Todo lo que yo viví
Tan solo por ser mujer
La opresión y la violencia
Nadie lo puede entender
Pero esto va a cambiar
Yo me voy a organizar
Que se cuiden los machistas
Porque yo voy a luchar
ERSA se lee en el costado del micro negro en el que viajamos a Trelew. Con las piernas entumecidas llegamos a la ciudad del Encuentro Nacional de Mujeres, luego de 20 horas de viaje con tan solo dos paradas. El primer encuentro para muchas de nosotras.
Al subir al micro nos dieron dos fotocopias: un cancionero que practicamos durante todo el viaje, y las indicaciones de seguridad que se resumen en “no te quedes sola. Nunca”.
Llegamos al taller de sexualidad. Es el tercero que abren, se sumó más gente de la que esperaban. Es lo que pasa cuando se distribuyen 50 mil mujeres en 73 talleres que van desde el aborto a la aceptación del cuerpo.
Me sorprende la horizontalidad del debate, así como no hay gente dando cátedra, tampoco hay una sola respuesta. Pibas de todas las edades se turnan para hablar de sus relaciones con otras personas, consigo, sobre cómo aprendieron a disfrutar. Una de ellas levanta la mano para hablar:
-Una amiga que está en el puesto de la ESI me pidió que difunda que ayer a la noche robaron todos los materiales. Son como veinte mil pesos. Solo dejaron un pañuelo celeste atado.
-¿Qué son? ¿La mafia? –juega otra, pero muy pocas ríen.
Un galpón al cual le hace falta un par de manos de pintura contiene a unas mil personas. Afuera está todo oscuro, pero gracias a unas lamparitas que cuelgan de cables, está iluminado. De vez en cuando titilan y parece que se van a apagar. Cuesta entrar, las pibas empujan para pasar por la única puerta, en un constante recambio. Allí la marea se hace palpable.
Una señora de unos 50 años está sentada en las gradas del fondo y mira casi hipnotizada a la multitud. Tiene el pelo corto y la ropa cómoda y sucia, como la mayoría de las mujeres allí. La banda que estaba tocando termina y se baja del escenario. En medio del silencio se oye el coro “Aborto legal, en el hospital”. De pronto, ella se para. Con la mirada fija en un punto se saca la remera y deja que sus tetas caigan libres. Con sus manos en la cadera, en el punto más alto de ese galpón, inhala profundo sin esconder cómo se le hincha la panza.
Pasan los minutos.
Ella sigue firme, y nadie le presta atención. ¿Por qué habrían de hacerlo? Empieza a sonreír, y yo me veo arrastrada hacia la salida. En ningún momento notó que la observaba.
Cuando por fin llegamos a la escuela, intentamos retrasar la hora de dormir. Ya no hay aulas libres así que nos toca el pasillo. Hablamos de lo que nos pasó, lo que descubrimos. Y sin embargo, esas reflexiones llegarán recién la noche siguiente, mientras volvemos a Buenos Aires. En esos 1400 kilómetros de no hacer nada.
Sin avisar nos apagan las luces, como a los chicos. Y el sueño que tanto negábamos nos atrapa. Recorrimos toda la ciudad, desde las ferias hasta los baños de varias escuelas. En el piso de cerámica, metida en mi bolsa de dormir, escucho a una chica roncar. Cerca, otras dos pelean porque alguna se olvidó la pava. Se me cierran los ojos.
¿Cómo es una ciudad sin hombres? Más libre. Los pocos que veo desentonan con el paisaje.
Lo único que usan las pibas para arreglarse son los brillos, labiales y el pañuelo verde. ¿Será que no necesitamos nada más? Algunas vienen preparadas con moños o cintitas del mismo color. Otra vez ropa sucia y arrugada, después de tantas horas de viaje sin duchas ni depilación.
A veces cuesta identificar las imposiciones sociales. En Trelew, es fácil.
El domingo empieza de golpe. Una chica se tropieza con mi bolsa de dormir en su camino al baño. No pide perdón, ¿será el sueño o el apuro? Tal vez que a la sororidad hay que sentirla. “No somos todas hermanas por tener concha”, dijo alguien en el camino de ida.
El desayuno tarda en llegar: no hay enchufes disponibles, las pavas eléctricas no se enchufan a las zapatillas y las comunes tienen filas de 20 personas. ¿Mate? Nunca. Todas las escuelas cercanas a Trelew ceden su espacio para este evento, pero seguimos siendo más de 500 mujeres por escuela.
Esta vez vamos al taller de trabajo sexual. Cuatro horas de “Siempre con las putas, nunca con la yuta”. Las voces se baten entre si las trabajadoras sexuales son trabajadoras o esclavas de un sistema prostituyente. Creo que hay algunas pibas que están a gusto, otras no, muchas que usan el espacio para hacer catarsis. Acá es menos horizontal, las referentes de la Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina son las de la voz cantante. La frase “No te podes llamar feminista si vas en contra del deseo de otras mujeres” me queda grabada. Si es así, creo que ninguna podría serlo.
Una chica de pelo corto con el pañuelo ajustado en el brazo habla. Está en contra del trabajo sexual, dice que no es lo mismo coger que lavar los platos, que las que dicen que con los órganos sexuales se trabaja están equivocadas. Remata con: “No es lo mismo si tu viejo te enseña a los diez años a lavar que a garchar”. La miran mal. Surgen varias respuestas, pero ninguna concluyente. Y sin embargo, estamos hablando de mujeres que sólo piden obra social y jubilación por un trabajo que van a hacer de todas formas. ¿Dónde queda la sororidad si les negamos eso?
A las cinco de la tarde llega el evento más esperado, la marcha final. “Va a ser el mejor agite de sus vidas”, me anticiparon en el micro. Somos 20 cuadras de cantos, bombos y brillos. A medida que vamos caminando, nos pega cada vez más fuerte el sol en la cara, el calor se empieza a sentir. Una a una mis compañeras se van sacando la remera. Se ponen brillos en los pezones. Sonríen. Ninguno se parece a los de las revistas. Sus tetas tampoco. Sus figuras menos. Siguen sonriendo.
De pronto nos detenemos en una casa y se empieza a escuchar: “Mujer, escucha. Únete a la lucha”. En la ventana, apoyada contra unos barrotes negros, hay una señora mayor, de unos 70 u 80 años. Toda encorvada, agita fuertemente el pañuelo verde y canta con nosotras. Tiene a sus dos nietos, uno pequeño, el otro adolescente, al lado. Cantan con ella y la festejan. A veces bailan los tres juntos. La escena se repite por todo Trelew. Con ancianas y niñas.
A nuestro paso, las paredes se van llenando de graffitis. “TRANSforma el CIStema”. En contra del patriarcado, de Macri, el capitalismo y los femicidios. “El patriarcado me da patriarcadas”. Las paredes se llenan de rojo sangre para reclamar por las que no están. “Machete al machote”. No llego a ver quién los escribe.
La marcha termina tarde. Nos apuran. Reprimieron. Subimos al micro y piden que pongamos aislantes en las ventanas, ya se las rompieron a piedrazos a otras compañeras. En los noticieros la nota más difundida será que quemamos un perro. No sucedió.
Hannah Mrázek
Periodista y economista afroargentina
Buenos Aires
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Reblogueó esto en Multiversidades. Trato aquí de múltiples versiones del mundo, y lo hago desde Sarón, Cantabria, España..