Barco negrero o barco de esclavos era los nombres que se usaban para designar a los navíos dedicados al traslado de personas esclavizadas desde África hacia América, principalmente, en lo que se llamó el comercio triangular y que fue producto de la terrible trata transatlántica, cuyas víctimas recordamos el 25 de marzo.
Las expectativas de beneficio que provocaba este comercio de personas hicieron que cualquier tipo de embarcación se empleara con este fin, sin considerar si cumplía las condiciones de navegabilidad y habitabilidad necesarias para el largo trayecto. Su tamaño más habitual se situaba entre las 100 y las 200 toneladas y en ellas podían hacinarse hasta 400 hombres y mujeres.
Cuando los cautivos llegaban a las embarcaciones en la costa africana, tras ser sacados a la fuerza de sus aldeas, los traficantes los mantenían allí encadenados a la espera de que llegaran nuevos presos, donde podían esperar de tres hasta seis meses. La idea era multiplicar al máximo la capacidad de los navíos dividiendo el espacio hasta extremos mínimos. Todo ello no hizo sino provocar condiciones higiénicas inhumanas, deshidratación y todo tipo de enfermedades entre la población a bordo, así como una alimentación reducida a gachas de maíz, habas, mijo, etc., una o dos veces al día, con suerte.
Todo ello incrementó la tasa de mortalidad entre un 15 y un 33%, pese a los esfuerzos de los esclavistas por mantener con vida a las personas esclavizadas con el fin de sacar mejor provecho de ellas.
A bordo, los hombres, que generalmente permanecían todo el viaje desnudos, ocupaban la parte de proa del barco; las mujeres formaban el tercio de la carga e iban en la parte de popa; mientras los niños se quedaban en el centro de la nave. A veces se los obligaba a viajar siempre sobre un lado, replegados sobre sí mismos, sin poder estirar los pies, lo que les causaba úlceras en su cuerpo o desgarros por las cadenas. Y así pasaban varios meses antes de abordar el continente americano.
Las bodegas también eran empleadas para albergar esclavos, encadenados unos a otros por muñecas y tobillos. En ellas no entraba la luz ni el aire fresco y eran obligados a sentarse sobre sus propias heces, orina y vómitos.
Un medio para conseguir que no murieran y mantuvieran el tipo físico consistió en obligarlos a subir a cubierta para que cantasen y bailasen, por supersticiones de los europeos y por su deseo de humillarlos aún más. Si ellos se negaban a participar en estas actividades eran duramente golpeados a latigazos. Como permanecían encadenados, cuando se movían las muñecas y tobillos se quedaban en carne viva. Otro método de provocarles sufrimiento consistía en obligarlos a bañarse o lavarse en barriles con agua de mar.
Ante estas circunstancias, muchos esclavos enloquecían o se suicidaban, bien tirándose por la borda o bien negándose a comer. Para que no lo hicieran se utilizaba el speculum oris, un aparato de tortura para abrirles la boca y meterles el alimento con un embudo. Los capitanes mandaban a azotar a quienes se negaban a comer u ordenaban que les quemaran los labios para que les sirviera de escarmiento.
Bajo estas condiciones, las pérdidas humanas no dejaban de crecer. A la hambruna y el martirio físico y psicológico, se sumaban las múltiples enfermedades a las que estaban expuestos. La disentería y otros trastornos intestinales eran las causas de muerte más comunes, además de la malaria, la fiebre amarilla y otras enfermedades respiratorias. Los capitanes solían tirar al mar a los primeros enfermos, aunque el contagio era imposible de parar. También los arrojaba por la borda si era preciso aligerar la carga o si escaseaban el agua y los víveres.
Además, a algunos cautivos se los obligaba a trabajar en tareas como limpiar los espacios de sus compañeros o vaciar los calderos de materia orgánica y fecal. Las mujeres, por su parte, se ocupaban de la preparación de la comida, pero muy a menudo eran fruto de violaciones por el capitán y la tripulación.
Cuando la embarcación iba llegando a su destino, los marineros debían preparar a las personas esclavizadas para su venta. Les quitaban los grilletes para curar las rozaduras, los limpiaban y afeitaban a los hombres, al mismo tiempo que teñían de negro sus cabellos para potenciar su virilidad y juventud y les untaban el cuerpo con aceite de palma. Asimismo, mejoraban la ración de agua y comida para que tuvieran mejor aspecto, o, incluso, los drogaban para que al llegar a puerto lucieran saludables. Su calvario comenzaba entonces un nuevo capítulo.
La venta de los cautivos era un momento determinante. Para el capitán suponía el fin de la campaña, ya que tras ello volvían al puerto de origen cargados de productos de las colonias. El éxito de la travesía para ellos se medía en la ganancia que conseguían por la venta de aquellos seres humanos. Los que no podían ser vendidos, fuera cual fuera el motiva, eran abandonados a morir a su suerte.
Para los esclavos estos barcos eran, por tanto, lugares de tortura física y psicológica. Desde el comienzo de la travesía suponían un medio de transporte totalmente desconocido para ellos, aunque habían escuchado muchos rumores sobre la peligrosidad que se les asociaba, con lo cual su acercamiento a las naves les causaba pánico. Pero es que, además, el trauma se acentuaba cuando son conscientes de que estaban dejando todo su mundo a atrás para llegar a un territorio desconocido y sin retorno, lo que fue causa de la destrucción de gran parte de su acervo cultural.
Todo ello provocó, como era de esperar, numerosos intentos de rebelión por los cautivos, por lo que la vigilancia por parte de la tripulación era extrema. Se estima que se produjeron al menos 493 insurrecciones en la trata atlántica, en las que participaron entre 5.000 y 100.000 personas. Una de las más conocidas es la rebelión en la nave Amistad en 1839, que constituyó un hito en la historia jurídica de los EE.UU., pues fue la primera vez que el procedimiento del habeas corpus era utilizado para proteger la libertad de los africanos. El motín del Kentucky en 1844, en cambio, se resolvió de forma sanguinaria, con la tortura y el arrojo al mar de cuarenta y seis hombres y una mujer.
La aprobación de la Ley Dolben de 1788 trató de reducir el sufrimiento de los africanos cautivos evitando el hacinamiento en las bodegas y ofreciendo suplementos a los capitanes y cirujanos que toleraran bajas tasas de mortalidad. Sin embargo, hubo que esperar varias décadas para la ilegalización de estas prácticas, aunque ello no garantizó del todo su extinción.
Los barcos negreros pasaron a ser considerados piratas y perseguidos internacionalmente a partir de 1807, como consecuencia de la legislación acordada entre los Estados Unidos y el Reino Unido. En 1815, en el Congreso de Viena, España, Portugal, Francia y Holanda también deciden eliminar el comercio con personas. Sin embargo, la consecuencia de este acuerdo fue el uso de barcos más pequeños y rápidos para evitar la persecución. Además, se hizo muy frecuente la técnica del falso abanderamiento. Este consistía en el uso de una falsa bandera a partir de 1808, cuando el parlamento británico ilegaliza la trata de esclavos. Para engañar a las flotas abolicionistas usaban la bandera española en las naves, y en ocasiones también la portuguesa. A partir de 1835, los barcos españoles hicieron lo mismo bajo la bandera de EE.UU..
En 1860 llegó a Alabama el que se considera el último barco negrero estadounidense, el Clotilde. A bordo iban más de un centenar de esclavos capturados en África. Hasta 2019 se creyó que el último superviviente de ese grupo fue Oluale Kossola, que murió en 1935, pero una investigación posterior señaló a una mujer, llamada Rodisha, como la última persona esclavizada africana, producto de la trata transatlántica, que murió en 1937.
En definitiva, estos buques no fueron exclusivamente medios de transporte dentro del sistema que suponía la trata occidental, sino que eran auténticas prisiones en las que los cautivos iban poco a poco adaptándose a la futura vida esclavizada que los esperaba al llegar a Nuevo Mundo, un espacio dominado por la violencia racial y por unas condiciones insalubres. Aunque parezca que los barcos negreros han desaparecido deberíamos replantearnos si las embarcaciones que llegan a diario a nuestras costas –los llamados cayucos o las pateras– no son sino una reproducción de aquellas naves de tortura, donde se deja a seres humanos a su suerte, una vez más, y a merced de condiciones precarias en medio del mar, víctimas de los gobiernos europeos que intentan evitar a toda costa su llegada recurriendo a una política criminal.
Natalia Ruiz-González
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