Mujer afro, de 42 años de edad. Piel negra ébano, delgada, con cabello corto en los hombros. Recogido con un turbante que permite ver su cuello largo y los huesos en donde inicia el tórax (a mi modo de ver, cuando más pronunciados son, más lindo se ve el cuello de la mujer).
Me pide que si se puede sentar un momento, pues está cansada, ya que le toco hacer muchas diligencias personales, entre esas, solicitar la resolución de no inclusión por el hecho de amenaza. Le pregunto que por cuales hechos se encuentra incluida, me indica que por desplazamiento forzado, ya que ella es una de las sobrevivientes de la masacre de “El Salado”, Departamento de Bolívar. Dejó de escribir, puesto que ella pregunta que si conozco esa historia, a lo cual le respondo que sí, debido a que esta fue una de las masacres, por las que debí hacer un ensayo en la universidad cuando cursaba mis estudios de derecho.
Ella sonríe levemente, y me dice me “imagine, como la mayoría de ciudadanos solo la conocen de oídas, de relatos, no realmente”. Me dice yo soy sobreviviente, pues yo vivía en El Salado, cuando sucedió la masacre. Fueron los ocho días de horror y terror que ningún ser humano puede soportar. Cuenta que aunque fue una de las afortunadas en salir, no se olvida del horror que vivió su amiga de pueblo, una mujer mestiza, hija de hombre afro con mujer indígena, quien además de sus facciones bonitas, poseía una larga cabellera liza. Que el día que llego el grupo armado al pueblo, el comandante venía con la información que esta mujer era novia de uno de los policías de la estación y que si ella no indicaba quien era, se atenía a las consecuencias. No sirvieron las suplicas ni el llanto de su amiga. Pues el comandante ante la negativa, la cogió del cabello; que no olvida como este hombre se envolvió el cabello en su mano, dice que le daba casi tres vueltas. La arrastró hasta el atrio de la iglesia, la desnudo completamente, y permitió que hicieran con ella de todo. Que ante tanta tortura y maltrato, su amiga murió en medio del llanto agónico de todo el pueblo, porque, no estaba permitido mientras duro la incursión del grupo armado, que nadie llorara de manera efusiva ni mucho menos se volviera solidario con sus muertos. Esto para que la gente aprendiera a no ponerse de parte del otro grupo armado.
Ella logro escapar esa noche, ayudada por su papá. Desde ese día cuenta, jamás volvió a dejarse crecer el cabello, tal vez por miedo, tal vez en honor a su amiga.
PD. La realidad supera la ficción
PD. De manera inconsciente e instintiva me agarro el cabello en una coleta
Marcela González Bonilla
Bogotá (Colombia) Abogada, trabajando con la población víctima del conflicto armado.
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