En la conformación de nuestra humanidad nos es otorgada una serie de interseccionalidades, fortunas y fatalidades, suertes y artilugios que atraviesan nuestro trasegar; una pluralidad de singularidades que nos hacen quienes somos y configuran nuestro modo de ser y estar en el mundo. En mi caso, una de esas singularidades es mi madre.
Fui depositada hace años en los brazos de una mujer que anhelaba ser madre, y por supuesto no juzgo si su elección fue a causa de su subjetividad o de las normas imperantes del género que rigen a la sociedad. Quien ahora era mi madre era una mujer con carácter, tenacidad y gran ternura. No puedo describir mis primeros meses de vida en este hogar, pero las fotografías son una prueba fehaciente del amor que me propugnaba.
Mi abuela era una mujer descendiente de indígenas de una región cercana y según cuenta mi madre y mis tías, estaba obnubilada por tener una nieta negra; de su sabiduría ancestral elaboraba ungüentos y menjurje para nutrir mi piel y mis cabellos; cada día llegaba a casa para darme un baño, perfumar mi cuerpo y curar mi ombligo de acuerdo a sus ritos; de la misma forma me ponía aceites para cuidar mi cabello. Compañeras de mis pasos y travesuras. En el fondo sé que ellas sabía lo que encarnaba tener una hija negra, a pesar de no tener a nadie más en su familia. Pero sabían que el camino que me esperaba no sería muy afortunado, puesto que su ciudad, ahora mía, fue construida bajo la sangre y el sudor de mis ancestros. Popayán, de sobrenombre “La ciudad blanca” y con ello todo un legado colonialista y lo que deviene.
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Mi madre se encargó de que el colegio fuera mi primer campo de batalla, pues este me daría los dolores y las destrezas necesarias para afrontarme a lo que más adelante sería el mundo. Sin lugar a dudas, el exotismo posee el imaginario de muchas personas, por lo que mediante este se me abrió paso en el camino escolar, rodeada de personas que admiraban los peinados que mi madre me hacía, así como la tonalidad de piel, dado que era la única estudiante negra del colegio, así como lo sería más adelante de la universidad y hasta de mi lugar de trabajo. Con comentarios maliciosos de niños perniciosos quienes heredan las practicas discursivas racistas de la mano de sus padres y de la cultura del lugar; fue allí donde empecé a tener conciencia de la diferencia, diferencia que mi madre ya había percibido, no de sus ojos, sino de quienes miraban con sospecha a mujer blanca de la mano de una niña negra.
Una tarde fortuita de entrega de informes académicos, la maestra le dijo a mi madre que debía empezar a ser más exigente conmigo académicamente hablando, que yo era capaz de dar muchísimo más, que no permitiera que me conformara con poco. De ahí en adelante, mi madre se convirtió en mi entrenadora. Cada día me recordaba lo valiosa que era y que no debía conformarme con poco. Me dejó pararme en sus hombros para ver más allá; me pintaba un mundo, me daba espejos de experiencias y no dejaba que bajara la cabeza. Ella me enseñó a que debía trabajar más, más que los demás para borrar todo el legado colonialista que había sido puesto sobre mis hombros y con el cual debía cargar; sobre mi puso el peso de cuestionar estigmas bastante arraigados de mi ascendencia.
La pubertad. Estas orugas serán mariposas. Los cambios corporales, las emociones, los chicos y otros problemas. En mi caso, como mujer negra, el cabello. Esperaba ansiosa el día en que sería “mujer”, mi primer alisado, un ritual de paso para alcanzar la feminidad y ser atractiva para los chicos. No obstante, mi madre quien me acompañó en ese proceso, no tuvo reparos en advertir que aquello no era para mí y que mi cabello afro, natural, era lo que en verdad era. Sin embargo, y por encargo mío se convirtió en la verduga de mi ancestralidad capilar. Dos años después, en un arranque casi frenético por no haber obtenido aquello que yo esperaba de una melena lisa y frondosa, mi madre sentenció: ¿Por qué intentas ser lo que no eres? Ten calma, si Dios lo hizo así, su razón y propósito tendrá. Y así fue como ella, una vez más tuvo que cortar de tajo la esclavitud de los últimos dos años.
Hoy que miro en retrospectiva me doy cuenta de que la mujer negra, consciente y orgullosa que he llegado a ser vino de la mano de una mujer blanca, una mujer blanca que me ayudo a recorrer, comprender y enfrentar los laberintos del poder de quienes en su momento se creían superiores a mí, de una mujer blanca que me dio las herramientas necesarias para descubrir mis pasiones y poder perseguirlas, de una mujer blanca que me ayudó a cuidar de mi misma, de una mujer blanca que me enseñó a ser dueña de mi misma.
De ahí viene mi limitada y no única “definición” soy una hija performativa de la diáspora africana, gracias a la madre mía.
Eliana Guerrero Manzano
Afropatoja, hija performativa de la diáspora africana
Profesora de Literatura y Ciencias Humanas
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