domingo, diciembre 22

Pensaba que eras saharaui. Ser antirracista no se reduce a adherirse de refilón a Black Lives Matter

Justo ayer terminé “El origen de los otros”, de Toni Morrison. Esta fue una lectura motivada por una experiencia personal negativa que ya había leído y/u oído en boca de otras mujeres racializadas como yo. Las “otras” y el “yo”. Son pronombres que se utilizan adrede en los medios de comunicación y hasta en una tertulia en televisión o en una conversación de sobremesa. A veces no hace falta ni verbalizarlos, con el lenguaje no verbal basta para entender que el “yo” marca un territorio, un límite, una frontera, esto es, un sentimiento de pertenencia, mientras que “otras” dibuja un escenario de hostilidad bien distinto asociado al forastero, al enemigo, al “recién llegado”. Esta dialéctica entre el “yo” y las “otras” antecede, según afirma T. Morrison, al racismo, lo que hace concluir a la escritora que este ya existía antes que la “raza” como concepto. El término “raza” no deja de ser excluyente – motivo por el cual su uso está bajo revisión literaria y científica –, ya que la intencionalidad detrás de esta aparente palabreja es clasificar a la humanidad en especies en función del color de piel. Mas en toda clasificación se establece una jerarquía y, en esta en concreto, quienes están en la cima de la pirámide son los blancos occidentales. 

La idealización de la esclavitud y de la relación de codependencia entre esclavistas y esclavos/as en ciertos productos culturales, en lugar de contribuir a una reconciliación real entre unos y otros, ha perpetuado la sexualización de las mujeres racializadas y las desiguales relaciones de poder. Yo, al ser una mujer mestiza de 20 años de edad, he vivido ambas realidades, especialmente cuando salgo de mi entorno familiar y de amistades. El otro día, por ejemplo, estaba sentada en una terraza de una cafetería en el barrio de Gràcia (Barcelona) con mi novio y un amigo suyo. Se nos acercó un hombre blanco de mediana edad, andaluz, que vendía arte en la calle. Primero me preguntó si era española, a lo que respondí que sí algo molesta, y luego procedió a increparme con dudas y preconcepciones tópicas como “Pensaba que eras saharaui”, “¿Eres adoptada?”, “¿Tu padre es negro?”. Si les hubiera hecho esas mismas preguntas a mis compañeros, estaríamos en igualdad de condiciones. El no hacérselas demuestra que ya por el hecho de ser blancos tienen un privilegio, a la vez que yo, al formar parte de “los otros”, puedo ser interrogada por alguien que no me conoce en respecto a mi procedencia y mi nacionalidad. Eso sí, a mi novio le preguntó si era su novia, en vez de dejarme responder a mi. 

Durante el fin de semana que se acercaba tampoco hubo descanso. Mi hermana y yo fuimos a Cadaqués para hacer una escapada a la playa. El día que llegamos cenamos en un restaurante muy bien valorado en el que de pequeñas habíamos ido con nuestros padres. Cuando nos sentamos en la mesa reservada, el establecimiento estaba casi vacío, pero a medida que pasaban las horas se iba llenando con clientes mayoritariamente adinerados y blancos. El camarero que nos atendía, chileno, al principio nos recibió entusiasmado, hasta conversaba con nosotras y se mostraba atento. No obstante, la calidad del servicio fue decayendo al tiempo que se adentraba más gente en el restaurante. A todas las mesas, exceptuando la nuestra, les contó cuáles eran las sugerencias fuera de carta. Además, se olvidaba constantemente de recogernos los platos a su debido tiempo y de preguntarnos si queríamos postre, lo que eternizó el servicio. Al menos oímos al jefe recriminárselo. Para compensarnoslo y contentar a su jefe, el camarero nos invitó a unos chupitos después de ignorarnos durante gran parte de la cena, y cuando nos despedimos del dueño nos siguió bajo las órdenes de este – no por voluntad propia – para recomendarnos bares de cocktails. 

Al llegar al hotel me planteé porqué recibimos ese trato, el porqué de esa ofensa. Lo que pasó por mi cabeza fue que nos tomaron el pelo, puesto que somos dos chicas jóvenes. Luego pensé en mi padre, en lo que él me diría y a veces me resulta más cómodo no escuchar: no es que seamos solo dos chicas jóvenes, sino que hay un factor añadido, somos racializadas. Y pensar que antes podría haber considerado a alguien exagerado por decir que no se romantizara el Black Lives Matter Movement. Pues ahora rectifico y pido que no se tome a broma, que no se defienda en redes con un hashtag por postureo, porque está de moda autoproclamarse antirracista. Ser antirracista no se reduce a adherirse de refilón a Black Lives Matter; ser antirracista es no creerse en el derecho de actuar y tratar con aires de superioridad y paternalismo a una persona por ser racializada. Mi deseo es que no banalicemos también el racismo como está ocurriendo en el amor, que cada vez tiende más a la pornografía, o en la situación de las personas migrantes que deben huir de su tierra, perseguidos por sus creencias religiosas y/o intelectuales, por la hambruna y por la guerra.


Raquel Ashby Domenech

Instagram: @raquelad10



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