La reunión entre Donald Trump y el presidente sudafricano Cyril Ramaphosa, celebrada en Washington, fue presentada oficialmente como un encuentro bilateral sobre comercio y cooperación. Sin embargo, desde el inicio quedó claro que el verdadero objetivo del gobierno estadounidense era forzar a Sudáfrica a posicionarse en un escenario diseñado para la propaganda supremacista. La administración Trump intentó utilizar la ocasión para interpelar a Ramaphosa sobre las falsas acusaciones de “genocidio blanco” en su país, en lo que se reveló como un intento de encerrona diplomática. Lejos de doblegarse, el presidente sudafricano mantuvo la dignidad de su nación y defendió con firmeza el proceso democrático y transformador de su país, dejando claro que Sudáfrica no cederá a los chantajes ni a los relatos fabricados para humillarla. La maniobra de Trump, en cambio, fue una clara ofensa a la soberanía sudafricana y una tentativa de menosprecio a una nación que aún lucha por superar siglos de colonialismo y apartheid.

En un nuevo gesto que reafirma la línea ideológica de su gobierno, Donald Trump ha vuelto a situar al supremacismo blanco en el centro de su estrategia política internacional. La reciente reunión con el presidente de Sudáfrica, Cyril Ramaphosa, ha sido presentada por la administración estadounidense como un encuentro diplomático más, pero lo cierto es que el verdadero trasfondo de la visita ha sido una encerrona para tratar el tema de la supuesta persecución de personas blancas en Sudáfrica, un bulo sostenido por grupos de extrema derecha para alimentar teorías racistas de “genocidio blanco”.
Desde hace años, la narrativa de que los granjeros blancos están siendo sistemáticamente asesinados en Sudáfrica ha sido impulsada por medios reaccionarios y redes conspiranoicas, en particular por sectores supremacistas que usan este discurso para reforzar una idea de “víctima blanca” acorralada en un mundo gobernado por la diversidad, la justicia social y los derechos humanos. Una idea sin base en la realidad, pero eficaz para mover a su electorado y reforzar sus alianzas ideológicas globales.
La Administración Trump ha dado crédito a estas denuncias falsas, alimentando con ello los argumentos de los defensores del apartheid que nunca aceptaron el fin del régimen racista en Sudáfrica. De hecho, uno de los ejes discursivos más peligrosos que han resurgido desde Estados Unidos en esta etapa ha sido la afirmación de que el proceso democrático sudafricano ha desembocado en una “represión de los blancos”. Esta acusación, además de profundamente racista, ignora deliberadamente las condiciones materiales que siguen afectando a la mayoría negra del país, herencia directa de décadas de saqueo, segregación y violencia estatal avaladas por Occidente.
El aparato mediático que rodea a Trump no ha dudado en amplificar las voces de figuras supremacistas que han viajado a Sudáfrica con la única misión de fabricar pruebas para justificar esta narrativa. Se trata de una operación ideológica cuidadosamente diseñada para reforzar la idea de que el hombre blanco está siendo desplazado en su propio mundo, y que debe defenderse. Así, Sudáfrica se convierte en el símbolo de una “advertencia” para el futuro de Estados Unidos y Europa, en la retórica de los apologetas del etnonacionalismo.
En este contexto, la reunión entre Trump y Ramaphosa no puede entenderse como un acto diplomático. No es solo que la administración estadounidense se haga eco de una mentira. Es que esa mentira forma parte de un programa político más amplio. Porque al hablar de conceder asilo a supuestas víctimas blancas de un genocidio inventado, lo que realmente está haciendo el gobierno de Trump es enviar un mensaje de que los blancos están en peligro, y ellos —la extrema derecha estadounidense— son su refugio.
Mientras tanto, las personas negras continúan siendo objeto de violencia sistemática, tanto en Estados Unidos como en Sudáfrica, sin que eso merezca titulares, reuniones ni políticas de acogida. En lugar de denunciar el racismo estructural global, lo que hace esta administración es apuntalarlo, dándole legitimidad internacional.
Y lo más alarmante es que nada de esto es improvisado. No se trata de una torpeza diplomática ni de un desliz comunicativo. Lo que tiene más claro este gobierno de extrema derecha es quién es su público. Y no tiene reparo en demostrar, una y otra vez, que está del lado del supremacismo blanco. Es ahí donde encuentra su base, su ideología y su hoja de ruta.
Redacción Afroféminas
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