jueves, noviembre 21

La mujer en el espejo

Ahora soy un lago. Una mujer se inclina sobre mí,
buscando en mi extensión su verdadero ser.
Espejo – Sylvia Plath

Foto: Vonecia Carswell @v_well https://unsplash.com/photos/50Fvai3ttZY

Los espejos  son tan antiguos  como las aguas cristalinas en las que alguna vez se reflejó Narciso, su aparición como lo conocemos en la modernidad data de unos 200 años en Alemania, su fin es casi obvio: permitir que nos veamos, que contemplemos nuestro reflejo, que corrijamos nuestra apariencia y la adecuemos a nuestras expectativas, deseos y posibilidades. Hay cuentos sobre espejos como el muy popular de Blancanieves, donde una bruja tiene un espejito – espejito, que fuera de su rol de producir imágenes es más un consultor de belleza. Hay teorías que retoman su analogía como el complejo estadio de Lacan. Creo poder afirmar sin temor a equivocarme que hemos tenido todas la oportunidad de mirarnos a un espejo, cuando no la necesidad o el deseo. Personalmente los espejos no son mi artefacto favorito, muy temprano en mi historia personal  decidí que sería más feliz cuanto menos dependiera de ellos, me molestaba verme y pensar: “¡Oh no! ¿Y ese barro? Pero mírate qué pálida estás, tienes papada hay que bajar de peso, esas ojeras estan super feas hoy”; también ocasionalmente, pero muy ocasionalmente algún qué otro: “¡pero mírate, mujer! ¡Estás divina!” 

Lamentablemente, la modernidad ha traído nuevos espejos: las fotografías.  Y en modalidad más tipo espejo: los selfies. Es casi imposible escapar a la tentación de hacerse un selfie porque sí, por el simple deseo de exponer la imagen a una mirada ajena a la propia, un otro que, al nivel del espejito de Blancanieves, nos da like, me encanta, nos hace comentarios sobre nuestra hermosa sonrisa, devolviéndonos una imagen que con el tiempo creemos la única que habita el espejo. 

En este momento estoy realizando la transición. Decidí (no muy convencida aún) volver a mi cabello rizado. La razón, lamento mucho el tener que decepcionarlas, es que no me gusta cómo se siente mi cabello alisado, ni la preocupación de ir al río y que estropee el planchado, ni que huela  químicos; además de eso, me parece que mi rostro es más mío cuando estoy trenzada o rizada, me gusta el volumen y la personalidad de mujer fuerte que me viene con la melena. No me gusta no saber qué hacer para peinarme con las dos texturas ahí conviviendo y el largo aún muy poco como para atreverme a cortar, no me gusta verme despeinada (me dicen que se puede solucionar con un buen maquillaje, pues tampoco soy buena para el maquillaje), me está costando horrores amar mi rostro con estos cambios, tengo un pensamiento de no verme tan femenina, mi cuerpo y mi personalidad tan relajadas y despreocupadas no me permiten entrar en el cielo de las chicas de revista. En pocas palabras: me veo  fea. 

Ahora ¿qué tienen que ver los espejos con mi transición? A veces, Facebook comparte un recuerdo de cuando tenía el cabello lacio y pienso: “me veía linda”, o me encuentro con un antiguo amigo o amiga y me miran como diciendo: “¿qué le pasa a tu cabello?” Toda la fortaleza que he reunido en la mañana para salir de casa se me va vaciando con cada comentario, esos espejos que son los otros, que son las fotos, que son los cánones de belleza, no actúan como el reflejo de Narciso enamorándome de mí, muy al contrario me conflictúan constantemente. Sin embargo estoy haciendo las paces con el espejo. ¿Cómo fue eso? Pues revisando el Instagram de algunas de las mujeres que sigo que, como yo, estan en transicion. He visto que es común que suban una foto del antes y una del ahora, a veces las veo y pienso: “antes estaban mas lindas”. Luego viene la pausa y con ella la reflexión.  Me fijo en sus ojos, en su sonrisa, en su postura… me doy cuenta que, al igual que yo, se sienten más valientes siendo ellas. Entonces, no es algo que se ve, es algo que se siente; sea cual sea el motivo por el que hagas la transición, el transitar este camino, este devenir, es una manera de salir del espejo para no preguntar: “¿ya soy hermosa?”, sino para encontrarse con esos rasgos olvidados, ese poco de frizz, ese color natural de tu cabello, ese rizo distintivo, esa sonrisa despreocupada, esa mirada valiente de quien no está preocupada por el planchado y acepta bien que la definición no dure para siempre. De repente los espejos se me antojan pequeños encuentros, momentos de mirarme y decirme: “estás siendo valiente, ¡lo haremos bien!”. En las fotos del pasado miro los ojos, la sonrisa; no en todas estoy desanimada, en muchas estoy feliz, contenta, radiante, y es porque no es tanto una cuestión de cómo lleves el cabello y más de cómo lleves la vida.  La transición, desde mi experiencia, es una deconstrucción de la identidad. Sufres con cada corte, buscas tu cara en cada peinado o estilo, intentas con curts, trenzas, definición, extensiones, pelucas, mascarillas de hidratación, de crecimiento, de fortalecimiento y todo lo demás que sabes que intentamos. Es también una oportunidad para practicar la sororidad, para empatizar con otras que como tu y yo empezaron este proceso. Las razones son tan variadas como mujeres y hombres (hay algunos en el tema de transitar su camino o acompañar a sus compañeras en la transición) lo emprendan. No sé si soy la única que tiene dudas, que a veces piensa en volver a la permanente, que en el dia 1 del ciclo quiere correr al salón para verse “mejor”, que se mira al espejo y no se halla gracia, que tiene que volver una y otra vez a su centro para repetirse que sentir es más importante que parecer; no sé cuanto dure pero sé que será un lindo viaje, y sé cómo lo diría Silvio:  “que la angustia es el precio que uno paga por ser uno mismo”.


Natalia Perea Restrepo

Estudiante de psicología

Colombia


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