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sábado, julio 27

Cuotas de género y racismo. Nunca seremos la primera opción


Una de las herramientas más célebres en políticas de género y medidas afirmativas, responde a las cuotas de género o a las leyes de paridad, que buscan incluir determinado porcentaje de mujeres en espacios históricamente designados para varones. Y aunque parece una buena iniciativa y un instrumento útil en luchas como la brecha salarial en cuanto a género, en el fondo se encarga de posicionar a las mujeres más privilegiadas y también margina otras identidades de género fuera del binarismo varón/mujer

Medidas como éstas son propias del feminismo liberal, donde la emancipación se consigue en parte, rompiendo con la generización entre la dicotomía clásica de lo público y lo privado. Esto significa, la posibilidad de que las mujeres dejen de habitar el ámbito doméstico no remunerado y puedan desenvolverse en el ámbito público remunerado, pero ¿qué clase de mujeres son quienes tienen esas posibilidades? La mayoría de ocasiones no somos nosotras, y si estamos tan preparadas como ellas, difícilmente seremos la primera opción. 

Un ejemplo concreto de cómo estas políticas de identidad son insuficientes para las mujeres negras puede verse en las últimas elecciones legislativas en Colombia, para el año 2018. La ley que sugiere que mínimamente el 30% de las candidatas en las listas deben ser mujeres, comenzó a regir para las elecciones del 2014. Sin embargo, recién cuatro departamentos en el 2018 tuvieron una congresista mujer, dos de ellos fueron San Andrés y Providencia y Chocó (Chocó con más del 75% de población autorreconocida negra/afrocolombiana y San Andrés y Providencia con más del 25% de población autorreconocida raizal, según datos del censo 2005. Cabe resaltar que junto a Valle del Cauca, Cauca y Bolívar, San Andrés y Providencia Y Chocó son los cinco departamentos de Colombia con más población afrodescendiente). Pese al alto porcentaje de población raizal la curul en la cámara de San Andrés y Providencia fue ocupada por una candidata blanco mestiza; de 279 curules, 108 senadores y 171 representantes a la cámara, tan sólo hay dos mujeres afrodescendientes: Victoria Sandino Simanca en el Senado por el partido FARC y Astrid Sánchez Montes de Oca en la cámara por el Partido de la U. Y aunque las cifras no son alentadoras en cuestiones de género, pues las mujeres sólo ocupan el 19.7% del Congreso (10 puntos por debajo del promedio en América y casi 6 puntos por debajo del promedio mundial) si es cierto que si hacemos el ejercicio de entrecruzar el género y la etnia, las mujeres afrodescendientes apenas llegamos al 0.7% en el actual congreso colombiano. 



Es evidente que las cuotas de género son insuficientes para nosotras en tanto mujeres negras pues, tal como desarrolló Kimberlé Crenshaw cuando introdujo en la teoría feminista el término interseccionalidad, los cupos para mujeres tanto en cargos públicos como en empresas son usualmente ocupados por mujeres blancas. Si nos referimos a cargos como secretarías de género difícilmente somos la primera opción, incluso, en espacios que tratan asuntos étnicos raciales parece que ocupamos un segundo lugar, tal como sucedió en España donde la primera opción para ocupar la Dirección General para la igualdad de trato y Diversidad Étnico Racial fue una mujer blanca y hasta después de varios reclamos de organizaciones antirracistas, nuestra hermana Rita Bosaho pudo ocupar ese lugar. En espacios feministas que articulan otras luchas como el activismo lésbico, el activismo gordx o incluso, los procesos de militancia de las mujeres migrantes, nuestras voces parecen estar condenadas a la subalternidad; y además del racismo que atraviesa esos espacios hay una discusión acerca del tema de la representación. Si no ceden esos espacios, vale la pena amplificar la pregunta a que si acaso ocupáramos esos espacios, ellas se sentirían representadas, a esta cuestión la llamo la paradoja de la representación: la suposición de que las mujeres racializadas nos sentiremos representadas con las mujeres blancas, pero así mismo, no reconocernos como mujeres y distinguir nuestras preocupaciones y vivencias como ajenas a las suyas. Lo que les sucede a ellas, lo universalizan, pero lo que nos sucede a nosotras, nos pasa a nosotras y ya está, porque ellas son las mujeres, nosotras somos las negras, las indígenas, las gitanas, las asiáticas, las árabes; las mujeres son ellas, sólo se validan entre sí. 

Pensar en la inclusión de nosotras en tanto negras, y de nuestras hermanas racializadas para una diversificar las experiencias y miradas en espacios de poder implica un reto que trasciende los cupos de género, donde difícilmente somos excluidas. Si tenemos atravesadas por la clase en cuenta, que la mayoría de nuestras hermanas sufren un pobreza estructural y que hay una racialización de la clase, en tanto las personas racializadas suelen estar en la base de la pirámide, producto del empobrecimiento sistemático de sus comunidades, en el caso del Abya Yala, el abandono estatal a los territorios ancestrales negros e indígenas y en general, la ausencia de soportes básicos como la vivienda, la salud e incluso, el agua potable, imposibilitan que nuestras generaciones puedan llegar a formarse académicamente con las mismas oportunidades que las personas blancas y que en este sentido, a la hora de pensar en cuotas de género no haya una brecha irresoluble entre el currículo que ostentan las mujeres blancas y las mujeres racializadas. Esto significa que el problema trasciende las políticas afirmativas, tiene que ver con la falta de oportunidades en nuestros territorios y con las barreras, producto del racismo estructural, que encontramos al acceder a espacios históricamente negados para nosotras. No sólo no estamos, sino que se nos impide estar, mediante la producción estereotipada de las personas afrodescendientes como inhábiles de ostentar lugares históricamente blancos. En el caso de las mujeres negras, nuestra exclusión sistémica del espacio público remite a la doble negación de nuestras capacidades para estar en esos lugares, producto del machismo y el racismo que viste nuestras cuerpas negras. 

Alejandra Pretel


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