«Mirame a los ojos. Todo es blanco y negro en este mundo, como vos y como yo. Estamos completos»
Así arrancó todo. Corría una brisa envolvente en el Monte Filopapos de Atenas y ahí estábamos los dos, Amadou y yo. Nos rodeaban decenas de griegos pero estábamos solos. Fue la primera vez en mi vida que le hablé a Dios y le dije que, si existía, no tenía miedo, que me llevara. Que era feliz.
Fue el principio de un amor muy intenso que se extendió por años aunque la convivencia fue de meses. Siempre en Atenas. El, senegalés y musulmán. Yo, argentina y católica. Dos mundos en apariencia antagónicos pero unidos por nosotros.
Siempre había deseado convivir con africanos. Quizá sea una realidad o un deseo profundo que llevo conmigo desde que tengo conciencia.
En Atenas, empecé a entender lo que es ser negro. Comprendí, escuché, me entristecí varias veces. Me reí, emocioné y festejé muchísimas otras. Compartiendo días y noches con Amadou, sus amigos y conocidos, los vi.
Los vi correr con las mantas escapando de la policía.
Los vi llorar por las familias que quedaron en Africa.
Los vi negociar papeles de residencia para sobrevivir. Los escuché estafados.
Los vi compartir todo. Comer del mismo plato riquísimo como un banquete real. Dejarme la mejor parte y darme el té más rico porque yo ya era parte de la familia.
Los vi hablar y hablar y hablar. Celebrar la cultura oral como tesoro.
Los vi sonreir y reir.
Los vi rezar.
Los vi bailar y tomar y fumar para olvidar.
Los vi bailar y tomar y fumar para festejar el logro de uno.
Nunca me sentí discriminada. Siempre me preservaron y cuidaron.
Uno de los días más impactantes del tiempo compartido fue cuando dejé de ver colores para ver facciones. Fue trascendental, uno de los momentos más sorprendentes de mi vida adulta.
Corría 2011. Nunca nada volvió a ser lo mismo.
Me enamoré de Amadou, de su esencia, de su cultura, de su vehemencia para defender sus principios. «Soy africano», le decía a más de un europeo que lo miraba con cara rara. Toda una declaración de honestidad y de fortaleza.
Con Amadou nos despedimos en 2012 con la promesa de volvernos a ver. Me fui embarazada sin saberlo pero con la certeza de que él era «el» hombre. Nunca más nos vimos personalmente. De nuestro amor, nació mi hija Evangelina. La verdadera completitud. El está en Dakar y la conoce por skype. Nunca pudo venir a la Argentina ni nosotras viajar a Senegal.
Nuestra vida transcurre en Monserrat, un barrio porteño que fue ¿casualmente? un barrio de negros en tiempos coloniales.
Como madre, siento que lo estamos logrando. De a poco, pero lo estamos logrando.
Eva está insertándose positivamente en su entorno de amigos, en cada lugar al que va. Le cuenta a todo el mundo que su papá es africano y yo hago lo propio. Lo comunico así porque lo creo fervientemente: su energía arrolladora, su inteligencia, su belleza, su fuerza y su destreza, su simpatía y su resilencia, entre otras cualidades, son fruto de su 50% afro. Aunque soy corajuda y positiva, Eva me trascendió. Ahí está su papá.
Les iré contando de a poco qué pasa en Argentina con las nuevas generaciones de afrodescendientes. El camino recién empieza. Estamos dando los primeros pasos.
Valeria López
Mamá de Evangelina. Periodista y productora de TV. Creadora de los blogs Mamás Solteras Actívense y Mamá Ultimo Momento. Escribe «El Diario de Eva» en el sitio digital tn.com.ar
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