Yo también he sido racista. No soy ajena al mundo en el que crecí. Empezando conmigo misma, reconozco que lo que más odiaba de mi físico era aquello que me recordaba mi afroascendencia. Odiaba mi piel, mis labios y, sobre todo, ese pelo que me hacía receptora de mil comentarios hirientes al día. Ese pelo que, aún así, me negaba a desrizar y, cuanto más grande se hacía mi resistencia, más crecía también el reto de echar abajo mi voluntad y demostrarme, química mediante, cómo blanqueando mi imagen estaría mucho más bonita