Cuando tenía siete u ocho años, a mi cole llegó una donación de material escolar desde España. En el reparto, me tocaron algunos lápices y un cuaderno de Lengua con los ejercicios resueltos.
No volví a pensar en eso hasta que, hace pocos años, estuve trabajando en un proyecto de fomento de la lectura. Aceptábamos todo tipo de libros, indicando siempre que el material obsoleto iría a un contenedor de reciclaje de papel.
Todos los días nos traían enciclopedias de los 60 y libros de texto antiguos, con la esperanza de que no acabaran en el contenedor, porque “es una colección estupenda, si salió carísima. Seguro que en algún país pobre “de por ahí” pueden servir para algo.”
Acabé teniendo fantasías agresivas de tanto explicar que no, que la mierda que te sobra no es útil en ningún sitio. Es simplemente eso, mierda. La ayuda humanitaria no va de limpiar tu conciencia vaciando tu trastero.
Las fantasías agresivas fueron en aumento cuando un voluntario del proyecto me contó que, en otra organización donde él colaboraba, esta vez de recogida de ropa de segunda mano, la gente donaba hasta ropa interior no sólo usada, sino desgastada. Las típicas bragas con el elástico dado de sí y manchas de flujo. Asqueroso, lo sé. Pero lo más asqueroso de todo es pensar que hay quien las regala, y encima se cuelga la medallita de persona solidaria del año.
Que la gente sea pobre no quiere decir que no tenga dignidad.
Por otra parte, ¿qué significa ser pobre? En el imaginario colectivo occidental, un cartel de ayuda humanitaria va inevitablemente unido a imágenes de niños negros desnutridos. De hecho, cuando oí a Chimamanda Ngozi Adichie hablar sobre el peligro de la historia única, lo primero que me vino a la cabeza fue una anécdota sobre el hijo de una amiga que se cruzó un día por la calle con dos chicas negras y pidió a sus padres que les dieran dinero porque eran africanas pobres.
Ser negro significa ser de África. Y ser de África, hasta para un niño de tres años, significa ser pobre. Y así empieza la “historia única de la pobreza”, que incluye lavados de conciencia en forma de caridad disfrazada de cooperación al desarrollo.
Vamos a hacer un ejercicio de empatía adaptado a ese imaginario:
Vives en un país pobre. En una aldea, por supuesto. Un buen día, una donación de material escolar llega a tu paupérrima escuela a medio construir. Como se trataba de la generosa aportación de donantes individuales, cada uno contribuyó con lo que pudo. Libros que los hijos ya no usan, un par de bolis, cosas así… A ti te toca un libro de Lengua de primero de EGB, y a tu compañero de al lado uno de primero de la ESO. Ni el contenido ni los ejercicios coinciden, pero les da igual, porque son pobres y ya es un privilegio que alguien se acuerde de ustedes y les regale un libro de texto. Lo abres y te das cuenta de que no lo entiendes. Está en tu mismo idioma, por suerte, pero el vocabulario es distinto, y cuenta unas historias que no tienen nada que ver con tu vida y tus costumbres. A alguien le ha tocado uno de Geografía donde se habla de la URSS y el Alto Volta. Da igual, lo importante es aprender. Después de todo, como tu país es pobre, no tiene un sistema educativo ni unos libros de texto propios, así que no te queda más remedio que aprender con los extranjeros, sean de donde sean y cuenten lo que cuenten.
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Y como son bien recibidos los libros obsoletos, ¿por qué no donar tecnología obsoleta? Un ordenador moribundo, un móvil con la batería a punto de reventar, pero, oye, no te quejes, que a ti te sirve, porque eres pobre y justo lo que sobra en los países desarrollados es lo que tú necesitas. Qué casualidad. Y si el ordenador o el móvil no funcionan, no pasa nada: puedes extraer las piezas medianamente útiles y enviar el resto al vertedero. En eso se ha convertido tu pueblo: en un enorme vertedero donaciones bienintencionadas.
¿Cómo te sientes? ¿Feliz de tener un Pentium y unos vaqueros rotos?
¿Qué imagen tienes de los donantes? ¿Dioses salvadores, quizá?
Antes de dar por sentado que hay países donde todo el mundo es pobre, y que ser pobre implica recibir con alegría cualquier cosa que te sobre, pregúntate si lo que quieres donar realmente tiene vida útil para otras personas. ¿Lo regalas porque ya no te gusta, o porque ya no sirve? ¿Te sientes mejor arrojándolo en la casa de alguien que en un contenedor de basura?
Analiza si realmente puede cumplir su propósito. Por ejemplo, en el caso de los libros de texto: ¿Son compatibles con el sistema educativo del lugar al que lo vas a donar? ¿Tienes para un estudiante, o para una clase entera? ¿Tienen contenido obsoleto? ¿Han sido demandados por una entidad especializada, o los has donado al primero que ha gestionado tus residuos?
Infórmate sobre el impacto de tu donación en la economía del lugar de recepción. ¿Contribuye al crecimiento, o aumenta los vertederos? ¿Es un producto que ya existe en el lugar de recepción, y se consigue con relativa facilidad? ¿Existe una demanda real por parte de los receptores, o lo has dado por sentado? ¿El coste del envío compensa el contenido?
No se trata, ni muchísimo menos, de dejar de ayudar, sino de hacerlo de forma consciente y responsable. Que sea realmente ayuda, sin paternalismos y sin quitarle la dignidad a nadie. Sin bragas usadas. Sin creer que la gente pobre tiene que estar agradecida por lo que se les dé, sea lo que sea, como si no tuvieran prioridades ni preferencias a pesar de su necesidad.
Para terminar, he aquí un extracto del libro “Blanco bueno busca negro pobre”, aplicable a casi cualquier país en vías de desarrollo:
“Los donantes suelen tener mala conciencia por los pecados cometidos por Occidente en África; una mala conciencia que suele ir asociada a una idealización de los africanos (a la que las ONG han contribuido notoriamente). A pesar de todo, el donante tiene la solución para superar este malestar vital: cree que Occidente ha jugado un papel altamente destructivo con la trata de esclavos, el colonialismo y el neocolonialismo, pero que también tiene un altísimo poder de reconstrucción a través del envío de bolígrafos, la construcción de letrinas y el apadrinamiento de niños.”
Amén.
Sara Tiyá
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