martes, diciembre 3

Pantera

Qué difícil es encajar, crecer sintiéndose una extraña, viendo a infinidad de individuos con rasgos parecidos: cabello, nariz, manos, boca, humor, futuro, vida, piel… Os contaré un secreto: a veces anhelo ser uno de ellos, uno más.

La inocencia que tenía cuando era pequeña, me hacía percibir la realidad de un modo erróneo, pero a la vez feliz, aunque estuviera basada en una completa ignorancia.

Echo de menos aquellos días de verano en los que paseaba por el puerto de Cambrils a las seis de la tarde y veía a infantes agarrados de la mano de lo que parecían ser sus progenitores, que se quedaban mirándome alucinados. En esos momentos, todo lo que tenían a su alrededor se volvía insignificante y lo único que parecía importarles era yo. Creía que era por mis vestidos y mis diademas, mi madre siempre me vestía de un modo peculiar y adornada para ir a cualquier lugar y yo, estaba encantada de que así fuera.

Me di cuenta cuando crecí, de la segunda parte  de esa acción, en la que el adulto del que iba agarrada la criatura, le hacía señas para que dejara de mirarme, o bien le explicaba que yo también era una niña pequeña y que dejase de mirarme, acompañando su explicación para controlar los impulsos del niño con una mirada compasiva, ojos que expresaban un «pobrecita, lo que le ha tocado ser».

En mi diccionario de comunicación no verbal, esa mirada ya está plenamente integrada.

El diccionario define la palabra «confianza» como la esperanza firme que una persona tiene en que algo suceda, sea o funcione de una forma determinada, o en que otra persona actúe como ella desea. Parezco llevar un papel enorme en mi frente dónde está escrita la palabra «desconfianza».



Muchas son las veces que he entrado en tiendas dónde me han obligado a dejar mi mochila al lado del mostrador de la dependienta antes de introducirme en su establecimiento, en el cual la persona que tengo delante ha podido entrar sin problema y con una mochila o dos, consigo.

Posteriormente, encontramos otro tipo de dependientes y dependientas que, intentan camuflar sus prejuicios y dejan que entre con mi fiel mochila gris, pero sin perder la mirada ni un instante de las cámaras de seguridad con inquietud y cierto nerviosismo.

He interiorizado tanto este recelo, que cada vez que mi tía me pide que haga fotos desde un dispositivo móvil para venderlo en cualquier web de segunda mano, temo que me pida que grabe un vídeo del producto. Tengo claro que, para conseguir una venta, mis manos no deben aparecer, de lo contrario el producto pierde muchas probabilidades de ser comprado.

No debería tener ese sentimiento, probablemente al leer esto pensaréis que es una absurdidad o una barbaridad, creeréis tener la certeza de que estas cosas ya no suceden, y yo de corazón os digo que ojalá no tuviese en cierto modo tener que «ocultar» lo que soy, por miedo al rechazo.

Me aterra pensar en el futuro. Veo día tras día, casos de acoso en metros, en la calle, oficinas, discotecas… y pienso cuál es el futuro que me espera, en qué querréis para mí.

¿Cuál es la posición que necesitáis que ocupe, la de víctima o la de delincuente? ¿La salvadora o salvada?
Con completa honestidad os digo, que mi deseo es poder seguir siendo una superviviente toda mi vida. Lo suplico.

Estefanía Vidal

17 años, nacida en Haití



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15 comentarios

  • Joan

    Cruda realidad de la discriminación diaria de nuestro territorio. Ánimo a la autora a seguir escribiendo sobre las voces muchas veces silenciadas

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