Atravesaron el mar profundo, testigo de su desgracia, y en la lejanía de su selva montañosa quedaron extrañados cuando vieron los trenes que andaban en las vías de ferrocarriles, cuando conocieron el mundo blanco que los maldecía desde que supieron de su existencia, y el mar que los separaba, se convirtió entonces, en la entrada a otras tierras trágicas que sentenciaba a muerte aquellos hombres y mujeres, que conocieron por primera vez la maldad de los seres “cultos”, y el dolor de las blasfemias, desde que fueron sacados de África y Asia para ser expuestos como animales en zoológicos humanos.
Las miradas vigorosas de aquella gente bruta, permanecía puesta en los cuerpos desnudos, obligados actuar frente al público gozoso. Que era eso que espabilaba, y hacia flash frente a sus rostros. Que eran esos ojos de colores, que lanzaban moneditas al agua, al pie de lo que aún no era el invento de la Torre Eiffel, y mis hijos negros sin tener agallas, nadaban como peces en la superficie a devolver esa cosa redonda a la que llamaban plata. Y por qué estamos aquí, enjauladxs, sin ir a las trochas, sin subir a nuestras canoas, sin cumplir la noche sagrada de adoración y regocijo a nuestros dioses. Quienes son esos hombres vestidos que se burlan de nuestra vista, y hacen callar nuestra lengua a golpes secos, y por qué no hemos bebido agua desde hace siete días, y porque nos desplazan a otras ciudades en el monstruo largo, que pita, y no se detiene. Que es este mundo triste y salvaje que mi alma desconocía, y porque nos aplauden, y obligan a nuestra diosa a quitarse sus dos cubiertos, y a que haga movimientos con su cuerpo, después que suben ese trapo rojo. Dónde está nuestra selva húmeda, y el mar que nos arropaba de pies a cabeza, a donde se fueron los pájaros azules, porque esa agua verdosa y salada no nos escondió ante los ojos fúnebres de quienes nos matan el espíritu, y nos dejan vacíos, muertos por dentro, y haciendo que mi alma en pena corra, intentando encontrar el camino de vuelta, antes de que yo muera.
Los hombres blancos se hicieron ricos, y los bancos ya no podían guardar su dinero sucio. Viajaban a contra viento y marea, su brújula blanca les indicaba el aire espeso del Pacifico, el aire frio de Asia, y Sudamérica, y la noche negra de África. Los sacaban de su selva húmeda en buques de vapor, cruzaban el filo del horizonte despierto que escondía otro mundo, y cuando la muerte cargaba el alma de aquel ser, que los hombres tercos, miraban con desdén, el mar abierto recibía la carne, casi viva. Los sepultaba bajo las capaz de sus corrientes verdosas, y sin saber de últimas noches, el océano levantaba el altar de las nueve noches aquel muerto que no era un animal extraño. Cuando morían, en los vagones de carga de ida a Lyon, Turín, Londres, Hamburgo, Bruselas, Chicago, Ginebra, y sus pieles tiernas se volvían cenicientas, aquellos hombres letrados estudiaban la pudrición de sus cuerpos, del eslabón perdido del ser humano que habían encontrado. Antes median la forma de su cara con la cinta métrica, y rectificaban los espesores de sus cuerpos con el calibrador, medían la distancia de sus extremidades con el compás del espesor, y con el cranióforo calculaban de forma especial el cráneo con la orientación de sus huesos. Muertos en las ciudades no le daban la santa sepultura a la mujer, sus huesos pelados, con su carabela polvorosa eran expuesta en los museos vidriosos, y las luces blancas era el escondite de su alma en pena que descansaba por la noche, luego de regresar cansada y fracasar en la búsqueda del camino embejucado de su villorrio natal.
Sus corazones palpitaban con cautela para no romper el vaso sanguíneo que los mantenía vivos, era ese músculo venoso y sangriento lo que les daba el aspecto de vivos, porque por dentro no había vida. La bondad de estar vivos, a pesar de todo, era la carta roja que enfermaría el mundo, porque después de su desdicha inicial, les esperaba los andares dolorosos de la esclavitud, que llego majestuosa y endiablada con los cantos trompetozos de la infamia. Después de estar expuestxs en jaulas, y teatros fríos, los hombres le pusieron el pecho a la guerra, se formaban enfilados, caminando por la línea militar en un solo andar, que respondía los desacuerdos de las coronas que se peleaban el poder. Las noches se volvieron largas, los caminos se entrecruzaban entre la inocencia de aquellos hombres y mujeres que extrañaban sus tribus, que pensaban en sus dioses vivos. Y el tiempo pasaba, el viento fúnebre le soplaba en sus caras, como diciéndoles que no había regreso, que el camino escondido había sido descubierto por aquellos hombres de pieles blancas que no tenían corazón, y que servían a la corona sangrienta y bruta que enterró en sus almas serenas el puñal de la tristeza tibia que despreciaba el color de sus cuerpos. Desde entonces nos reconocemos entre razas, hablamos entre prejuicios de color, vivimos ahora en una pirámide blanca que le asigna un lugar a cada quien. La colonización se expandió hasta las venas azules de nuestro cerebro pasmado. Nació, y desde aquel tiempo endiablado la hipersexualización de los cuerpos negros desnudos, y el mar enmudecido, como la historia, sigue siendo testigo de la maldición que cayó sobre la selva húmeda, ese día.
*Durante los siglos XIX y XX aproximadamente treinta y cinco mil personas fueron sometidas y expuestas, ante millares de espectadores que pagaban por entrar a los circos, zoológicos, exposiciones coloniales internacionales y teatros, mientras que los cuerpos que fallecían en sus jaulas eran estudiados en salas de anatomía. Fuente: DW documentales
DW documentales: https://www.youtube.com/watch?v=XSzjUXVjZxk
Calafate Zoológicos humanos: https://www.youtube.com/watch?v=-8MyDeDpGAs
Betty Zambrano Zabaleta
Colombiana. Estudiante de Comunicaciòn Social y Periodismo.
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