jueves, noviembre 21

Las Luna son como las flores

Las Luna van rompiendo el viento con sus narices respingadas y sus cachetes colorados…, o morenos…, o pálidos y pecosos. Las niñas no tienen colores equivocados. Las Luna van entredormidas tal vez porque les tocó trasnochar trabajando para la casa, en la casa o haciendo teletrabajo desde sus casas aquí en el campo, vereda Helechales. Dejan para última hora el trabajo académico, (¿cómo dejar de hacer el trabajo, así sienta alfileres en los ojos que se cierran solos; los profesores nunca entienden) que llevan en carteleras con las que se acomodan  con trabajo porque se las quiere ganar el peso de un morral que casi no pueden cerrar por el tumulto de libros que a duras penas alcanzan a leer, más la docena de huevos recién puestos para doña Josefa y el kilo de café de don Nicolás. No dejan de leer. Las Luna no tienen un solo día de descanso, sin que el significado de la noción “día” respete, necesariamente, una noción lejana, nebulosa, casi transparente, la diferencia entre descanso y trabajo. El cuerpo lo siente.

Su día puede empezar a las dos de la mañana, hora a la que va poniendo el aceite en bajito para freír las hasta doscientas empanadas que a las cinco de la mañana ya pueden estar “Todas vendidas, sí, señor, la próxima semana traemos más”. Aunque inician desde que son menores de edad, no se atreverían a hacer denuncia alguna por trabajo infantil estando tan orgullosas de poder contribuir a la economía de sus fincas.

Las Luna de todas las pintas se sorprenden de que no sean ni las siete de la mañana y ya hayan tenido que correr el riesgo de insultar a tanto tipo de mala calaña y otros malandros de cara conocida (pilas, vecino, se lo vengo diciendo, la pedofilia es un delito serio) porque no las dejan transitar sin intentar violar sus espacios de palabra o mirada… o atropellarlas por carecer de la solidaridad mínima indispensable en la vía de un solo carril o por exceso de velocidad o alcohol o las dos juntas, repite mi Luna a quien la quiera escuchar.

Hay Lunas chiquiticas que no tienen reparo en decirle a los casi perennes ojos enrojecidos de su padre alcohólico –miradas así abundan–: “Ay, pá, ni se le entiende; cuando no esté borracho me regaña, ¿si?”, Las aún más chicas que, solicitándole el catequista que presente su tarea, muestran la cometa que pintaron sobre la superficie del mar, esperan que cese el abucheo de sus compañeros – “tontos mayores”, los llama–, para explicar que al señor que iba volando la cometa corriendo por la playa se le reventó la cuerda y se fue a buscar un palo para rescatarla de las aguas.

Mi Luna manda hasta en mi casa cuando me voy de vacaciones y desde que descubrió un árbol sobre el techo y el último criadero que zancudos, me enseñó a detectarlos y eliminarlos, sin detener por un instante su cantaleta por no haberlo hecho yo antes. Tienen razón Miguel, Camilo y Luna de tener el tesón que tienen pues su señora madre es una recamelladora, pero también una gocetas que sabe mucho de animales y otro montón de cosas que va comentando con una sonrisa enorme de hoyuelos a cada lado mientras sostiene bajo el sobaco un pollo apestado al que su hijo va suministrando las gotas recetadas por la veterinaria. Se siente más segura, también, si ella y su hija están en manos de mujeres; todas mujeres hermosas. La mamá de Luna es una mujer trabajadora del campo y la ciudad que tiene una sexi melena dorada. Enfatiza en que sí lee, pero nada de novelas romanticonas y eso lo puede decir todo. Enfatiza en que las mujeres no por separadas tienen que ser víctimas constantes de violencia masculina. A quien corresponda.

Mi Luna nació en el campo, le da ejemplo a quien sea y, por ejemplo, sabe qué es una Minga y su vida es un perfecto ejemplo a toda hora de lo que es una. Tiene cosas de “niña normal” y, como las Luna de aquí, debe escuchar del mejor amigo que ama, que tenga cuidado si se sigue poniendo su camisa favorita porque se la va a tener que terminar rompiendo como se la rompió a su novia. Ella le ignora, detiene su moto un tantín descascarañada antes de la batea, se baja, mete los dedos de su mano en las sandalias que llegan hasta diez centímetros por encima de su tobillo, porque se va de tarde de crispes y pelis con sus amigos.


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Por supuesto no todo sería felicidad siendo la mamá de una Luna con tanto Fecundino suelto. Ni qué dudar que pudiendo ser la heredera del puesto en la Casa Campesina en FloridaNEGRA (perdón) más copioso en surtido con todo lo que sale de la finca, cocina rico como su madre, se hace la pendeja porque ya es ingeniera y se la pasa mirando en internet todo lo relacionado con su trabajo y viendo qué más puede estudiar de una carrera que cada vez le gusta más. “¿Anatomía del árbol?, ¿cuándo se había escuchado eso? ¡Amo mi carrera!” y trepa la montaña a ritmo de motor cansado, riendo luego de girar su motoneta ciento ochenta grados, cambiándola de bajada a subida muerta’e risa entre la lluvia cada vez más copiosa, concentrando en sus pies todo su poder físico, dominando la pata de la moto con unas uñas amarillas, verdes y moradas escarchadas con plateado, de unos bellos dedos regordetos de niña campesina.

Para hacerme amiga de Luna empecé compartiendo los talleres del Circuito Gratuito de Productos Orgánicos y, aunque un artezángano de confianza nos hurtó el dinero impidiéndonos seguir con ellos, Lunita no pierde la esperanza de aprender a fabricar un nido tejido en mimbre que ella misma irá a recoger veinte metros abajo en la Cascada del Venado, en la finca de nuestros amigos los Garza. Estas chicas no le tienen miedo a nada.

Ella, como todas las chicas que quieren hacerse uno, dice que sueña estar leyendo sumergida en él. Leyendo en sus cuartos frente a nuestras vistas trescientos sesenta grados hermosas. Leyendo porque son de poca televisión. También quieren construir casas del árbol, hacer vehículos con energías renovables y sembrar extensas vides. Si se les escucha, es fácil intuir qué es para ellas irresistible.

Por estar ayudando en su casa a poner la marquesina de la más cafetera de las temporadas y de allí pa’ lante cumpliendo un sin número de tareas que en el campo nos son obligatorias y, también, un poco desmoralizada por el hurto, todo hay que decirlo, cuando nos encontramos tocamos someramente el tema de los talleres y cada una se va a lo suyo.

Después de correrme un cliente diciéndole que no comprara sólo por novelería sino para usar las cosas, que fuera un comprador consciente, si no, ¿cómo vería el provecho?, le dijo. Constaté, hechas amigas, que ni podía ni debía asistir a los talleres. Ella y todas saben hacer lo que yo no. Además de jabones y pomadas de cannabis, oleatos y aceites esenciales de girasol, caléndula y naranja. Pinta y vende tarjetas, y es la chica que prepara el mute más delicioso de este pedacito de tierra. Hija de Tigra…

Me sorprende encontrármela en la carretera pues nos tiene haciendo chulito a quienes la conocemos en las veredas de Vericute, La Judía, Agua Blanca, Casiano y La Alsacia Malabar, para que se traiga el viaje a Brasil desde Cali, donde están desde el miércoles siete de octubre en el Vigésimo Octavo Encuentro Nacional y Séptimo Internacional de Semilleros de Investigación, que le tomó a ella dos días de ventaja dado qué…: ¿”Por qué no te has ido”, grito yo desde un lado de la carretera principal al Santísimo que sube desde del pueblo. “La secretaría de educación no ha soltado la luka, billullo o dinero”, responde ella con su tripleta de sinónimos de siempre, mientras me embute a-lo-mal-hecho una paleta que, en alguna presentación ahora indescifrable, tuvo que tener un chocolate desabrido que se te pegotea entre la lengua y el paladar, con nuestros vehículos, frenado el uno, acelerado el otro, en estas lomas de pronunciadas pendientes.

Se detiene momentáneamente la vida a borde de carretera para que ella me cuente de privaciones y herencias: “¿Qué tal?, sólo podré estar en el Eje Cafetero entrada por salida; llego, sustento y me devuelvo; lo único que me quedaba del viaje era conocer Cali, el premio se lo dejo a la universidad después de la graduación. Por supuesto, ganó. Sortea el pedregal y polvero por el que siempre transita de subida o bajada excesivamente empinada para llegar a su casa, dependiendo de si sube o baja con bulto de café o naranja, morral lleno de libros que compró con sus ahorros o se hizo regalar, cuando se ve más feliz.

Volvé pronto Lunera pa’irnos de parche monte adentro hasta llegar a las cascadas secretas más hermosas del mundo, segui’me enseñando a reconocer pájaros por su canto y el clima por el color y posición de las nubes.

Tatiana Riascos Quiroz

Publicado en el Periódico Hoja Campesina

Octubre 22 de 2015



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