La Cotorra era bajita y muy, muy delgada, pero por su fuerte forma de caminar, siempre se le reconocía desde lejos. Nos contaba que muchas veces compraba su ropa en la sección de niños de Ciudad Traki, y que allí le costaba todo mucho más barato. Era común encontrarla, como al resto, en el centro comercial al final de la tarde, cuando todas acabábamos nuestros horarios laborales o nuestras rutinas. El día que la conocí, venía de uniforme, con una camisa de salir, unos jeans muy ceñidos y una carpeta de cuero imitado apretada con ambos brazos contra el pecho. La Héctor y yo hacíamos planes para el fin de semana y la invitamos. La Cotorra, de quien nunca supe su verdadero nombre, o simplemente no lo recuerdo, respondió simplemente diciendo: Acuérdate.
No me quedó claro si había aceptado la invitación o no.
Al principio de los dos mil, yo empezaba a reconocerme, a dibujar mi identidad y a respetar lo que durante toda mi vida me habían enseñado a odiar a punta de palos y gritos. Fue la época en la que construí mi primera familia LGTBQ+ en las calles de Puerto La Cruz, la ciudad en la que nací y crecí en el Caribe venezolano.
Con el tiempo descubriría que estás familias elegidas son castillos de resistencia, fortalezas seguras en las que nos resguardamos del huracán de la heteronorma que nos obligaba a exiliarnos en los margenes de nuestra propia tierra.
La Cotorra y La Héctor tenían un verbo poderoso con el que hacían añicos el acoso de los vigilantes de seguridad en los centros comerciales, las miradas, las burlas y los insultos que recibíamos diariamente allá donde quiera que nos juntáramos. Entendí que parte de crear nuestro lugar seguro, pasaba también por construir nuestra propia lengua y nuestra propia oralidad. Una prosa en la que iba impregnada nuestra disidencia y nuestra raza, pero sobre todo el coraje y la irreverencia de un grupo de maricones muertos de hambre que se hacían de hierro cuando se juntaban, y podían traspasar los límites de la otredad sin que eso implicara abandonarla. Por el contrario, nos revolcábamos en ella como cerdas y de ahí destilábamos el amor con el que nos cuidaríamos el tiempo que duraran estos espacios.
Recuerdo la época en la que las compañías de telefonía móvil empezaron a sacar ofertas de servicios prepago y la comunicación se volvía de pronto más asequible. Muchas tenían paquetes de SMS ilimitados, lo que se convertiría en el principal canal de comunicación entre las mariscas, cuando aún ni soñábamos con Blackberrys, mucho menos con WhatsApps. Lo que todo el mundo en la calle conocía como “mensaje de texto”, nosotras le llamábamos maricotexto. De esta forma, comenzamos a usar el prefijo marico/marica para nombrar todo lo que se nos antojara: el maricotaxi, la maricoteca, el maricomovil, la maricocena... Y también a usar palabras para describir acciones, que nadie más que nuestra familia queer, negra y marrón podía entender con claridad.
Una noche, antes de ir a fuertear a la hueca, o a huequear, como también solíamos decir, quedamos para montarnos en casa de La Minipop. Mientras lo hacíamos, conversábamos y nos quemábamos entre nosotras mismas. Nos reíamos y algunas incluso ayudaban a otras a darse coñazos, porque tenían más experiencia y sabían más. Recuerdo que alguien del grupo venía con una gallina, que no conseguía entender nada de lo que decíamos, y nos reíamos cuando intervenía en un sentido completamente distinto al hilo de nuestro cotorreo.
Podíamos tener conversaciones enteras durante horas, sin que nadie externo al grupo supiera de lo que estábamos hablando, y eso nos hacía fuertes, blindaba nuestro lugar de enunciación y nos proporcionaba ventaja en determinadas situaciones en las que, a pesar de nuestras diferencias, nos veíamos obligadas a cerrar filas en torno a una amiga que había sido atacada, o que había sufrido el rechazo de sus padres, que era bastante habitual en aquella época. Tal y como le ocurrió a La Ramón, a quien echaron de su casa al enterarse que era parcha, y se vio durante varias semanas en la calle, durmiendo cada día en casa de alguna de las hermanas. Hermanas era como nos llamábamos entre nosotras.
El propio hecho de renombrarnos, a veces arbitrariamente, y de alterar nuestros nombres, los que nos habían puestos nuestras madres, era ya una contestación a todo el orden patriarcal que pretendía dejarnos fuera, y que de hecho nos dejaba fuera todo el tiempo. No solo preformábamos la feminidad con nuestros cuerpos, sino que lo hacíamos también con nuestras lenguas. No había límites ni reglas, bombardeábamos la gramática y despedazábamos el castellano, no con un propósito destructivo, sino como último acto de fe y de amor a nosotras mismas, porque de allí hacíamos renacer las expresiones y las palabras que sí nos representaban, que sí nos incluían, que sí nos nombraban. Así que, nunca paramos de nombrarnos: La Cacarota, La Chikitranfor, La Clororo, Miss Colombia, La Arremillaita, La Dulcerita, La Garza, La Ramón, La Moncha, La Pepsimusic, La Pedropas, La Marilyn… Todas cabíamos y cabemos en nuestra nueva lengua.
Cuando quedábamos para taconear en el paseo marítimo o para intentar coronar en La Globos, éramos verdaderamente felices porque podíamos dar rienda suelta a todo nuestro léxico marica, y eso nos hacía sentir vivas, libres y poderosas. Sin entender, sin ser del todo conscientes de que, subvirtiendo el lenguaje nos permitíamos reconocer y festejar nuestras vidas disidentes, al margen siempre de la religión, de la familia, de las buenas costumbres, del saber estar y de las sifrinas enclosetadas; que era como llamábamos a las mariscas blancas de los barrios ricos que nos miraban como cucarachas cuando nos cruzábamos en los centros comerciales. Se decía que organizaban sus propias fiestas privadas a las que, por supuesto, nunca fuimos.
Entendí que nunca seríamos invitadas a esas fiestas cuando vi en la tele una entrevista que le hacían a Tamara Adrián, la primera diputada trans venezolana, en la que afirmaba que, racismo, homofobia y clase iban de la mano, poniendo a Osmel Sousa y a Boris Izaguirre como ejemplos de una homosexualidad blanca-venezolana, culta, bien vista y respetada.
Por si fuera poco, en nuestra escalada rebelde por evidenciarnos, evidenciar la discriminación que nos rodeaba, apropiarnos de los maltratos y hacer volar por los aires todo lo que no nos incluyera, o en ocasiones solo por molestar y ver las caras de indignación e incordio de las personas, porque nuestra lengua era escudo, pero también podía ser espada; y sobre todo por defender los lugares públicos conquistados, como Playa Tacón, un lugar reservado para nuestro marisqueo y nuestro fuerteo, un trozo de playa que tomamos a la fuerza; comenzamos a hablar en femenino, haciendo un uso desproporcionado de la vocal “a”, a la que éramos capaz de meter incluso en donde no cabía. Cuanda hablábamas con la “a”, nos poníamas a nosotras mismas en una lugar más vulnerabla todavía. Pero juntas aguantábamos todas las arremetidas de la LGTBifobia y del orden cristiano y heterosexual de nuestra pequeña ciudad. Las disidentes vivimos en guerra. Vivimos en guerra.
Es verdad que no nos inventamos nada. Nos inspiraban el cine y las telenovelas. Escuchábamos con atención a las maricas mayores, a las que venían de la capital y a las chouseras que imitaban a Selena y a Mónica Naranjo en los antros. Así dimos poder a las palabras, el poder de contarnos, de describirnos, de nombrar lo que nadie nos dijo que se podía nombrar, de construir la confianza para querernos y cuidarnos.
Hablar fuerte, que fue como denominamos nuestro nuevo idioma, fue el inicio de un proceso sanador y empoderador, que sostuvo la autoestima de muchas y que definitivamente nos salvó a todas. Como diría Forges, la necesidad crea el léxico. Porque cuando el mundo te niega, te expulsa, te violenta y te aparta, tu mundo eres tú y las otras como tú. Empezamos con lo que podemos o con lo que tenemos. A las maricas amaneradas, a las perras y a las negras arrechas, la lengua se nos fue dada como un reloj desarmado, sin guía ni instrucciones, hemos unido las piezas como hemos podido y hemos echado andar nuestro tiempo. Seguimos en guerra, pero, estamos creando paz.
Gabriel Vargas Zapata
Comunicador audiovisual, guionista, actor, dramaturgo, afroactivista y disidente.
@gvargaszapata (Instagram y Twitter)
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