El amor se mide en kilos.
Y el que te diga que no, miente.
Cuando era una niña quería ser invisible. Para la mayoría de adultos, eso no significaba gran cosa más allá de que tenía bastante imaginación.
Además todos los niños querían tener algún superpoder.
Pero yo quería desaparecer. Encogerme. Ser pequeñita. Ser tan pequeña que ninguna persona fuera capaz de verme. Pesar menos. Ser menos yo. Ser invisible.
Dicen que gorda no es más que un adjetivo de cinco letras, pero a veces, deja de ser un adjetivo para convertirse en una bala disparada directamente a tu pecho. Quizás lo que duela no sea la palabra en sí, sino darte cuenta de que quien aprieta el gatillo es alguien a quien quieres, alguien a quien aprecias.
En el colegio nunca nadie me llamó gorda. Porque no lo estaba.
Tenía un vestido azul que me encantaba y cuando me lo ponía, lo odiaba. Me miraba en el espejo cada mañana y no me gustaba lo que veía. No me gustaba la ropa. Ni como me quedaba. ¿O no me gustaba mi cuerpo?
En el instituto todos me llamaban gorda. Y yo lo estaba. Pero no lo veía, porque ya no era capaz de mirarme en el espejo.
Cuanto más comía, más grasa tenía y más protegida me sentía.
Es irónico que intentara protegerme de los demás, cuando en realidad de quien tenía que protegerme, era de mi misma.
A los 13 años hice mi primera dieta. Perdí mi primer kilo. Y tuve mi primer atracón. Quería que el mundo parara. Que mis pensamientos pararan.
Quería ser Hannah Montana. Delgada. Guapa. Querida.
Cuando cumplí 15 años soplé las velas de mi tarta y no la probé.
Es más importante ser bonita por dentro que por fuera. Todo el mundo me decía eso. Y a mi me daba igual. Yo quería estar delgada. O no. Ya no lo tenía tan claro. Quería que la gente me aceptara.
Dejé de comer.
Recibí mi primer halago. Compré mi primer jersey de talla S. Tuve mi primer desmayo. Lo había conseguido. Tenia el cuerpo que con el que siempre había soñado. Ya no quería ser invisible. ¿Por qué no estaba feliz?
Cómo iba a serlo si no podía salir a comerme una hamburguesa con mis amigas. A los 16 años le puse nombre a mi trastorno alimenticio. Tuve miedo. Y lo sigo teniendo. Con el tiempo entendí que no hay nada de malo en mi. Que somos más que un cuerpo. Que ningún espejo podrá decirte o no lo guapa que estás.
Que gorda deja de ser solo una palabra cuando quien te la dice pretende hacerte daño. A la niña que fui le diría que se pusiera el vestido azul para teletransportarse, que es más divertido que ser invisible.
Con el tiempo entendí que el amor solo se mide en kilos cuando estás rodeada de las personas equivocadas, cuando estás rodeada de todos menos de ti.
Halima Achab Touil
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