viernes, marzo 7

La guerra contra las mujeres en Etiopía: cómo la violencia de género persiste más allá del conflicto

Lloramos juntos cuando Heaven Awot fue asesinada por el propietario de la casa de su madre, Getnet Baye, en Bahir Dar, región de Amhara, Etiopía, en agosto de 2023. Una niña de siete años, violada y asesinada en un país que a menudo trata la violencia contra las mujeres como ruido de fondo.


Imagen: Eduardo Soteras/AFP via Getty Images.

Después de cometer este acto atroz, Getnet desechó el pequeño cuerpo de Heaven y le metió arena en la boca como si quisiera borrar su voz y silenciar su protesta para siempre. Un año después, en agosto de 2024, recibió una sentencia de 25 años, una decisión que encendió la indignación pública, ya que muchos exigieron un castigo más severo. El caso se convirtió en tema de comentarios explosivos en las redes sociales y, en un giro final, Getnet apeló su sentencia.

Vinimos a llorar después de la sentencia, nuestro dolor colectivo alimentado por la renovada indignación por el asesinato de Heaven. Mientras los miembros de la comunidad se reunían para una vigilia pública para honrar su memoria y exigir justicia, la policía federal llegó para silenciarnos. “No hay permiso”, dijeron, bloqueando cualquier protesta o duelo público. Y la madre de Heaven, la que se atrevió a exigir justicia, ahora pasa de la sombra a la sombra, perseguida por amenazas de muerte. Su derecho a llorar y a sanar, robado por un sistema que castiga a las mujeres simplemente por querer vivir.

¿Cómo es posible que la exigencia de justicia provoque más rabia que la violencia en sí? ¿Por qué, en Etiopía, el llamado a la rendición de cuentas provoca una reacción tan feroz? ¿Por qué, como sociedad, protegemos fervientemente la violencia y a sus perpetradores mientras castigamos a quienes se resisten? ¿Por qué se defiende esta crueldad como un noble valor cultural?

El asesinato de Heaven no fue sólo una tragedia, fue un recordatorio. Es una epidemia sistémica y silenciosa que convierte la vida cotidiana de las mujeres y las niñas en una batalla por la supervivencia. Desde los silbidos en las calles hasta los puñetazos tras puertas cerradas, pasando por la violación y el asesinato, todo está conectado. Y esta es la cruda verdad: el 35% de las niñas etíopes sufrirán violencia sexual antes de cumplir los 18 años. No es una coincidencia, es causalidad. Un acto violento alimenta a otro hasta que la violencia se convierte en el aire que respiramos. 

En Tigray y Amhara, donde las guerras han “terminado”, la violencia contra las mujeres prospera bajo un tenue velo de paz “posconflicto”. ¿Seguridad? Es mentira. En los últimos dos años, las supervivientes de violaciones en tiempos de guerra han regresado a comunidades que las marcan como parias: separadas de sus familias, ignoradas por las instituciones, abandonadas para sanar en silencio. Esto nos recuerda, aquí en Etiopía, cómo las lealtades étnicas dictan quién merece empatía, con una compasión racionada por linajes. Los cuerpos de las mujeres se convierten en la primera línea de la rabia étnica y política, donde las luchas de identidad y poder se graban en carne, incluso cuando las milicias de nuestros propios compatriotas atacan a nuestras propias mujeres, marcándolas con las heridas de una nación dividida contra sí misma. Estas cicatrices exponen el papel que las mujeres se ven obligadas incesantemente a desempeñar, soportando el peso de la identidad fracturada de una nación. 

Y, como demuestran los recientes secuestros de niñas en Tigray, la violencia no necesita un campo de batalla: prospera en el silencio, en las miradas despectivas, en un país ansioso por borrar sus heridas y llamarlo paz. Para estas mujeres, la paz es una palabra hueca, su trauma enterrado como el costo de la llamada “construcción de la nación”.

El asesinato de Heaven Awot a manos de su casero  le dolió profundamente. Una niña de siete años, violada, estrangulada, con su cuerpo tirado con arena en la boca: un acto final y brutal de silenciamiento. La arena se tragó su voz, como si cada grano tuviera una tarea: ahogar sus gritos, enterrar su verdad, capa a capa, silencio tras silencio. La arena, no como tierra sino como borrado, se apretó para asegurarse de que nunca la escucharan, ni siquiera en la muerte. El clamor era ensordecedor. ¿El hombre responsable? Veinticinco años de prisión. Sólo 25. Y en este mismo país, la gente, en su mayoría hombres, tuvo el descaro de pedir clemencia. Arena para sofocar su voz, clemencia para sofocar su justicia. 

Su madre presionó por el caso de su hija, luchando y protestando ante el público. “Si nuestros hijos no pueden estar seguros en nuestras casas, ¿a dónde más podemos ir?”, preguntó, hablando por todas nosotras. Por cada mujer que alguna vez ha tenido miedo del extraño en la calle o del hombre en su propia casa.



En Etiopía, las mujeres son siempre las más afectadas. En todas las crisis, en todos los conflictos, en las políticas de austeridad impuestas por el FMI, en el desastre climático. Durante la pandemia de COVID-19, las mujeres quedaron atrapadas en hogares con maltratadores, aisladas de los sistemas de apoyo, como si el mundo mismo conspirara contra ellas. La violencia doméstica aumentó y las mujeres se convirtieron en los amortiguadores del dolor de la sociedad, se esperaba que neutralizaran la angustia que las rodeaba y restablecieran una falsa sensación de equilibrio.

En Tigray, los cuerpos de las mujeres se convirtieron en el campo de batalla. Los ejércitos nacionales de Etiopía y Eritrea, junto con las fuerzas regionales y las milicias aliadas de todas las partes en la guerra, utilizaron la violencia sexual como arma para desmantelar las comunidades: destruir a las mujeres, destruir a la gente. Es una táctica tan antigua como la guerra misma, y ​​Etiopía es un ejemplo viviente de ello.

¿Y qué es lo que tiene prioridad? El embellecimiento. Miles de millones de árboles plantados bajo el lema “Legado Verde”, transformando paisajes en una fachada pulida. Las calles brillan con nuevas luces, carriles para bicicletas, parques cerrados, todo ello es una señal del progreso de una nación. Pero estos proyectos vanidosos no ofrecen ningún refugio. Los árboles están protegidos con multas y regulaciones estrictas, pero ¿dónde está la protección para las mujeres y los niños que caminan por esas mismas calles?

La negativa de Etiopía a enfrentarse a esta violencia no es un error, sino una decisión deliberada. Es algo que atraviesa la estructura misma de nuestra sociedad y se refuerza en cada institución, en cada protesta ignorada, en cada ataque que no se desafía. Proverbios como Sayt ina ahya dula yewedal (“A las mujeres y a los burros les encanta que los golpeen”) no son reliquias del pasado. Todavía se dicen hoy. Son herramientas de control que refuerzan la idea de que las mujeres son propiedad, que están hechas para ser golpeadas, silenciadas, descartadas.

Las mujeres siempre han sido las arquitectas invisibles de la paz en Etiopía: mantienen unidas a las familias, sostienen a las comunidades, intervienen para mediar donde otros no lo hacen. Pero estamos excluidas de todos los puestos de poder real, incapaces de dar forma a las políticas que nos afectan a todos, marginadas por las mismas estructuras que defendemos. ¿Y esta exclusión? No solo perjudica a las mujeres; desintegra la nación, alimentando ciclos de violencia e inestabilidad que nos unen a todos. Las perspectivas de las mujeres son más que vitales: son un salvavidas, llevan las experiencias de las familias, las comunidades y los marginados, y fundamentan las decisiones en la plena realidad de nuestras vidas. Sin mujeres en la mesa, Etiopía permanece atrapada en un círculo implacable de crisis y sufrimiento. Repetir una y otra vez.

La violencia contra las mujeres no es un fenómeno aislado, sino un fenómeno continuo. El acoso callejero, la violencia doméstica, las agresiones sexuales en tiempos de guerra son todos síntomas de la misma enfermedad. Y tenemos que empezar a tratar esto como una crisis de salud pública, no como un inconveniente inevitable confinado a los rincones privados de la vida cotidiana. Para abordarlo, necesitamos una infraestructura real: sistemas sólidos y fiables que no dependan de la buena voluntad de las organizaciones benéficas ni de la generosidad de las personas. Las supervivientes merecen algo más que un apoyo fragmentado; necesitan servicios inmediatos, integrales y respaldados por el Estado que hagan de la seguridad y la justicia un derecho, no un favor. Los centros de atención integral deberían proporcionar un espectro completo de apoyo (justicia, atención sanitaria y ayuda psicológica), todo bajo un mismo techo. 

Solo enfrentando el continuo de la violencia y exigiendo responsabilidades en todos los niveles podremos comenzar a desmantelar los sistemas de opresión que han permitido que la violencia se vuelva tan omnipresente, tan normalizada, que apenas la reconocemos como violencia. 

*Texto publicado originalmente en African femeinism y traducido por Afroféminas


Bemnet Agata

Feminista panafricana, profesional de la defensa de derechos humanos e investigadora sobre justicia de género, derechos humanos y desarrollo. Tiene una maestría en Derechos Humanos y Política de la London School of Economics and Political Science y actualmente reside en Adís Abeba, Etiopía.



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