
El desalojo de personas sin hogar del parque Bruil de Zaragoza volvió a poner sobre la mesa una tensión que se repite siempre que la pobreza, la migración y la racialización se cruzan en el espacio público. La intervención fue legal y se ofrecieron recursos habitacionales a las personas que dormían allí. Sin embargo, no todas aceptaron. Reducir esa decisión al «rechazan ayuda» es una simplificación que ignora realidades profundas, como el miedo, la desconfianza, las experiencias previas de trato humillante y la sensación constante de que otros deciden por ti.
El sinhogarismo no es simplemente dormir en la calle, sino una forma crónica de exclusión marcada por la pérdida sostenida de redes de apoyo, la pobreza prolongada, las trayectorias atravesadas por la violencia, los fallos acumulados de las políticas públicas y unas barreras enormes para acceder a vivienda, salud y empleo. Es una situación que se cronifica porque el sistema abandona y expulsa, y quien vive en sinhogarismo lo hace tras años o décadas de exclusión estructural.
Muchas de las personas que dormían en el Bruil no eran sinhogaristas, sino solicitantes de asilo que habían acabado temporalmente en la calle por el colapso del sistema de acogida. Esta situación es radicalmente distinta, porque se trata de personas con derechos reconocidos por ley que no han sido activados a tiempo, cuya presencia en la calle es administrativa y temporal, derivada de una saturación institucional y no de una trayectoria prolongada de exclusión. Deberían estar alojadas en recursos de acogida, aunque no hay plazas suficientes o no se gestionan con la rapidez necesaria, lo que convierte su estancia en la calle en la consecuencia directa de un bloqueo institucional y no en un «fracaso individual». Mezclar sinhogarismo con calle por saturación del asilo produce un borrado político grave, porque diluye la responsabilidad del Estado en garantizar protección y alojamiento a quienes llegan pidiendo asilo.
Reducir la no aceptación de las plazas ofrecidas a un rechazo sin contexto es injusto. En muchos casos intervienen el miedo a ser trasladadas sin explicación o a perder autonomía, la desconfianza alimentada por experiencias previas de racismo o trato desigual, el agotamiento emocional y la ansiedad crónica, la percepción de algunos recursos como espacios excesivamente controlados y vigilados, y la falta estructural de información clara sobre derechos y expectativas. Aceptar una plaza no siempre significa estar seguro, y para muchas personas la calle se convierte en el único lugar donde aún conservan cierta capacidad de decisión sobre su propia vida, por limitada que sea.

El Bruil evidenció, además, cómo el protagonismo blanco y la latinidad blanqueada ocuparon el centro del relato. Personas que no habían acompañado el proceso se colocaron como portavoces legítimos y decidieron por quienes vivían la situación, mientras sus voces quedaban, otra vez, desplazadas. Esta forma de salvadorismo supone hablar por las personas afectadas, imponer soluciones sin escuchar necesidades reales y priorizar la visibilidad personal por encima del acompañamiento sostenido. Cuando la blanquitud lidera el relato, las personas racializadas pierden voz incluso en los espacios donde son las principales afectadas.
En España opera una blanquitud expandida que incorpora a personas latinas percibidas como blancas, con acceso a espacios de poder simbólico y político desde los que se interpela al racismo sin cuestionar los propios privilegios. Lo más revelador es que el racismo estructural se señala cuando conviene, cuando hacerlo suma capital simbólico sin poner en riesgo la posición que ya se tiene dentro de esa misma estructura racista. Esa denuncia blanca o blanqueada no altera el orden vigente, lo refuerza, porque convierte la crítica en un gesto cómodo y rentable. Para quienes viven una racialización real y cotidiana, ese gesto no se experimenta como solidaridad, se percibe como marketing político, presencia performativa y ocupación del centro incluso cuando la historia no habla de quienes toman la palabra, sino de quienes son objeto de gestión y control.
Quienes dormían en el Bruil estaban emocionalmente exhaustos. Venían de noches sin dormir, de una incertidumbre constante, del miedo a cada interacción institucional, de una ansiedad acumulada que mina la capacidad de decidir y de una enorme dificultad para confiar. Esta dimensión emocional casi nunca aparece en los discursos públicos, centrados en la gestión, las cifras y los dispositivos, aunque resulta clave para entender decisiones que desde fuera parecen irracionales o incomprensibles. Sin ese registro emocional, las lecturas se reducen a juicios morales sobre quienes menos margen real tienen.
El desalojo del Bruil es un espejo incómodo que muestra cómo se confunden categorías para simplificar debates, cómo la blanquitud se apropia del relato y cómo las personas racializadas siguen siendo gestionadas, habladas y utilizadas como materia política. Resulta indispensable distinguir entre el sinhogarismo y la calle por saturación del sistema de asilo, comprender las razones por las que algunas personas rechazan determinados recursos, señalar la apropiación blanca del relato y, sobre todo, escuchar a quienes viven la exclusión en primera persona. Nombrar bien no es un tecnicismo, es un acto político y una forma de cuidado hacia quienes más lo necesitan, porque en esa precisión se juega qué vidas son reconocidas, qué experiencias se consideran legítimas y quién tiene derecho a narrar lo que ocurre.


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