el tostón” en las raíces. Mi abuela materna, doña Prin, siempre ha llevado su cabello alisado. A sus 86 años, se rehúsa a conocer su textura natural.
De manera que para evitar mis quejas por los halones y apretones de una abuela, y las críticas de la otra, mami optó por alisarme el cabello cuando comencé primer grado. Desde pequeña, a mi madre, le pasaban la peinilla caliente y luego crema alisadora. Para ella, nuestras texturas necesitaban de procesos químicos. Además, había un deseo de protegerme del hostigamiento racial al que podía ser víctima en la escuela. En aquellos años, no comprendíamos que el cabello no es el único marcador racial en Puerto Rico ni fuera del archipiélago, pero el alisado se asociaba con limpieza, cuidado y profesionalismo. Jamás, culparé a mi madre por haber tomado la decisión de alisarme. A fin de cuentas, muchas de las memorias que guardo con ella tienen que ver con nuestros cabellos. Atesoro muchos recuerdos de los momentos en los que me alisaba y me hacía rolos; a ella, yo le alisaba el pelo, se lo cortaba, se lo pintaba de negro y se lo peinaba con secador y plancha. Aquellos eran espacios madre-hija que desde 2010 extraño con locura. Al menos, mi madre fue testigo de mi primer gran corte (2005) y siempre respetó mis decisiones cuando mantenía mi cabello al natural.
Meses antes de morir, mi madre se negó a que yo la peinara; a pesar de que ambas nos habíamos dado cuenta de que ella estaba perdiendo el cabello a consecuencia de la quimioterapia. La llevé al salón de belleza. La estilista le cortó las puntas del pelo aguantando las ganas de llorar. Si le lavaba el pelo, su clienta iba a salir del salón calva. Finalmente, mi papá le rapó la cabeza a mi mamá. Juntas fuimos a comprar una peluca. Con esa peluca, enterramos los restos de mi madre. El pelo, también, nos unió en aquella etapa tan dolorosa.
En 2006, cuando me fui a vivir al estado de Texas, EE. UU., me hice trenzas por primera vez. Cuando llegué al humilde salón de belleza, no sabía nombrar qué estilo quería. Las mujeres africanas que me atendieron no podían dar crédito a mi desconocimiento. Tuve que decirles que en Puerto Rico nunca me había trenzado el pelo con “corn rows” ni “box braids”. Parecía increíble ver a una mujer visiblemente negra desconocer sobre los peinados que se asocian con su cabello natural.
Llevo catorce años en un viaje en el que he transitado de vuelta al alisado, a las trenzas, al gran corte, al texturizador…
Al momento de escribir estas líneas llevo trece meses desde que me hice un gran corte. Todavía, no conozco mi tipo de rizo ni cómo cuidarlo apropiadamente. En Puerto Rico, cada día, está creciendo más la industria de la belleza especializada en cabellos afrorizados porque cada vez más personas –particularmente mujeres afrodescendientes- están llevando sus cabellos al natural. Sin embargo, todavía existe el hostigamiento racial que se expresa sugiriendo que el pelo natural no es profesional, que hay que “peinarlo” y “arreglarlo”, y en códigos de vestimenta que prohiben peinados y estilos asociados con texturas rizadas y ensortijadas.
A la presión social, se le suman los altos costos de los productos, los trenzados y extensiones y los cuidados que requieren nuestras texturas. Sin duda, la industria de la belleza es una lucrativa, y para muchas mujeres racializadas como no-blancas- el cuidado del cabello se convierte en una inversión para la que no siempre hay presupuesto.
Así que de tener el cabello al natural de infante, pasé al alisado por más de dos décadas de mi vida; luego de un gran corte, decidí trenzar mi cabello con extensiones. Posteriormente, recurrí a cremas para texturizar, alisar con cremas desrizadoras, técnicas brasileñas y hasta botox. Volví a cortar, a texturizar y trenzar. Y de nuevo con el cabello al natural, reafirmo que a pesar de todas las transiciones mi autoidentificación e interpelación como mujer negra siguen intactas. Claro, los prejuicios y el discrimen raciales, también, siguen intactos.
Mi cabello: ¡No toque!
En 2018, al joven atleta afroestadounidense Andrew Johnson, una mujer blanca le cortó los dreadlocks públicamente como requisito para practicar lucha. Esa imagen perturbadora y dolorosa contrasta con la imagen de una mujer policía visiblemente negra acomodándole el pelo a Amber Guyger, una mujer policía estadounidense blanca acusada de haber asesinado a su vecino negro.
Llevar el cabello al natural no ha sido una decisión fácil. Una se enfrenta a múltiples presiones que laceran la voluntad de utilizar el cabello como una herramienta política y celebratoria de visibilización de la negritud y de contestar los estereotipos de belleza eurocéntricos. En primer lugar, vienen los comentarios despectivos de la familia o de las parejas: ¿No te vas a arreglar el pelo? ¿Te peinaste? ¿Vas a salir así? ¡Estás “esmoruzá”! ¿Qué te hiciste en el pelo? ¡El pelo malo hay que esconderlo! A estas expresiones nefastas, se le suman los registros en los aeropuertos. En dos ocasiones que he llevado mi cabello afro, me han registrado el pelo al pasar los controles de seguridad del aeropuerto de Austin, Texas. ¿Por qué mi pelo es una amenaza? ¿A qué otras personas les registran sus cabellos? Ni hablar de cómo el cabello se convierte en un elemento que descalifica en los espacios de trabajo.
Es necesario que nos eduquemos con respecto a nuestros cabellos; particularmente, cambiaría la percepción propia y de la sociedad saber cómo el cabello de nuestrxs ancestrxs negrxs sirvió de arma para sobrevivir la esclavización: guardando semillas y trazando rutas para el cimarronaje.
Cuando alguien intente tocar su cabello o lo haga sin su consentimiento, dígale: ¡No toque! Merece la pena que hablemos de nuestros pelos con nuestras familias, nuestras parejas –que a veces desconocen qué hay debajo de trenzas, extensiones y pelucas-, nuestras amistades – que ignoran las implicaciones de nuestros rituales de belleza-, y que no nos quedemos calladas cuando nos hagan comentarios ofensivos que nos incomoden. Hablar sobre el pelo afrorizado y nuestras experiencias como cuerpas racializadas da paso a que dejemos de criminalizar a quienes deciden utilizar productos químicos para alisar sus cabellos, y empecemos a acompañar en los procesos de cada una con sus propios cabellos. Hablar de nuestros pelos –con distintas texturas y rizos- nos ayuda a crear sororidades de mujeres negras, a aprender unas de las otras y a tejer redes para co-inspirarnos para lucir con orgullo nuestras marantas. Que el cabello sea un espacio de conversación para educar, sanar, respetar y celebrar.
Bárbara I. Abadía-Rexach, Ph.D.
Comunicadora & Antropóloga Afrojíbara, Afroboricua & Afrofeminista Negra, Librana, Libre y Desobediente
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