Mis abuelas venían del campo del Cauca colombiano y llegaron a la ciudad buscando una mejor vida; como parte de ese plan, tuvieron hijos con hombres blancos, pues una de las formas más efectivas para que sus hijos no sufrieran tanto racismo era “mejorarles la raza”. Así pues, a pesar de las dificultades, mi abuela paterna empezó prestando servicios de aseo en Adpostal (Administración Postal Nacional) y logró ser la primera secretaria negra de la entidad.Mi abuela materna empezó como empleada doméstica en casas de familia y logró ser la directora de cocina de uno de los clubs más prestigiosos de la ciudad de Cali, el Club San Fernando.Mi padre, gracias a su carisma y visión, fue el primer negro en ocupar un cargo administrativo y de visibilidad en el Club San Fernando. Mi madre fue la primera de la familia en obtener un título universitario, se graduó de administración de empresas en una universidad privada y logró ser secretaria de gerencia, un cargo reservado a los blancos en aquella época.
Como podrán observar, provengo de una familia de hombres y mujeres luchadoras que progresaron en contra de sus circunstancias adversas derivadas de su raza y su clase socioeconómica. Cuando nacimos mi hermano y yo, nuestra familia quería lo mejor para nosotros, así que nos mudamos a un mejor barrio de la ciudad y estudiamos en los mejores colegios/universidades privadas que nos pudieron costear. Ocupar esos “mejores” espacios significaba vivir en un mundo de blancos y para mí era doloroso entender que ,hiciera lo que hiciera, jamás me parecería a ellos, pero no se lo había comentado a nadie hasta ahora porque tuve excelentes amigos, los cuales no tenían la culpa de lo que yo sentía y porque no quería ser malagradecida con mi familia, que estaba realizando un gran sacrificio para que yo entrara a ese mundo.
Desde pequeña siempre me enseñaron que debía esforzarme el triple que los demás para deconstruir los discursos sobre las mujeres afrocolombianas y para hacerme un lugar legítimo en donde quiera que me encuentre. Así pues, me educaron como una “negra fina”: vestirme como blanca (vestir sin colores o estampados llamativos), hablar como blanca (ser educada), alisarme el cabello (estar bien puesta, no ser desorganizada con mi presentación personal) y relacionarme con blancos (juntarme con gente decente, de bien).
Por ello, durante toda mi vida he sido admirada por ser diferente a los negros: por tener una piel más clara, por no tener el cabello tan crespo, por no tener la nariz chata o los labios gruesos, por ser educada e incluso por ser inteligente, pues nadie esperaba que yo fuese la mejor alumna de toda la institución. A pesar de ello, yo no podía dejar de sentir un vacío porque por mucho que me alisara el cabello o escondiera mis senos, nunca sería igual a mis compañeras; yo trataba de ser como los demás en sus propósitos y conducta pero al mismo tiempo las personas señalaban que soy diferente, es decir, se trata de “intentar ser algo que una no es, bajo circunstancias en las que el solo hecho de intentarlo nos recuerda quiénes somos” (Wills, 2004, p. 41). Así pues, mis compañeros de bachillerato me decían que yo era una “oreo” porque era blanca por dentro y negra por fuera.
Esta situación se agudizó en la adolescencia debido a la carga adicional que conlleva el conseguir pareja; puede ser el siglo XXI y puede existir una idea clara sobre la oposición a la discriminación de cualquier tipo, pero eso no quita el hecho de que un chico blanco e incluso negro, prefiere no involucrarse sentimentalmente con una chica negra. Lo cierto es que las parejas siguen siendo un reflejo de estatus social y ninguna familia quiere bajar el suyo emparentándose con alguien “inferior”. Aunque la falta de estudios o de dinero se pueden arreglar, hay aspectos como el color de piel, que son inalterables y, por ende, son a los que se les presta mayor atención. En consecuencia, en una sociedad donde las mujeres blancas son material para casarse y las mujeres negras son para divertirse, para estas últimas es una hazaña conseguir una pareja estable.
Entiendo perfectamente que las familias negras que se encuentran en procesos de movilidad social piensan que incursionar a sus hijos en un mundo de blancos es necesario para avanzar, pero no saben el daño que provocan a las generaciones más jóvenes, especialmente en las mujeres, cuando esos cambios no vienen acompañados de una educación y exaltación de la identidad negra. No solo se trata de la presión por personificar de forma más fiel las normas de respetabilidad y por demostrar que somos diferentes a los estereotipos de las mujeres negras (pobres, matriarcas, atrasadas, portadoras de una sexualidad incontrolable reflejada en numerosos embarazos) sino también de la autoaversión: recuerdo que rogaba por despertar un día sin ningún aspecto que se relacionara con “lo negro” porque implícitamente te enseñan que para tener una mejor calidad de vida debes blanquearte.
Pienso que el progreso social no es inherentemente contrario a la identidad negra pero ciertamente si durante ese proceso de escalonamiento social no se trabaja el orgullo racial y el reconocimiento de que se es parte de una herencia milenaria de fortaleza y resistencia que nos permite estar de pie hoy, tendremos una generación con baja autoestima. Esto permite que se acepte la subordinación, y afecta desproporcionalmente a las mujeres negras, como lo demuestran varios indicadores sobre la creciente afro-feminización de la pobreza.
Vanessa Cano Pantoja
Soy una feminista afrocolombiana que trabaja cada día para que su existencia sea revolucionaria.
Muchísimas gracias por la oportunidad y quedo atenta a sus comentarios.
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