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viernes, julio 26

La era del individuo tirano


El libro «La era del individuo tirano» se publicó en el 2020. Con el subtítulo «El fin del mundo común», es un libro del filósofo francés Eric Sadin, donde esté plantea el advenimiento del siglo XXI como una condición inédita, caracterizada por la eliminación progresiva de todo cimiento común entre las personas, dejando en su lugar una constelación de seres individuales, descreídos de la política, inmovilizados por la ira, que carecen de todo sentimiento colectivo.

Sadin comienza su libro con una cita de Alexis de Tocqueville: «No hay nada menos independiente que un ciudadano libre», o «un ciudadano libre no es independiente precisamente porque siempre está involucrado en alguna colaboración con los demás ciudadanos». Luego, el autor nos introduce a la década de 2010 señalando que estos cambios se gestaron en ese período, estableciendo que estos cambios no se evidencian tanto en las estructuras de la sociedad como en los cuerpos, la postura, las miradas, la ausencia de miradas, tensión, gesto, violencia verbal, sensación de malestar. Sadin, a partir de estos cambios estructurales, señala que estos se ven manifestados o expresados a partir de la creciente desconfianza a las instituciones de todo tipo: políticas, organizaciones internacionales, medios de comunicación, élite; todo ello acompañado de un rechazo a la democracia representativa y un súbito apasionamiento por figuras que se valen, en general, de la agresión.

Para Sadin, el Brexit y la presidencia de Trump confirman el inicio de un nuevo clima de época con discursos que presentan hechos sin tener en cuenta su contrastación con la realidad. Es por esto que este filósofo francés empieza a notar que el primer reflejo de la época consiste en subrayar la insolvencia del neoliberalismo, evidenciada por el aumento de la desigualdad, la precariedad creciente en relación al estado de bienestar y al principio de solidaridad. Además, agrega que a esto lo acompaña el desprestigio de los políticos, el caos migratorio y el desastre ecológico, configurando una sensación extendida de desconfianza. Todo este panorama va gestando la llegada de una nueva condición para el individuo contemporáneo, que para él es la culminación de más de dos siglos de una doctrina filosófica y política: el individualismo liberal.



Este autor contextualiza la situación social y política actual al señalar que está siendo moldeada por dos formas de resentimiento: una que se traduce a partir de un aire de época, debido a una insatisfacción difusa, y otra de naturaleza meramente individual, íntima y solitaria. Por ello, indica que la mayor parte de la población ha llegado a un punto de desilusión y amargura, lo que lleva a que los individuos ya no crean en un proyecto político colectivo, quedando relegados sólo a sí mismos. Esto, según Sadin, deriva en un fenómeno de ingobernabilidad permanente: los insatisfechos no desean que nadie hable en nombre de ellos porque cada uno pretende convertirse en administrador de su propia cólera. Estamos ante la era del individuo tirano, una condición que muestra la abolición progresiva de todo cimiento común, causada por dos décadas de supuesta horizontalidad de las redes y predominio de las lógicas neoliberales, que desembocaron en una absoluta atomización de sujetos incapaces de entrelazar entre ellos lazos constructivos y duraderos. Según Sadin, surge una nueva categoría política o, más precisamente, a-política, que no depende de un proyecto institucional y que se origina en un aislamiento de los sentidos, lo que Sadin denominó como totalitarismo de la multitud: una tendencia en la que los individuos se ven como entidades cerradas y reprimidas, atrapadas en su propio esquema de creencias, lo que conduce a formas de anomia y rabia.

Para llegar a este punto, Eric Sadin retrocede en el tiempo para explorar cómo se forjó el individualismo liberal desde los tiempos de John Locke, en el siglo XVII. Locke plantea la idea de un individuo capaz de gobernarse libremente según su conciencia, pero inserto en un conjunto unido por valores comunes. El proceso inicial de individualización, impulsado por un ideal de libertad personal y armonía social, pronto se desvió hacia la búsqueda de beneficios mediante una competencia feroz entre seres humanos, lo que resultó en una expresión desenfrenada de intereses particulares. A pesar de ello, subraya Sadin, el individualismo democrático, centrado en la libertad de disposición propia y el interés común, adquirió una legitimidad innegable y se asumió como una fórmula insuperable.

Sadin ilustra su punto con el siguiente ejemplo: al término de la Segunda Guerra Mundial, comenzaron a surgir regímenes que adoptaron políticas keynesianas enfocadas en el bien común. Estas políticas propiciaron el surgimiento del estado de bienestar, aseguraron el respeto de los derechos para todos y respaldaron la economía de mercado, promoviendo tanto el enriquecimiento personal como una redistribución más equitativa de la riqueza.

En 1960, ingresamos a la era de la sociedad de consumo, que prometía que el esfuerzo traería consigo recompensas. En ese momento, para Sadin, la noción de individualización experimenta una transformación: ya no se entiende como la facultad de determinarse libremente en plena conciencia dentro de una comunidad, sino como una disposición para manifestar el propio poder de decisión a través del consumo. Esta dinámica resultó en una amplia despolitización y la falta de implicación en la organización de los asuntos comunes, tal como advirtieron Adorno y Horkheimer, claramente perceptible en el fenómeno de la cultura de masas, que busca de manera desenfrenada el placer y genera un retroceso en la conciencia crítica. Este nuevo «ethos», según Sadin, fue denominado por Debord y los Situacionistas como «espectáculo», un imperativo que llevó a Herbert Marcuse a publicar en 1964 «El hombre unidimensional», para denunciar un mundo que, bajo la falsa etiqueta de libertad, estaba plagado de injusticias.



En 1968, se produjo una eclosión de primaveras en todo el mundo, pero estos focos contestatarios se extinguieron rápidamente, según la conclusión de Sadin, porque la mayoría de las personas se conformaron con una vida consagrada a la mera supervivencia. A principios de los años 70, llegó la crisis del petróleo, marcando el inicio de la competencia global y del fenómeno de la deslocalización. Los gobiernos, que se pensaba defenderían a las personas, se mostraron impotentes, generando desencanto entre la población hacia su representación política. Para Sadin, el keynesianismo demostró ser incapaz de solucionar la crisis, y en 1974, Hayek obtuvo el Premio Nobel, afirmando que, frente al imperativo de la redistribución social de las riquezas y otras ideas humanistas, el modelo que él preconizaba era el único horizonte razonable, abriendo paso al individualismo liberal radical.

En 1979, mientras los Bee Gees repetían «La vida no va a ninguna parte, pero sigo vivo», jóvenes vestidos con harapos empezaron a raparse para distanciarse de los hippies, quienes aún creían en la fábula de paz y amor, según señala Sadin. Es en este momento donde nace el movimiento Punk, que de manera conflictiva señala el fracaso definitivo del proyecto político que promovía el progreso económico y social. En esa época, Margaret Thatcher asume el cargo de Primer Ministro de Gran Bretaña, proponiendo terminar con el ideal de armonía social, al que acusa de promover el desorden, y pone punto final a las restricciones que, supuestamente, habían reprimido todo poder de iniciativa propia. En un tono muy propio del individualismo liberal, señala Sadin, ya que la Dama De Hierro sentenció que «No había alternativa».

En su desarrollo teórico, el autor analiza los años 90, ubicándonos en la revolución conservadora de Thatcher y Reagan, ya que para él esa década inauguró una nueva era con un nuevo contrato donde prevalecía el éxito individual que garantizaba el crecimiento y la solidaridad redistributiva. En países como Estados Unidos, con Bill Clinton, y en Gran Bretaña con Tony Blair, además de Lionel Jospin en Francia, surgió un social liberalismo que se convirtió en el credo dominante. Sin embargo, para Sadin, esta apariencia era una ficción: las fuerzas económicas no seguían la misma línea y sometieron a esos líderes políticos a sus exigencias. Además, señala que las poblaciones, desencantadas por las decepciones y traiciones, comenzaron a mostrar indiferencia. Por eso, el autor nos dice que el poder cambió y se centró en los individuos, surgiendo un tiempo en el que buscar oportunidades independientes de instituciones o colectivos se convirtió en la norma. El eslogan «JUST DO IT», hazlo, se convirtió en el lema predominante.

Para Sadin, este espíritu de época se manifestó en las creaciones tecnológicas, como Apple, que validaba sus productos con el pronombre personal en inglés «I» (yo), celebrando la preponderancia de cada usuario (iMac, iPod, iTunes). Las computadoras permitían la producción desde casa, impulsando el credo del «Hazlo tú mismo», defendido por el espíritu punk, que abogaba por la independencia y la autogestión. Surgió la web 2.0, posibilitando alcanzar casi directamente al mundo entero, ofreciendo acceso más fácil a la información, el intercambio de mensajes y la libertad de expresión, liberándose de ciertos marcos. El desarrollo tecnológico se afianzó con el mito del garaje, aunque Sadin destaca que esta narrativa, originalmente concebida para establecer nuevas prácticas democráticas, terminó siendo absorbida por el mercado.

En 2012, la revista Time designa a la «Generación Yo, Yo, Yo» como el personaje del año, una designación que Sadin señala no solo posee un matiz narcisista, sino que también refleja la expresión del sentir propio e incluso la disconformidad. Más que un grupo que se contempla en el espejo, esta generación busca establecer nuevas formas de influencia para mostrar su desconfianza y desacuerdo en un contexto de creciente ingobernabilidad que afecta a la sociedad. La manera convencional de expresar la voluntad ciudadana mediante la elección de representantes ha generado una sensación generalizada de insatisfacción, llevando a los ciudadanos a expresar su descontento e indignación a través de las redes, buscando mayor transparencia y una suerte de «democracia en internet», incluso con la posibilidad de destituir representantes con solo usar el teclado, señala Sadin.

Paralelamente, según Sadin, surgió un modelo económico caracterizado por una inestabilidad constante, basado en una innovación continua que provocaba alteraciones ficticias. Este avance llevó a los individuos al agotamiento y al «burnout» en el siglo XXI, exacerbando los excesos del liberalismo, la generalizada precariedad, el incremento de las desigualdades, la declinación de los servicios públicos y la obsesión desenfrenada por el crecimiento. Los seres humanos, abrumados por la angustia y la ira, se sumergen en una lucha de opiniones en una sociedad atomizada, reemplazando el debate de ideas por micro-ideas carentes de un rumbo claro, advierte Sadin. 

En medio del creciente aumento de las desigualdades, la astucia de la nueva era fue hacer creer a todos que tenían dispositivos capaces de controlar sus vidas, lo que generó, según Sadin, una ilusión de autosuficiencia en un momento en que la confianza entre gobernantes y gobernados se resquebrajaba. Estas herramientas, en manos de individuos, desafían la estructura política prevaleciente durante siglos, marcando un cambio hacia una dependencia exclusiva de las propias capacidades, indica Sadin. La sociedad se ha fragmentado en una multiplicidad de individualidades que buscan sus propios intereses, reemplazando la noción de sociedad por una rápida individualización del mundo. Esto, según Sadin, preanuncia la desintegración de nuestro mundo común, de naturaleza indefinidamente plural.

En cuanto a la década de 2010, se evidenció un retroceso en la adhesión de la sociedad a valores y narrativas compartidas capaces de generar entendimiento y vínculos entre los individuos, señala Sadin. La fe en discursos, proyectos y creencias que antes se consideraba que mejorarían situaciones individuales y colectivas se debilitó. Esta creencia perdió vigencia y la desilusión parece haberse apoderado definitivamente de las conciencias. Simultáneamente, en esta época, surgió un fenómeno recurrente: la afirmación de hechos que no necesariamente se corresponden con la realidad, lo que dio lugar a una nueva era de libertad de expresión basada no en la veracidad constatada, sino en la noción de post-verdad.

La post-verdad, según Sadin, trae una nueva división, pero ya no entre lo verdadero y lo falso, sino entre el yo y los otros, entre la subjetividad de las personas y lo que hasta entonces era inteligible. Esto se manifiesta en el fenómeno llamado fake news, donde la verdad ya no se define por lo correcto, sino como la aparición de subjetividades revanchistas que utilizan herramientas para construir su propio relato de las cosas. Esta lógica contribuye a exacerbar frustraciones, convicciones de clase, desconfianza y conflictos políticos. Los principios de pluralidad y conflicto propios de la política son reemplazados por antagonismos irreconciliables, generando la imposibilidad de alcanzar acuerdos y de construir sociedad.

Se rechaza toda representación mayoritaria, considerándola como perpetuadora de situaciones que benefician solo a unos pocos. Solo las narrativas de minorías olvidadas parecen dar cuenta de las dominaciones sufridas. Se percibe un descenso hacia lo particular, con miradas cada vez más enfocadas en subdivisiones específicas de la sociedad, confirmando que el marco mayoritario causó daño a ciertos grupos, lo que alimenta la desconfianza visceral hacia ese marco general. Para Sadin, esto lleva a una creciente sordera entre los seres humanos, preocupados solo por construir sus propias visiones del mundo, debilitando el edificio democrático.

Este escenario implica dos aspectos preocupantes: el aumento de fragmentación en la sociedad y la disminución del espacio común para establecer condiciones que beneficien a todos. Si estas lógicas de fragmentación persisten, podríamos pasar de la fragmentación y competencia característica del giro neoliberal a reacciones de repliegue identitario y conflictos entre grupos que podrían desembocar en divisiones belicosas.

Sadin comenta que en los inicios de los años 90, muchas personas adoptaron posturas físicas inéditas: una inclinación de la cabeza, cierta posición de costado y un aspecto general de distancia. Estos comportamientos, sumados al uso predominante de buzos con capucha, parecían reflejar un sentimiento de resentimiento hacia la sociedad en su conjunto. Según Sadin, estos gestos testimonian una sensación de desajuste con un orden cada vez más complicado y marcado por fracasos. Para él, estas conductas sirven como combustible para una animosidad generalizada hacia el mundo, lo cual se manifiesta a través de discursos de odio y una excesiva afirmación del yo, debilitando tanto las relaciones humanas como el discurso colectivo.

Este cambio de la libertad de expresión a una sobre-afirmación del individuo ha alcanzado un punto crítico donde se rechazan los puntos de vista opuestos y se fomenta el discurso del odio. Esto ha provocado una división entre los individuos y el tejido social colectivo, manifestándose en sucesivas fracturas que deterioran el entramado social común. Según Sadin, se ha generado un rechazo generalizado a la autoridad en todas sus formas, incluyendo a los representantes electos y otras figuras de autoridad, lo cual desestabiliza la estructura social.



Esta creciente tendencia a la negación de la autoridad y la aceptación de discursos que justifican el odio y el rechazo se manifiesta con mayor fuerza en los adolescentes, quienes se sienten atraídos por lo prohibido, destaca Sadin. Para él este fenómeno, lejos de ser marginal, es representativo de una época marcada por un desacuerdo profundo e irreconciliable. Esta ingobernabilidad, característica de la era actual, surge de un rechazo firme al sistema económico y político vigente, generando una situación sin precedentes. Esta sensación de ingobernabilidad se nutre de la rabia y la sensación de ser engañado por un sistema que no se siente reconocido, lo que lleva a una permanente falta de orden y confianza en las estructuras de poder existentes.

Para Sandin, la ingobernabilidad actual no busca restaurar un antiguo orden, sino más bien es el resultado de la rabia y la sensación de haber sido defraudado. Esta realidad extrema es más visceral que ideológica y se expresa desde lo más profundo. A través de las redes sociales, esta rabia se alimenta y  se justifica, erosionando las estructuras tradicionales de poder y generando una permanente sensación de falta de control.

La teorización previa de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe sobre la división de la sociedad en dos partes antagónicas, el «pueblo puro» y la «élite corrupta», es considerada por Sadin como una concepción engañosa y parcial. En su opinión, la división real radica entre aquellos conformes con el orden establecido y aquellos que no desean suscribirse a él. Estos últimos no logran encontrar una condición política unificada y muestran una intención de ser gobernados a través de una crisis de representatividad, reflejando una crisis política más amplia.

En este contexto complejo, surgen personalidades con tendencias autoritarias que acceden al poder atrayendo a sectores de la sociedad que se sienten marginados o humillados. Este fenómeno fomenta un clima de desconfianza generalizada y resentimiento. Para Sadin, un ejemplo claro de este tipo de liderazgo narcisista es Donald Trump, quien según la descripción de Sigmund Freud, es un individuo herido que ha dejado de escuchar incluso su propia moralidad. A diferencia de líderes completamente tiránicos, estos líderes semi-autoritarios atraen a las masas mediante un efecto espejo, proyectando un poder que aparenta ser superior.

Sin embargo, estos líderes no están exentos de la ingobernabilidad permanente. Cualquier vulnerabilidad o error que cometan frente a aquellos que les otorgaron su apoyo será rápidamente señalado, mostrando una desilusión y un descrédito inmediato. Este tiempo político es de agotamiento, donde los individuos, antes sumisos a decisiones provenientes de esferas de poder externas, ahora se sienten en una posición de fuerza y desconfianza hacia la élite, que se encuentra en una inestabilidad constante.

Se manifiesta un rechazo radical a cualquier tipo de compromiso y se busca reafirmar la visión personal. Este ethos de primacía visceral de los objetivos individuales se alinea con el avance tecnológico actual que permite un mayor control sobre la vida personal. Esto ha dado lugar a una inversión del concepto de vida en comunidad, donde la idea de una constelación de individuos amenaza la continuidad de la estructura colectiva.

Estamos inmersos en una sociedad marcada por un alto grado de soledad, afirma Sadin. Durante las protestas de los chalecos amarillos en Francia en 2018, se observaron carteles que mostraban la imagen de Macron en la guillotina. Estos carteles reflejaban pasiones extremas que no se unían en ningún intento colectivo, sino que compartían un rechazo sin un objetivo de acuerdo o consenso definido. Según Sandín, en la actualidad nos enfrentamos menos a situaciones extraordinarias que a impulsos intermitentes y más o menos vehementes de insurrección, donde diferentes subjetividades se unen en ciertos momentos para protestar con una sola voz, dejando a elección de cada individuo cuándo, dónde y cómo expresarse. Sadin argumenta que esto difiere de las manifestaciones de los años 70, las cuales, más allá del cuestionamiento, apuntaban a una variedad de horizontes políticos. Parece que la insurrección actual busca, en última instancia, satisfacer deseos tanto de venganza como de satisfacción personal. Estas expresiones de violencia no promueven abiertamente ninguna esperanza

Vivimos en un estado implosivo que se estructura a partir de una posición explosiva, y según Sadin, este estado busca encerrarnos en callejones sin salida a medida que la insatisfacción se manifiesta en estallidos institucionales o personales. Esto nos confronta con el fracaso, alimentando nuevas amarguras y rencores. Esta inestabilidad permanente tiene el potencial de desencadenar antagonismos en cualquier momento y sin previo aviso, generalizando la sensación de que uno está destinado a la soledad. Se ha desequilibrado la historia del individualismo; ya no observamos seres humanos libres actuando en conjunto. En cambio, nos encontramos en una paradoja de aislamiento colectivo, donde se repite la idea de que cada individuo debe contar únicamente consigo mismo, fomentando diversas formas de distanciamiento entre las personas y sobrestimando la separación entre las mentes. Estamos inmersos en un estado de crispación en la psique colectiva, un ambiente que podría convertirse en tormenta en cualquier momento, según la observación de Sadin.



Tocqueville expresó que la tiranía podría surgir de la mayoría, y actualmente, parece que podríamos estar presenciando esta dinámica con una mayoría fragmentada, encaminándose hacia un totalitarismo de la multitud. Según lo señala Sadin, este fenómeno prioriza las visiones individuales al hacer que cada persona se sienta como una víctima y desconfíe de la sociedad. Esto da lugar a un tipo de fascismo nuevo, no dirigido por un partido autoritario, sino por un estado mental que promueve la idea de que debe prevalecer la ley de aquellos que se sienten ultrajados. En este sentido, Sadin hace eco de la idea de Hannah Arendt, al indicar que el gobierno de nadie puede ser, en determinadas circunstancias, una de las formas más crueles y tiránicas de gobierno. Además, advierte sobre la posibilidad de que, en la era post pandémica, surja un fascismo de nueva índole, no basado en el control sobre los cuerpos y las mentes, sino en una multitud de individuos que se aferran exclusivamente a sus propias creencias, principalmente alimentados por el resentimiento y la determinación de reclamar su parte, sin considerar el costo. Estamos asistiendo al declive de la sociedad tal como la concebimos desde el siglo XVIII, una sociedad conformada por una pluralidad de almas con puntos de referencia comunes que definían las condiciones de una vida colectiva viable.

En los años 50, Albert Camus identificó el individualismo liberal que exaltaba las singularidades de cada individuo en detrimento de lo colectivo. Según Sadin, hoy hemos alcanzado el final de esa historia, con una ecuación diferente: aislados, enfrentados unos contra otros. Ante esta amenaza, nuestra única opción es persistir en restablecer un equilibrio más equitativo y armónico entre cada individuo y el orden colectivo. Si nuestra soledad fundamental sigue latente, solo hay dos formas de revivirla: de manera trágica, con riesgo de caer en la desesperación y el conflicto, o de manera dinámica, con esperanza, tendiendonos las manos y estableciendo vínculos más fuertes, especialmente a través de instituciones en la vida cotidiana.

Sin embargo, Sadin señala que nada significativo puede lograrse sin enfrentar los conflictos. Se enfrentarán aquellos que desean liberar su ira y aquellos que, a pesar de la desesperación, buscan evitar una guerra civil de palabras y acciones, trabajando para mitigar el rencor y el odio. Vivimos en una época que será testigo de una feroz lucha entre tánatos y eros, entre la pulsión destructiva y la construcción, entre el deseo de destruir y la esperanza en un principio vital, concluye Sadin.


Melina Schweizer

Periodista Dominico-Argentina, ciudadana y libre pensandora


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