miércoles, enero 22

Cabello bueno

Si me permito hacer una analogía sobre mi cabello y el racismo colonial, es porque se relaciona con su extensión y mis capacidades, desde una perspectiva personal y cómo soy vista por otros. Cuando mi cabello luce a mitad de la espalda, éste debe exceder el doble de largo para que aparente estar a la misma longitud que la melena de otras personas, aspecto poco notable. Algo similar sucede con mis esfuerzos, pero con más trabas. Es decir, mínimo debo duplicarlos para ser aceptada, porque el criterio colectivo de belleza, inteligencia y aptitudes son valorados por falacias naturalistas sobre la raza. Choqué con este absurdo cuando me mudé a los veinte años y estuve trabajando y viviendo en varios estados, antes de trasladarme a la ciudad de México para estudiar y trabajar, donde el colorismo, racismo y clasismo es demasiado palpable. Sé que no es el único país ni la única ciudad donde lamentablemente otras mujeres son sometidas a procesos de aculturación, presionadas a incorporar en ellas conceptos de belleza eurocentristas, mismos que se han utilizado para crear estigmas sociales sobre nuestra pela. 

Me percibí distinta al ver a las demás niñas del jardín. Su piel era más clara que la mía, yo hecha de melanina y un cabello que en volumen y forma era distinta y de un color más obscuro que el suyo. Mis rizos elípticos caían a la altura de mi espalda, frondosa como la bugambilia que adornaba el patio de la casa de mi abuela. Sabía que su extensión era aún más abundante, eso me lo enseñó el agua que caía sobre mí al bañarme. En cambio, el cabello de las demás niñas era de un color más claro que bajaba como una cascada trémula al viento. 

Mi madre peinaba mi larga cabellera; en ocasiones mi abuela, que tampoco tenía idea de cómo lidiar con mi cabello, aunque ella asegure que sí tenía conocimiento del cabello rizado, porque mi madre lo era… su jaloneo, que cepillaran mi cabello en seco, sin el mínimo cuidado y los mismos peinados, dictan lo contrario respecto a las habilidades que dice tener. 

Mi tía sólo lo trenzó una vez, colocando en cada delgada trenza pequeñas pinzas de colores que se le conocían como ‘piojitos’. 

En realidad, ninguna de las tres sabía nada de cabello afro hasta que les llegué al mundo con ‘rizos pegados a la cabeza’, como expresó mi madre. Mi padre, de quien heredé casi toda la apariencia física, pocas veces le vi su afro. Lo mismo sucede con mis hermanos. Mis hermanas prefieren alisar su cabello, según porque el clima de Panamá es diferente al de aquí y no deja el cabello igual de bonito. Es algo que sólo confirmaré estando allá. 

Mi madre, por su parte, mantuvo el mismo corte hasta su muerte por su poca tolerancia al calor. Sus rizos se distinguían poco, cuando crecían se formaban unos grandes bucles castaños como los de una muñeca de porcelana. 

Mi peinado favorito de niña eran los ‘globitos’, nombrado así de manera cariñosa por parte de mi familia. Este consistía en relamer con gel mi cabello en la parte superior hasta dos colectas espumosa negras, y colocar al final de ellas, una pequeña liga en cada una. Mi cabello lucia inflado, por obvias razones, más por el contraste del peinado. Tan parecidos a dos dirigibles sosteniéndose de mi cabeza. 

Supongo que esta idea fue de mi abuela, quien dijo peinarme hacía atrás o recoger mi cabello, porque si no mi cara lucia muy pequeña.

Aunque se esforzaban e intentaban ponerle su atención debida, mis peinados no eran tan variados porque se cansaba de peinarme, al punto que una vez mi madre causó que mi padre llorara, un día en que ella actuó con su egoísmo: peinó mi cabello en la noche, hizo una trenza y pasó el filo de las tijeras varias veces tan cerca de mi nuca, hasta desprendernos una de la otra, antes de quedarme dormida. Aunque en ese momento, no dimensioné lo sucedido, no recuerdo haber llorado como mi padre, pero sí que a mis cuatro años me sentía completamente apenada. Tocaba mi cabeza: ¿qué había pasado?, buscaba en ella, esperaba a que mis rizos aparecieran de nuevo; quería esconderla, pero ¿cuánto podría ocultar con unas manos tan pequeñas? Por esa diferencia, me alejé un poco de mis compañeres hasta que creció un poco. Algo me faltaba y no pude describir en aquel tiempo cuán desnuda me sentí. 

El cabello creció, pero no le perdoné su mentira de tener piojos, esa fue mi hermana. Lo confesó cuando iba en la secundaria. Estábamos tan conectadas, ese instante en el cual pensaba en mí vergüenza infantil, ella lo dijo: «sabes, nunca tuviste piojos, me cansé de cepillarte el cabello». 

No les juzgo, de alguna manera lo entiendo. En su historial familiar parece que nunca hubo un familiar con un cabello como el mío y el Internet en aquellos años era obsoleto a comparación de ahora, y mi padre era lo bastante negligente para la crianza, cuya aportación en este tema fue nulo. 

Donde viví y me criaron no había productos que ayudaran a peinarme. Tampoco es de extrañar que no creciera con referentes afro. En las tiendas departamentales las fotografías de portada tanto de revistas como de la mayoría de shampoos y acondicionadores las personas eran blancas y lacias, los productos para rizos es una mujer blanca con los famosos rizos dorados. Algo que no ha cambiado del todo. Los productos que tuve más adelante, los enviaba una tía de E.U. o cuando íbamos a Tijuana los adquirimos ahí o en la frontera. Esto también me recuerda que cuando veían conmigo el programa de Barnie, salía una niña negra y mi familia la señalaba y me decían que era yo. En cuanto a la escuela, había un cuento que aparecía en el libro de primaria «Niña bonita» de Ana María Machado. Esas actrices, el cuento y mis hermanos que conocí poco durante mi infancia, fueron mi única alusión de acompañamiento para no sentirme aislada, porque los comentarios de parecerme a mi padre, sólo eran una forma de alejamiento que los adultos no comprendían. 

Cada vez que iba a una estética, trataban mi cabello como los demás, pedía un despunte y cortaban más de la mitad, razón por la que mi madre decidió tomar cursos sobre corte de cabello y fue ella quien lo atendió por muchos años hasta que yo empecé a identificar y eliminar la orzuela. Un día mi madrastra me llevó con una estilista, la única que supo cómo tratar mi cabello. En ese entonces, yo tenía veinte años. Había cortado mi cabello hasta los hombros con el mantra: corto, pero bonito a largo y feo, mientras éste caía al piso. Estas palabras calmaron el paso de aceptación, desapego y transición. La depresión se manifestó por toda mi cuerpa y yo no supe leer los síntomas, había escalado a mi cabeza, mi cabello parecía absorberlo y salvarme hasta que se convirtió en paja. Hubo tratamientos: ampolletas, keratina, mascarillas, etc… Nada lo ayudaba, estaba tan enfermo como yo. Pero era el único de los dos que podía cortarse por completo y volver a crecer. 

Al entrar al lugar, se acerca a nosotras, ella es una mujer trans que vivió en el bronx por un tiempo y me explicó cómo debo consentirlo y cómo las mujeres negras hacen su ritual cada semana, yo me reí. Mi madre se molestaba que lavara mi cabello con dos días de diferencia o hasta una semana, dependiendo la temporada, ya que por el largo, aún en los días calurosos que duran meses, mi cabello lograba cercarse alrededor de ocho horas. Al parecer, no estaba tan alejada de mis raíces y ese rito de conservación y reconocimiento que se nos concede mediante la experiencia y la transmisión oral. 

Pasado un tiempo mi cabello se fortaleció y mi alma fue aceptando su duelo. 

A pesar de todo esto que cuento, hay algo que agradezco mucho y es como desde mi hogar me enseñaron a amar mi cabello, nunca lo alaciaron o peinaron para que tuviese menos frizz. Mis compañeras y compañeros de kinder nunca me molestaron. Claro que hubo comentarios innecesarios por parte de algunos entes con infraestructura obsoleta en su sinapsis, a los cuales ni les hacía caso. Unos expresados de manera «tierna» y otras de manera nefasta, de igual manera son comparaciones que nadie pidió, tan normalizados con tanta naturalidad que nadie se pone a reflexionarlos. Como un primo que me decía ‘negra color de llanta’ o quienes se referían a mi cabello de manera despectiva, que parecía… Soy una persona, ¿por qué compararme con un objeto? 

Desde que tengo memoria, nunca faltó quien tocara o quisiera tocar mi cabello sin tener una relación o permiso de ello, o preguntaran si era peluca o donde me hicieron los rizos. Aunque quizá nada se compare con la típica pregunta que detesto, como si fuese una regla, un acuerdo tácito de lacios autovanagloriándose, enalteciendo sus genes dominantes y los cánones estéticos blancos y capitalistas que nos venden productos para eliminar frizz, alisar nuestra pela y desplazando nuestras raíces y existencia, con productos que también blanquea la piel, ya sean filtros o cremas: 

– ¡Oye, nunca te has alaciado el cabello? 

Vaya forma de querer negarme en el mundo. Es curioso, jamás he escuchado ni he preguntado a una persona lacia: «¿por qué no te haces un afro? Mínimo para hacerte un cambio, tu cara de vería diferente». Tampoco decirle que su cabello me da curiosidad, que parece tal o cual cosa; o si puedo tocarlo o llegar sin permiso para acariciarlo como si fuese un perro. 

Cursando la preparatoria, mi madre quería que mi cabello no se viera afro. Me compraba cremas para rizos antifrizz, mi cabello nunca se aplacó. De igual manera, yo lo quería así como es, me gusta esa melena gigante, continúo dejándolo libre, es libre como yo o yo como él, mis ideas son así, expandida, toman su lugar, se enredan entre ellas como cada rizo de mi cabello de gorgona. 

Mi madre amaba mi cabello y aunque no lo expresó explícitamente, sé que de alguna manera, tanto por una influencia debido al bombardeo del mercado, le preocupaba con lo que más tarde encontraría en el mundo fuera de casa. Una también lo observa conforme va creciendo: las diferencias pueden unirnos o separarnos, cuya decisión no depende sólo de una misma. 

En una estancia de verano, mi jefa directa comentaba continuamente que mi cabello era «chistosito». Su palabra era tan molesta y sabía perfectamente reconocer que era una expresión pasivo-agresiva para decirme que hiciera algo con mi cabello. Las primeras dos semanas asistí con mi cabello trenzado, le llamaron la atención porque pensaban que eran ratas… Un viernes llegué tarde y con una presentación que acepto no era apta para la empresa, aunque fuese viernes, únicos días en los cuales se permitía ir casi en contra al reglamento, el cual es sumamente machista y eurocentríco. Hablamos un par de minutos antes de irme, le dije que no tenía problema en travestirme. Sin embargo, ella aprovechó el

momento para querer decir algo sobre mi cabello, así que la paré en seco con una pregunta retórica: ¿tienes algún problema racial con mi cabello? Ella se impresionó, inclinándose un poco hacia atrás y comentó: «no, ninguno, ninguno», moviendo ambas manos hacia los lados. 

Obviamente, no dejaría que hablase al respecto. Mi afro no se toca, mi cabello no se esconde y mis rizos no se alisa, no me desnivelaré por ningún empleo o beca. Después de esto, ella no volvió a tocar el tema ni hacer otro comentario sobre mi cabello. Aquella empresa explotadora a la cual no regresé ni lo haría, era la única mujer afro entre tonos de piel más claros que la mía. 

Sé que esto es sólo una pizca de una larga faena de lucha en el mundo laboral, cuyo ambiente formal y profesional se vinculan con un aspecto de blanquitud, por lo que mi origen y raíces se vincula con nivel socio-económico bajo, incompetencia, fealdad, entre otros antónimos de cómo se autodenominan quienes son blancxs. 

Tuve experiencia similares en la búsqueda de empleo, ser discriminada durante jornadas de trabajo por la clientela cuando debía dar atención al cliente y ser cosificada por hombres, esto último es muy común en el día a día. 

Nuestras características físicas no deberían ser relacionadas como una cantidad de magnitud para medir nuestras capacidades cognitivas ni para ser menospreciadas en ninguna circunstancia. Cada vez más mujeres aceptan su cabello y lo llevan al natural, experimentado con peinados afro. Esta revelación es una postura que exige a un sistema -que sea ha opuesto a nosotras-, que observe perplejo cómo resistimos y existimos, que la belleza negra no será desplazada nuevamente por la supremacía blanca, que no tiene nada qué ver con estatus social ni poder adquisitivo ni con nuestras capacidades… 

Mediante la resistencia transformaremos la contemplación a lo distinto para no propiciar la dualidad ni jerarquías: aquello considerado diferente, será recibido para incluir y generar empatía.


Mayela Illezcas

Gorgona escriba que todo crítica y captura mediante la palabra, se cura el alma leyendo poesía. Le gusta pavonearse, jotear, bailar y la moda. Es todo un personaje, constantemente está aburrida de sí misma, tiene tantos seudonimos y alter egos como las diosas Kuan-Yi, Karttikeya y Avalokiteshvara brazos y cabezas. Es una egocéntrica que prefiere estar sola en casa que perreando en una fiesta, pero aprecia ambas como conocer y aprender, principalmente una buena charla. 



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