viernes, noviembre 22

Que bien hablas español

Ilustración Unsplash / iStock / Lily

Hace días me ocurrió un hecho bastante cómico; estaba en mi piso de Madrid y unos chicos llamaron al telefonillo. Era extraño, pues mis compañeros no estaban. No quise abrir en un principio porque la situación no me cuadraba, pero a la cuarta o quinta vez que llamaron y al decir el nombre de uno de mis compañeros, decidí abrirles por si fuese un familiar que venía a pasar la noche y no me hubiesen avisado. Al final resultó que se habían confundido de bloque y que su amigo se llamaba igual que el mío; después de aclarar el malentendido e intercambiar unas cuantas risas, los chicos se despidieron diciéndome, y felicitando en cierto modo, lo bien que hablaba español. En ese momento no pude evitar que una llama ya conocida se hiciese hueco en mi interior, algo que expresé con una simple sonrisa y un: “Sí, es que llevo mucho tiempo viviendo aquí”. 

Este tipo de episodios, no el del telefonillo y la coincidencia de nombre de amigos sino el de la felicitación, es algo que se lleva repitiendo a lo largo de mi vida, simplemente por el hecho de ser adoptada y tener rasgos asiáticos. Al principio es algo que te da rabia o no entiendes, pues si te has criado en esta cultura y con este idioma es difícil asimilar que te sigan tratando de manera diferente que a tus amigos, ya que tú te ves igual que ellos. Sin embargo, con el paso del tiempo esto se normaliza y se asimila, convirtiéndose en algo de tu vida que simplemente admites como cotidiano. 

La visión cómica de los chinos, en parte influenciada por toda la multimedia occidental que ha reducido a este grupo de personas a personajes de parodia, es algo que se evidencia como presente en nuestra sociedad. No faltan los “oye chinita” o las risas respecto a la dificultad de pronunciar la “r”. Cuando se es adoptada esta visión cómica es también alimentada por otros comentarios y pensamientos como “¡qué gracia, una china hablando andaluz”! Esta frase me la han repetido varias veces en mi vida e incluso en ocasiones me han pedido audios para enseñar a conocidos como una “china” hablaba español con acento andaluz. Son tipos de situaciones que sí pueden sorprender si hubiese llegado hace un año a España, pero viviendo prácticamente toda mi vida aquí es algo se reduce a lo “ridículo” e “innecesario”. Con todo esto pretendo hacer referencia al tipo de situaciones incómodas que muchas veces aguantamos las personas adoptadas y que a los demás con rasgos occidentales no les ocurre. Es cierto que muchas veces, los que provocan este tipo de situación no lo hacen con mala intención, pero eso no justifica el exponernos como algo cómico a los demás y de lo que se pueda hacer mofa. 

Estas y otras situaciones son las que nos ocurre a las personas adoptadas de otro país y se pueden resumir todas ellas en la exigencia que nos impone la sociedad en la que vivimos para “demostrar” que somos de aquí. Cuando se es inmigrante de otro país también se sufre esta falta de identificación y reconocimiento, aunque en estos casos sí es cierto que se viene de otra cultura y se ha sido criado en otro ambiente. Evidentemente, no por ello es legítimo no identificarlos como miembros de la comunidad a la que han llegado. Aunque la discriminación es la misma, la xenofobia, se siente de forma diferente. En las personas inmigrantes lo que se produce es un rechazo en la nueva comunidad, mientras que las personas adoptadas lo que sienten es una no aceptación en la comunidad de siempre. Lo que diferencia las segundas de las primeras es la crisis de identidad que se origina en ellas. 


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La traba que surge muchas veces en las personas adoptadas es la falta de identificación con el mundo en el que hemos crecido. Cuando los demás no nos reconocen nuestra propia cultura, aquella en la que nos hemos desarrollado y de la que hemos aprendido, surge un dilema; pues no nos sentimos ni de donde parece que somos ni de donde nos hemos criado. Es un conflicto de identificación que impide que nosotras mismas nos reconozcamos de ningún país en concreto. 

El hecho de que no se nos reconozca como “verdaderas” portadoras de nuestra cultura, hace que en ocasiones podamos llegar a sentirnos no merecedoras de ella. Yo de pequeña cursé baile flamenco, vestirme con vestidos de gitana me parecía lo más normal del mundo, no obstante, conforme fui creciendo empezó a aparecer en mí ese sentimiento de no pertenecer a mi cultura, a raíz de comentarios como: “mira que gracia una china con un vestido de gitana” o “vaya feria más multicultural”. Esto era algo que no entendía y me molestaba pues la cultura seguía siendo la misma, fuese manifestada por una persona de rasgos europeos o asiáticos. 

En muchas conversaciones nunca ha faltado la pregunta acerca de mi procedencia, a la que yo siempre respondía: “soy de España”. Tras esta respuesta algunas personas hacían la mítica pregunta “Pero de donde eres de verdad”, yo sabía que de verdad era de España pero que a lo que ellos se referían era donde había nacido, pues identificaban mi procedencia con mi lugar de nacimiento y nunca con mi lugar de crianza. Con la exigencia de demostrar que somos de “aquí” me refiero a esto mismo, se asimila que va a ser más difícil que nos reconozcan como españolas que a nuestra amiga que sí ha nacido aquí y tiene padres españoles. 

A raíz de esa asimilación aparece la exigencia de demostrar que no somos extranjeras. Esto en muchos casos ha derivado en la negación de la primera procedencia, aquella donde se ha nacido, pues caemos en el error de intentar olvidar aquello que puede identificarnos como “extranjeras” para poder así afirmarnos lo más posible como “del lugar”

Esto es algo donde inevitablemente caí, después de recibir muchos comentarios gratificándome lo bien que hablaba español o lo adaptada que estaba a la sociedad, así como burlas que negaban mi pertenencia a este país, aunque hubiese “advertido” en la mayoría de las ocasiones que era adoptada; me hizo intentar occidentalizarme lo máximo posible. No era más que una búsqueda de identidad, por el camino equivocado, pues tristemente eliminé aquello que también formaba parte de mi vida y me constituía como persona. 

A lo largo de mi adolescencia he tenido que aguantar comentarios xenófobos referidos a los chinos como “vete a tu país”, “seguro que comes perros”, “¿me dices la hola?”; así como preguntas incómodas de personas que no eran capaces de asimilar que yo era tan española como ellas. Todo ello hizo que no me sintiese a gusto o incluida dentro del seno del que yo consideraba como mi comunidad. Mi ansía de ser aceptada por ellos y ser reconocida como una igual provocó que erróneamente intentase “incluirme” adoptando únicamente comportamientos occidentales y tratando de eliminar todo aquello que me pudiese identificar con mi país de origen. 

Además de todo ello, siempre estaba presente la exigencia de “caer bien”; pues de esa manera el camino era más fácil. Esto hizo que en su momento tendiese a callarme algunas opiniones respecto con las que no estaba de acuerdo simplemente por el miedo de perder ese “privilegio” de ser una más, por el miedo de que se metiesen conmigo y me oprimiesen haciendo referencia a mi diferencia, a mi origen étnico. De esta manera durante un tiempo me sentí en una posición inferior frente al resto, no me sentía lo suficiente como para poder expresar ampliamente mi opinión, sino que siempre lo hice dentro de unos márgenes aceptables, donde me sintiese segura de que iba a ser aceptada. Llegué a creer que mi voz no tenía tanto valor como la de otros, por el hecho de que no sentía mi situación, el ser considerada como española, como un derecho sino como un privilegio. Mientras que era lo natural en los demás, algo intrínseco a ellos, para mí era algo que en cierto modo tenía que esforzarme en merecer. 

Ahora que han pasado los años y he madurado mis ideas, he aprendido que aquello que intenté fue un error. Intentando “encajar” terminé siendo algo que yo no era del todo, buscando identificarme encontré una identidad que no era realmente yo. Me di cuenta de que en realidad el meollo del problema no estaba en mí, no se trataba de que no fuese lo suficientemente española o que no mereciese ser llamada así; el problema se encontraba en los demás, en aquellos que no eran (y no son) capaces de incluirme en su comunidad, de verme como a una española a pesar de tener rasgos asiáticos.

Yo aprendí la lección y me prometí a mí misma no volver a renegar de mis orígenes por intentar “encajar”. Entendí que todos los sentimientos de inferioridad que había desarrollado no eran reales, eran un resultado de diferentes situaciones tras las cuáles me fui empequeñeciendo yo misma. No era necesario demostrar nada, yo era así y lo que importaba era de donde me sentía yo y no de donde me veían los demás. 

No obstante, estos episodios siguen ocurriendo, el típico racismo y xenofobia a los que se les une la confusión de las personas adoptadas al no permitírsele terminar de identificarse con su país. Las bromas pesadas, los comentarios y las preguntas incómodas siguen apareciendo; algunas hemos aprendido a ignorarlas, tomárnoslo a risa o simplemente a parar y a explicar a aquellos que lo hacen que no es correcto, que nos ponen en una situación comprometida donde no nos sentimos cómodas. El conflicto de identidad que surge es algo de lo que muchas personas no son conscientes, pero que, sin embargo, ocurre con frecuencia debido a las situaciones en las que se nos pone a lo largo de nuestra vida. Así que la próxima vez que me vayas a felicitar por lo bien que hablo español piensa el por qué. Y si te digo que yo me siento española simplemente acéptame como lo que soy, descubrirás que lo único que me diferencia de ti es la cara.


Lucía Shuang 



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