
Israel no ganó Eurovisión 2025, pero para muchísimas personas racializadas, feministas y anticolonialistas, su segundo puesto fue la derrota más amarga de la noche. No porque la canción fuera buena o mala. Tampoco porque el certamen tenga alguna relevancia musical real. Fue una derrota de quienes hemos pasado meses, años, denunciando una masacre retransmitida en directo desde Gaza. Fue la prueba de que la propaganda del Estado de Israel es más es eficaz de lo que creemos y es celebrada, premiada, votada con entusiasmo por millones de europeos. Entre ellos, muchos españoles.
Cuando Israel recibió los 12 puntos del televoto español, fue una muestra más de cómo la opinión pública en Europa puede ser manipulada hasta extremos grotescos. Y sobre todo, fue una alerta. Porque si el entretenimiento puede funcionar como vehículo para normalizar un genocidio, ¿qué más estamos dispuestas a aplaudir sin ni siquiera cuestionárnoslo?
Propaganda en tiempo de guerra
La actuación de la cantante israelí Yuval Raphael, presentada como «una víctima» de los ataques del 7 de octubre, fue una operación de imagen cuidadosamente diseñada. No es ninguna teoría conspirativa: el sionismo lleva décadas invirtiendo en cultura pop como instrumento de blanqueamiento. Lo hemos visto con series, películas, campañas publicitarias. Este año lo vimos en Eurovisión, donde cada plano, cada lágrima, cada verso hablaba de un país que sufre… sin mencionar ni una sola vez que ese país está ejecutando bombardeos sobre hospitales, escuelas, campos de refugiados.
Israel jugó al sentimentalismo y le funcionó. Jugó a victimizarse y consiguió que millones de europeos olvidaran, o eligieran ignorar, que mientras esa artista cantaba sobre un “nuevo día que amanecerá”, en Gaza los cuerpos de niñas y niños eran sepultados bajo los escombros. Esto además estaba sucediendo literalmente en el momento de la actuación.

Lo que pasó con el televoto no puede verse como una anécdota. Israel ganó el televoto en varios países y quedó segunda en la clasificación final. La audiencia española —una parte significativa de ella— votó de forma masiva por una candidatura que representa a un Estado acusado de crímenes de guerra por organismos internacionales, incluido el Relator Especial de la ONU. Y no lo hizo por la calidad musical. Lo hizo porque la campaña funcionó.
La narrativa emocional, los silencios cómplices, el control discursivo que impidió a RTVE mencionar a Palestina durante la retransmisión, todo formaba parte del mismo esquema para convertir a Eurovisión en una herramienta de guerra blanda.
Y aún así, RTVE —a pesar de las amenazas de la UER— se atrevió a lanzar antes de la gala un mensaje: «Frente a los derechos humanos, el silencio no es una opción. Paz y justicia para Palestina.» Fue un acto de dignidad en medio de un espectáculo vigilado. Pero para millones de espectadores, no importó. Ignoraron el contexto. Prefirieron votar genocidio.
La complicidad de los medios
Los grandes medios, tanto en España como en Europa, jugaron su papel en esta farsa. En nombre de la “neutralidad”, evitaron usar la palabra genocidio. Cubrieron las manifestaciones contra la participación de Israel como si fueran notas de color. Algunos, como El País, hablaron de “división de opiniones”. Otros, como El Mundo o Libertad Digital, se lanzaron de lleno a defender la candidatura israelí como símbolo de resistencia y «esperanza judía».
La cobertura mediática sirvió para legitimar esa presencia incómoda, violenta y profundamente ofensiva en un evento internacional. Mientras se censuraban banderas palestinas, mientras se expulsaba a manifestantes pacíficos del público, la maquinaria del entretenimiento actuaba como si nada ocurriera. Como si Gaza no existiera.
Mientras tanto, la extrema derecha abrazaba la candidatura israelí. Desde Vox hasta líderes del Frente Nacional en Francia, pasando por influencers ultraconservadores en redes, muchos han salido a defender abiertamente la “valentía” de Israel y a denunciar la “islamización” del certamen.
La extrema derecha europea tiene a Israel como modelo de Estado étnico, militarizado y excluyente. Admiran su control fronterizo, su cultura de la seguridad, su islamofobia institucionalizada. Por eso han apoyado su participación en Eurovisión con tanto ahínco. Israel no es una víctima para estos partidos, es un ejemplo.
Y para quienes creemos en el antirracismo, en los derechos humanos y en la justicia global, ese abrazo entre fascismo europeo y sionismo debería encender todas las alarmas.
¿Ignorancia o decisión consciente?
El gran problema, el más incómodo, es que el televoto refleja lo que mucha gente piensa. Que Israel tiene derecho a defenderse. Que lo que ocurre en Gaza es “complejo”. Que cantar en medio de una guerra es un acto de coraje, aunque sea desde el lado del agresor.
Y aquí no podemos evitar interpelar a quienes votaron por Israel. ¿De verdad no sabían lo que estaban haciendo? ¿De verdad se puede separar la canción de la política cuando hay más de 60.000 personas asesinadas? ¿Qué clase de banalidad moral permite premiar con puntos a un Estado que bombardea a civiles mientras canta sobre esperanza?
Hay una palabra para esto: deshumanización. La misma que permite que la muerte de miles de personas palestinas no pese lo suficiente como para cambiar un voto. La misma que hace que el sufrimiento de otras madres, otros niños, no importe.
Eurovisión es, en teoría, un espacio de celebración cultural. Pero como cualquier espacio cultural, no es neutro. No puede serlo cuando sirve para lavar la imagen de un Estado en plena ofensiva militar y cuando reprime simbología palestina y reprime la libertad de expresión en nombre del espectáculo.
Y sobre todo, no puede serlo cuando legitima la idea de que votar por Israel es solo una elección estética o emocional, sin consecuencias. Porque las consecuencias existen. Y las sufrimos cada día quienes denunciamos el genocidio, quienes ponemos el cuerpo en las calles, quienes criamos a nuestras hijas e hijos enseñándoles a distinguir entre propaganda y empatía.
El televoto a Israel en Eurovisión 2025 ha sido un síntoma de algo mucho más profundo que una cuestión de votos. Fue un reflejo del racismo estructural europeo, de su islamofobia y de su simpatía por los Estados militarizados que reprimen y colonizan. Ha sido una llamada de alerta para quienes creemos en la cultura como herramienta de justicia, no de impunidad.
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