lunes, mayo 12

Seis días de Furia: Los disturbios de Los Ángeles de 1992


El 29 de abril de 1992, tras conocerse el veredicto de absolución de cuatro policías blancos acusados de golpear brutalmente al joven afroestadounidense Rodney King, la ciudad de Los Ángeles estalló en llamas. Durante seis días, miles de personas —en su mayoría negras y latinas— salieron a las calles llenos de ira, como respuesta a décadas de abandono, racismo institucional, violencia policial y pobreza estructural. Aquel estallido no fue espontáneo ni sin sentido: fue una revuelta alimentada por generaciones de frustración e injusticia acumulada.

Aunque los disturbios fueron recogidos por la prensa con imágenes espectaculares de incendios, saqueos y enfrentamientos, su historia más profunda se cuenta en las vivencias concretas de las personas que los protagonizaron y los sufrieron. En los rostros de los que perdieron sus casas, los que intentaron mediar entre bandos, los que actuaron por desesperación y también en quienes, como Rodney King, vieron su cuerpo convertido en símbolo de un dolor colectivo.

La sentencia que encendió la mecha

La historia que detonó los hechos ya era conocida por el país entero. Rodney King, un hombre negro de 25 años, fue detenido tras una persecución por las autopistas de Los Ángeles. Cuando finalmente se rindió, fue rodeado por agentes del departamento de policía de Los Ángeles que lo golpearon durante más de un minuto con porras y patadas, mientras él permanecía indefenso en el suelo. El hecho fue grabado desde el balcón por un vecino, George Holliday, y difundido a través de los noticieros, generando una ola de indignación en todo el país.

Pero el 29 de abril de 1992, después de un juicio trasladado al suburbio blanco de Simi Valley, un jurado sin personas negras declaró inocentes a los policías. En ese momento, en las calles del sur de Los Ángeles, algo se rompió.


Fotogram del vídeo de la paliza a Rodney King donde se ve a la policía golpeándolo brutalmente.

Una de las imágenes más potentes de aquel primer día fue la agresión televisada a Reginald Denny, un camionero blanco que fue sacado de su vehículo en la intersección de Florence y Normandie por un grupo de jóvenes afroamericanos enfurecidos. Las cámaras de helicóptero captaron cómo uno de ellos le arrojaba una piedra de gran tamaño en la cabeza, dejándolo inconsciente. Denny fue hospitalizado con graves lesiones, pero sobrevivió. Lo que no mostraron las cámaras fue lo que ocurrió después: un grupo de residentes negros, encabezados por Bobby Green Jr., Terri Barnett, Lei Yuille y Donnie Williams, arriesgó su vida para sacarlo de allí y llevarlo en su coche al hospital. Este hecho, a menudo silenciado, demostraba que incluso en medio de la rabia, existía humanidad y compasión entre las propias comunidades que estaban siendo desbordadas por la violencia y los disturbios.

Otra historia que relacionada con la ira desatada es la de Latasha Harlins, aunque su muerte había ocurrido un año antes. En marzo de 1991, esta joven negra de 15 años fue asesinada de un disparo en la cabeza por Soon Ja Du, una comerciante coreano-estadounidense que la acusó falsamente de intentar robar un zumo de naranja. El vídeo de vigilancia mostraba que Latasha había dejado el dinero en el mostrador. La asesina fue condenada, pero no pasó ni un día en la cárcel. La comunidad negra recibió esta liberación como una prueba más del desprecio sistemático hacia las vidas negras. Cuando los disturbios comenzaron en 1992, muchos de los negocios destruidos eran precisamente tiendas coreanas en barrios negros, señal de una tensión étnica que el Estado había ignorado por completo.



En las noches siguientes al veredicto, barrios como South Central, Koreatown y Crenshaw ardieron. A la falta de una respuesta del gobierno local, se sumó el vacío dejado por la policía, que se retiró de vastas zonas de la ciudad. La responsabilidad de la seguridad cayó sobre los propios vecinos. Algunos grupos de coreano-estadounidenses, abandonados por las autoridades, se armaron con rifles y escopetas para defender sus negocios. Uno de ellos fue Richard Rhee, dueño de una ferretería en Koreatown, quien pasó días durmiendo dentro de su tienda, armado, sin saber si vería amanecer.

En medio del caos, hubo familias enteras atrapadas en sus hogares. La señora Angela Phillips, madre de tres hijos, vivía en Watts y contó años después cómo pasaron dos días sin poder salir, con las ventanas cubiertas por humo y el sonido de disparos durante la noche. No tenían luz ni agua, y temían tanto a la policía como a los saqueadores. «Ese fue el momento en que sentí que esta ciudad nos había abandonado por completo», diría en un testimonio recogido por el LA Times.

El 1 de mayo, el gobernador Pete Wilson declaró el estado de emergencia y desplegó a más de 4,000 efectivos de la Guardia Nacional. En los días siguientes, llegaron tropas federales: marines, soldados del ejército y fuerzas del orden del gobierno federal ocuparon las calles, con tanques y vehículos blindados patrullando las avenidas principales.

Cuando finalmente se declaró el fin de los disturbios, el saldo era devastador: 63 muertos, más de 2,300 heridos y casi 12,000 arrestos, en su mayoría personas racializadas. Más de 1,100 edificios fueron destruidos, y se estimaron pérdidas superiores a los 1,000 millones de dólares. El sur de Los Ángeles tardaría décadas en recuperarse.

Las secuelas

Tras los disturbios, dos de los policías —Stacey Koon y Laurence Powell— fueron finalmente condenados en un segundo juicio por violaciones a los derechos civiles y sentenciados a 30 meses de prisión. Rodney King recibió una compensación de 3.8 millones de dólares, pero jamás encontró la estabilidad que necesitaba para luchar contra sus adicciones. Fue arrestado varias veces y murió en 2012, ahogado en su piscina.

Durante los disturbios, King había aparecido en televisión pronunciando una frase que se volvería icónica: «Can we all get along?» (¿Podemos llevarnos todos bien). Para algunos, fue una súplica por paz. Para otros, una muestra dolorosa del peso que recaía sobre las víctimas para pedir calma incluso en medio de su propio sufrimiento.

La ciudad de Los Ángeles también comenzó a cambiar. Daryl Gates, el polémico jefe del LAPD conocido por su estilo agresivo y racista, fue obligado a dimitir. Se iniciaron reformas internas y programas comunitarios, aunque muchos los consideran cosméticos. La desconfianza entre comunidades racializadas y la policía continúa hasta hoy.

Aquellos terrible días quedaron plasmados en la cultura popular a través de películas, documentales, música y arte. Spike Lee, Tupac o N.W.A., abordaron el dolor colectivo y la ira y el fuego que se apoderaron de la ciudad aquellos días. Queda la historia real, la de una ciudad empujada a la locura por su racismo estructural, y la de los hombres y mujeres —como Bobby Green o Angela Phillips— que vivieron en carne propia lo que significa habitar la frontera entre resistencia y abandono.

Hoy, más de tres décadas después, los nombres han cambiado, pero las razones siguen intactas en Estados Unidos. Ferguson, Baltimore, Minneapolis. Cada nuevo caso de brutalidad policial nos devuelve a la memoria aquel año 1992. Y cada vez que la justicia falla, vuelven los viejos fantasmas. Es la consecuencia lógica de un sistema que no escucha hasta que le obligan a hacerlo.

Redacción Afroféminas



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