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sábado, mayo 18

Ana Tijoux


No podría empezar a hablar de Ana Tijoux sin hablar de Nina Simone. A Nina la arrastraba una tristeza singular. Una tristeza y una rabia que envolvía toda esa esfera músical, universal y contenida de pura genialidad, que el racismo  intentó  encapsular durante casi toda su trayectoria sin mucho convencimiento, porque Nina era indomable. Su música y su genialidad fueron indomesticables.

Y diréis ¿por qué empiezo a hablar de Nina Simone si este artículo va dirigido a Ana Tijoux? La primera vez que la vi fue en el cumpleaños de Jael. Vestía de colores. Camisa floreada, pelo corto, shorts tejanos y un abanico gigante que llevaba en la mano, ayudando a aminorar el pegoste de una de las tardes más calurosas de julio. Llegó risueña y silenciosa. Sin hacer ruido al andar. Y tuve la suerte de ver cómo escurridiza se sentaba frente a mi y le dedicaba unas palabras a la cumpleañera. No nos dijimos nada hasta bien entrada la noche, en esas horas cuando el alcohol ayuda a que las almas solitarias se abran un poco más y compartan en este plano, todo el universo que guardan en el otro más lejano. Pero sin haber mediado palabras, ya podia sentir su tristeza y su cansancio. Atravesaba el ambiente ligero y sonoro como las carcajadas honestas que salían de sus ojos, cada vez que alguien hablaba. O incluso durante el bailoteo clandestino que nos auto dedicamos colectivamente desplazándonos de un lugar a otro.

«Me duele el  mundo, compa», me dijo horas después, siendo escortadas de fondo por los gritos desdoblados de un guiri rubio y sudoroso, intentado imitar a Bono, en un karaoke decadente, estruendoso y repleto de purpurina en pleno Sants. «Me duele el mundo y todo lo que sucede en el» y yo también senti su dolor.



«Hay tanto racismo, tanto odio, tanta gentrificación, tanto egoísmo en el mundo» siguió, y yo que llevaba mucho sin hablar de racismo en grupos abiertos, y privados, intentado desesperada sobrevivir cambiando constantemente una narrativa que en esencia dolía; tuve miedo que Ana me hiciera participar de aquella conversación. Pero Ana era sabia, y también sintió mi dolor.  Un dolor que compartimos desde el alivio, yo por primera vez desde la escucha, ella desde el desahogo. Cantó cuatro canciones. Y al final aburrida se despidió de la noche y de mi, que melancólica le dije adiós a esa soledad curiosa y enigmática que la acompañaba de la mano.

No la volví a ver hasta este pasado 9 de marzo, cuando convencida por Jael y un ligero mal de amores, me arrastré tardía hacia un teatro Apolo en Barcelona, que acogía a miles de personas, haciendo retumbar un espacio que se movía al unísono al ritmo de una mujer menuda, con una energia de gigante. No sabía que me iba a encontrar. No tenía expectativas. Y la sorpresa me recorrió la espina dorsal como un relámpago de papá Changó directo en todo el pecho; cuando pude ver en primera fila a Ana Tijoux devorar el escenario con un hambre abrazador que me hizo estremecer. Cada frase, cada letra, cada palabra, eran una lanza a mis sentidos, que alborotados, se abrieron misericordiosos a recibir toda la majestuosidad que emanaba con cada uno de sus movimientos. Ana vibraba, y era capaz de ocupar todo el espacio sin mucho esfuerzo. Y ya no vi tristeza. Vi reivindicación. Vi hermandad. Vi poderío. Vi disfrute. Vi fuerza.  Vi vida. Y no pude evitar pensar en Nina Simone y en como era capaz de transformar toda su neurodivergencia y dolor, un dolor que le atravesaba una piel negra, curtida por tantos horrores de un mundo que seguía sin aceptarla completamente, en puro arte y amor para todo su público. El mayor anhelo de Nina era ser libre y vivir sin miedo, y ese mismo anhelo es el que reclama Ana encima de la tarima cantándole eternamente a las minorías, a las que no tienen voz.

(…) Soy una mujer terriblemente atea. Capté que dijo narrando la historia de como nació ‘Vida’, su último álbum. Pero yo quiero creer que el poder de las ancestras es tan poderoso, que desde donde quiera que se encuentre Nina, abraza a mujeres como Ana Tijoux, para que nos sigan enviando mensajes de soledades elegidas, que pueden ser compartidas en incluso bailadas, de maternidades diversas, atrevidas y aguerridas, de abuelas de mayo que no se rinden y siguen buscando, de niñas que se abren paso entre la maleza y la montaña cada día desafiando lo normativo. De pueblos que no se rinden y siguen resistiendo. De amores a nosotras mismas. Del goce de nuestras cuerpas que nos pertenecen.De la vida ,que inevitablemente siempre se alza ante la muerte en equilibrio danzante en la voz de una mujer que no tiene miedo.


Dayana Catá

‌Educadora especial y escritora. Ante todo humana, negra, cubana, mujer y activista. Todo en ese orden y con el mismo grado de intensidad.


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