Haití fue la cuna de la primera revolución antirracista latinoamericana, su historia sociopolítica está marcada por una larga tradición de lucha colectiva. Sin embargo, las narrativas coloniales promovidas desde políticas intervencionistas que se tildan de «internacionalismo» insisten en difundir una versión precaria y hostil minimizando la relevancia geopolítica y cultural de la única isla dividida por una frontera. Ese arquetipo de un país sumido en la pobreza ha valido para invisibilizar las sistemáticas violaciones a los derechos humanos que han acontecido en el marco de la «ayuda humanitaria», por ejemplo, los cascos azules, el despojo territorial por empresas trasnacionales y la constante inflación que continuamente sume a la isla en una crisis económica.
Desde el inicio de esta pandemia se ha discutido sobre las múltiples desigualdades que han evidenciado la ineficacia de los Estados ante la gestión de la contingencia sanitaria. A nivel mundial los índices de pobreza, desempleo, educación y acceso a la salud se ha disparado, agudizando las brechas de desigualdad ya existentes. Aunado a ello, el problema de la desigualdad se hace mucho más complejo por factores como el color de la piel, etnia y lengua, develando las condiciones infrahumanas en las que muchos pueblos y comunidades han subsistido desde años atrás. Entre la raigambre de causas, no se puede obviar que los modelos económicos neoliberales donde grandes monopolios en la industria alimenticia y megaproyectos extractivistas salen beneficiados. El daño producido trasciende la dimensión económica, tiene un golpe contundente en las comunidades y en el medio ambiente. Ante la propagación de un virus tan letal como el COVID-19 la salud no se limita a una atención oportuna o una medicación, despliega una multiplicidad de enfoques que van emparejados con una diversidad de cuerpos biopolíticos y sociales que habitan los espacios desde donde se vive, registra- o se sobreviven- a la pandemia.
En semanas pasadas, el racismo como tema de análisis y revisión urgente tomó un lugar central en los debates internacionales, hace falta enfatizar en cómo opera el racismo desde sistemas económicos innegablemente capitalistas, una reflexión vital en un contexto donde nuestra suficiencia alimentaria se ha visto modificado por la cuarentena. Pues resulta que los modos de consumo han mudado de dispositivos, llevando a la esperado vanguardia los pagos electrónicos y los servicios que cada día se acoplan más a las comodidades de los consumidores, lo que se traduce en una seguridad eficaz para quienes pueden refugiarse del virus con las preocupaciones diezmadas; del otro lado, la vista y la vivencia es completamente distinta. En ese otro lado están los productores agrícolas, campesinos y todos los que componen el sector agrario-rural, nuestro sistema inmune nos garantiza mayor protección en la medida en que mantengamos hábitos alimenticios lo más saludables posible, lo que implica el consumo de alimentos frescos. A diferencia de otros casos, la producción de alimentos no se ha detenido, nuestras mesas, los mercados locales y los supermercados siguen ofreciendo frutas, verduras y demás víveres de origen natural, de tal modo, que el no preguntarnos por quién o quiénes están detrás de nuestro consumo alimenticio es una mínima parte del racismo ambiental.
El racismo ambiental guarda una íntima relación con las tasas de morbilidad y padecimientos crónicos que azotan a pueblos y comunidades racializados. Es un proyecto de desarticulación gradual donde el extractivismo extermina las relaciones de ancestralidad, desvaloriza las cosmogonías, las cuales son fuente de entendimiento y relación con la tierra, e impone modelos de producción que afectan directamente la salud y subsistencia de quienes habitan esos territorios. El trasfondo es un dominio geopolítico sutil de monopolios que actúan en mancuerna con los sistemas políticos en turno. Un ejemplo muy claro es Coca-Cola, la industria refresquera que ha sido responsable del despojo territorial, enfermedades crónicas como diabetes y precariedad en el acceso a agua potable en el sur de México; en Haití, que, según datos de la CEPAL, es considerado el país más pobre de América Latina, ha intentado instaurar el monocultivo para la producción de Stevia valiéndose del hostigamiento a territorios que sostienen valiosas iniciativas de soberanía alimentaria. En semanas pasadas, fuerzas armadas pagadas a sueldo por ministros y personal de alto cargo público atentaron contra la integridad de defensoras de la tierra y activistas por la soberanía alimentaria en Haití
Solidarité Fanm Ayisyén (SOFA) es un proyecto de base feminista liderado por campesinas haitianas, desde 1986 han enconado una lucha a favor de los derechos de las mujeres, fue la primera organización en llevar a la agenda pública haitiana el problema de la violencia de género en 1987, uno de sus objetivos principales es la reapropiación y la reivindicación de los cuerpos que han sufrido- o no- la violencia de género. Gracias a su trabajo, el Ministerio de Asuntos y Derechos de la Mujer (MCFDF) logró se dirigida por feministas haitianas en 1994, 2004 y 2006, reafirmando la potente lucha de las mujeres haitianas. Entre sus acciones concretas se reconoce la lucha por la legalización del aborto, la lucha por la representación política como una forma de combatir la exclusión, y una pedagogía ecofeminista para denunciar las distintas formas de explotación. Tienen presencia en siete departamentos de la isla con una base de 10 mil miembros.
Su incidencia directa opera desde los Centros Douvanjou, lo cuales brindan acompañamiento a víctimas de violencia; un taller textil; dos molinos de grano en tres comunidades, dos en el departamento de Artibonite y uno en el departamento de Nord; una clínica ginecológica en Martissant y la Escuela Ecofeminista. Con todo esto han logrado registrar y acompañar un aproximado de casi ocho mil casos de violencia en el país.
En Saint-Michel de l’Attalaye han impulsado la Granja Escolar SOFA, que consiste en una Escuela Feminista de Agricultura Orgánica, esta propuesta política surge para combatir el extractivismo, los monocultivos y la expoliación de recursos naturales que han sido causantes de los graves daños ambientales en la isla. Desde este espacio promueven la soberanía alimentaria, la activación de circuitos económicos solidarios capaces de otorgar independencia económica, apuestan por la producción agrícola responsable. SOFA es, en síntesis, un proyecto de liberación.
Es necesario hablar de la justicia ambiental acuerpada por las mujeres campesinas afrodescendientes, a quienes la violencia interseccional les merma las posibilidades de una vida digna. Luchar por el territorio y la soberanía alimentaria no es fácil en un país con los índices más elevados de pobreza, violencia y graves problemas en los sistemas de saneamiento y agua potable. Luchar contra el racismo ambiental desde el cuerpo racializado y el territorio explotado es luchar por el derecho a la memoria, la ancestralidad y la vida digna.
Debemos reconocer que antes del COVID-19 la crisis ya se anidaba en la precariedad salarial, en la privatización de sistemas de salud, en las instituciones sin personal capacitado, en las calles y en los hogares donde día a día la violencia de género sumaba cifras, pero así mismo había mujeres profesando el cuidado colectivo, la defensa de la vida que es también un proyecto reparativo con los cuerpos y memorias de las mujeres que son triplemente vulneradas.
No es que la pandemia del COVID-19 haya desbocado las desigualdades económicas y raciales, en realidad, esta contingencia sanitaria ha venido a enfatizar los fallidos Estados de Derecho, acentuando las brechas preexistentes, aquellas deudas históricas que durante muchos años se habían mantenido en una relación traslúcida entre políticas paliativa y discursividades. Este fenómeno mundial que constituye un parteaguas en la historia de la humanidad ha ocurrido en medio de panoramas muy complejos, desde las ineficiencias de los Estados para gestionar esta crisis sanitaria, el colapso ambiental provocado por la expansión de megaproyectos, los deficientes sistemas educativas hasta las deudas irresueltas en temas de ciudadanía, seguridad y soberanía.
El trabajo de SOFA es parte de los feminismos negros, los cuales consisten si en la construcción de marcos teóricos, pero también en los tejidos comunitarios que diluyen las fronteras geográficas y nos persuaden de pensarnos no sólo como sujetos plurales, sino como solidaridades catalizadoras de un proyecto común: el antirracismo.
Ana Hurtado
Afromexicaribeña. Cronista, coleccionista de historias, Afrolatinoamericanista especializada en Estudios socioculturales del Caribe Insular. En continua reinvención; hallé mi lugar en el mundo en un rincón caribeño.
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