Se cumple esta semana un siglo de la gran matanza racista ocurrida en Tulsa, Oklahoma, a raíz de una falsa acusación de violación a una joven blanca por un muchacho negro, que plasmó un periódico local y desató una serie de disturbios violentos, que causaron la muerte al menos a 300 personas y la destrucción de más de 1200 viviendas por ciudadanos blancos, unos gravísimos hechos que permanecieron silenciados durante décadas y que aún hoy no han sido juzgados ni reparados.
Todo pasó en Greenwood, un barrio de la ciudad de Tulsa, en el estado de Oklahoma en 1921. Esta zona, conocida como el Wall Street Negro, era un lugar donde predominaba la población afrodescendiente, que desarrollaba su comercio de forma próspera, pues su economía, a diferencia de otras áreas, no dependía del empleo que creaban los blancos. Pero en solo 48 horas toda esa abundancia y prosperidad quedaron reducidas a cenizas por la ira racista que causó la destrucción de más de 40 manzanas de toda la ciudad, en la que ha sido catalogada como una de las peores masacres de Estados Unidos.
El 30 de mayo de 1921 Dick Rowland, de 19 años, trabajaba como limpiabotas, pero en el local donde desempeñaba su labor no había servicio “para negros”, así que tenía que trasladarse hasta la última planta de un edificio contiguo. Allí, se empleaba como ascensorista Sarah Page, una joven blanca de 17 años. Durante uno de esos viajes en ascensor parece que Rowland resbaló y agarró del brazo a Page, lo que derivó en que ella gritase, aunque hay también una teoría de que posiblemente le pisó el pie y por eso ella emitió el grito. La segregación prohibía cualquier contacto interracial y la mínima sospecha de abuso hacía peligrar la vida del acusado si este era de piel negra. Por eso, al abrirse las puertas del ascensor, Rowland salió huyendo. Un dependiente de una tienda próxima que lo vio llamó inmediatamente a la policía.
El joven no tardaría mucho en ser detenido en Greenwood, aunque Sarah Page no se sabe si verdaderamente lo acusó porque no se conserva su declaración, pero a la policía no le importaba lo que ella tuviera que decir, sino que ya había sentenciado a Rowland. Además, esa tarde el periódico Tulsa Tribune sacó la noticia acusando al joven de violación y de haberle arrancado la ropa, literalmente, a la joven.
Por ello, la noche día 31 de mayo de 1921, centenares de hombres armados se aglomeraron en la puerta de la comisaría exigiendo que “les entregaran al negro”, posiblemente para matarlo.
Sin embargo, por suerte para él, el sheriff de Tulsa, Willard M. McCullough, nuevo en el cargo, organizó un dispositivo de seguridad en torno al juzgado, ordenó bloquear los ascensores y pidió a sus agentes que dispararan si la multitud lograba entrar al edificio, para evitar cualquier ataque al acusado.
Pero, mientras esto ocurría, en Greenwood, otro grupo de personas se organizaba para defender a Dick Rowland. Un grupo de ciudadanos afrodescendientes armados, algunos veteranos de la Primera Guerra Mundial, se aventuraron a marchar hacia los juzgados para proteger al detenido. Pero ellos eran solo 75, frente a las 2.000 personas que constituían la población blanca que pedía su linchamiento público.
Estando allí, el sheriff les aseguró que evitaría cualquier tipo de ataque y eso hizo que ellos decidiesen volver a su barrio. Sin embargo, cuando estaban a punto de marcharse hubo un pequeño enfrentamiento entre dos personas y al querer uno arrebatarle la pistola al otro, sonaron varios disparos que estallaron la guerra. En pocos minutos yacían ya 12 personas muertas junto a la comisaría de Tulsa.
La población blanca salió de allí, saqueó algunas armerías y se dirigió velozmente hacia Greenwood. En su camino, asesinaban a cualquier persona negra que veían. De hecho, nos ha sobrecogido conocer la historia de un indigente invidente y con las dos piernas amputadas, al que ataron a la parte trasera de un coche y arrastraron hasta morir.
Edificios destrozados, viviendas en llamas, cadáveres tirados en la calle… era el panorama que se dibujaba pocas horas después en la región pacífica y modélica, casi un oasis, que había sido hasta entonces.
No solo se llevó a cabo un ataque indiscriminado contra civiles inocentes, sino que, además, los atacantes impedían el paso de ambulancias y el cuidado a los heridos, incluso evitando que los bomberos socorrieran a quienes se hallaban en las casas devoradas por las llamas. Además, ante la amenaza de que trenes llenos de población negra se estuvieran dirigiendo en ese momento hacia la ciudad para contratacar, al amanecer del 1 de junio de 1921, comenzó la invasión de Greenwood por más de 10.000 blancos armados, incluyendo seis aviones que los protegían por vía aérea. Según los testigos, a las 5.08 horas sonó una sirena y comenzaron los disparos de una ametralladora militar colocada en un punto elevado.
El modo de proceder de los grupos era llegar a una casa, saqueaban los objetos de valor y la quemaban. A las familias que aguardaban dentro las sacaban y conducían hacia un improvisado campo de concentración, con ayuda de la propia policía.
Al salir el sol, habían desaparecido una docena de iglesias, cinco hoteles, treinta y un restaurantes, ocho ambulatorios, más de veinte tiendas de alimentación y más de mil viviendas. A las 11.30 se declaró la ley marcial y llegaron de fuera tropas militares, para restablecer un mínimo de orden, un orden que se basaba en dejar marchar a los atacantes blancos a sus casas y en mantener retenidas 6.000 afroestadounidenses en el campo. Mientras que Dick Rowland fue trasladado fuera de la ciudad, exonerado sin juicio, y abandonó Tulsa para siempre. Los alrededor de 300 muertos fueron enterrados en fosas comunes y los cuerpos nunca se encontraron. Las autoridades de Tulsa pusieron en marcha en 2019 un proyecto para localizar las fosas mediante un radar de penetración subterránea y posteriormente identificar a las víctimas.
Hoy sabemos esta historia, silenciada durante décadas, porque en 1997, se creó una comisión para su investigación, cuyos datos fueron presentados en 2001. En los setenta y cinco años previos, solo se tapó lo sucedido, sin poder acceder a las fosas comunes y acallando las voces de los supervivientes. Y nadie pagó ni ha pagado aún por lo sucedido, ni los atacantes, ni la policía, ni siquiera el Tulsa Tribune, que incendió las protestas y que, casualmente, perdió años después los textos acusando de violación sin pruebas a Dick Rowland.
El ayuntamiento, por su parte, decidió que la población afrodescendiente no podía volver a Greenwood, sino a una zona distinta, donde hubiera una delimitación más clara con la población blanca. También hizo cuanto pudo para evitar que los afectados negros, a diferencia de los blancos, pudieran cobrar sus seguros de incendio, pues las compañías rechazaron las reclamaciones de las víctimas, alegando que eran disturbios y no una masacre.
Los tribunales tampoco hicieron mucha justicia. Un jurado decidió culpar a los negros de haber provocado los disturbios, aunque después no se condenó a nadie. Su argumentación fue que todo era responsabilidad del grupo de afroamericanos que se había acercado al juzgado a defender la vida de Dick Rowland y que la multitud blanca que gritaba “entregadnos al negro” y “traed la soga” no quería lincharlo verdaderamente.
Los habitantes de Greenwood no solo perdieron sus casas, sus viviendas o algún familiar, sino que, según un estudio de la Universidad de Harvard, la masacre tuvo efectos en las condiciones de vida, el empleo y el nivel educativo de los afrodescendientes de Tulsa durante las décadas siguientes.
Con todo, en septiembre de 2020, las tres únicas víctimas directas perviven y los descendientes de los fallecidos de Tulsa interpusieron una demanda contra la ciudad y la Cámara de Comercio estatal para que se los indemnice y se dé prioridad a los vecinos afroamericanos en la adjudicación de contratos municipales. La demandante principal, Lessie Benningfield Randle, de 105 años, es una de los tres supervivientes conocidos, junto con Viola Fletcher, de 107, y Hughes Van Ellis, el hermano menor de Fletcher, de 100 años. “Parece que la justicia en EE. UU. siempre es tan lenta o imposible para los negros y nos hacen sentir como si estuviéramos locos solo por pedir que las cosas se arreglen”, señalaba Randle en el momento de interponer la demanda.
La repercusión de la masacre de Tulsa ha aumentado tras ello, conociéndose para muchos una historia invisibilizada por los libros de historia. De hecho, el presidente Joe Biden, quien ha sostenido que la esclavitud es el “pecado original” del país, visitaba este martes la región y se reunía con los supervivientes para conmemorar el centenario lo ocurrido. Hasta ahora la única redención a las víctimas era una ley para establecer algunas becas para descendientes de supervivientes, alentar el desarrollo económico de Greenwood y desarrollar un parque conmemorativo en Tulsa para las víctimas de la masacre, que se erigió en 2010. No obstante, aún con ello, como emite Fletcher, “nuestro país puede olvidar esta historia, pero yo no puedo. No lo haré, y otros supervivientes no lo harán, nuestros descendientes no lo harán”.
“¿Quién va a rendir cuentas? ¿Se van a hacer reparaciones? ¿Habrá alguna admisión oficial de responsabilidad?”, se pregunta Anneliese M. Bruner, bisnieta de Florence Mary Parrish, una superviviente que contó la historia en Los eventos del desastre de Tulsa.
Las consecuencias se trasladan hasta nuestros días, pues, según datos Human Right Watch, el 33,5% de los afroestadounidenses del norte de la ciudad vive en la más absoluta pobreza, en comparación con el 13,4% de los blancos en el sur. Asimismo, la esperanza de vida de la comunidad negra en el barrio es once años inferior a la del sector blanco.
Como antecedentes de lo ocurrido en Greenwood hace 100 años, se encuentra el Verano Rojo de 1919 en EE. UU., en el que se efectuaron numerosos conflictos raciales. “Los factores subyacentes que condujeron a la masacre fueron el rechazo a los afroamericanos que luchaban por sus derechos civiles, la reacción negativa de los blancos a que sus comunidades fueran demasiado prósperas, los intentos de desplazar a sus miembros para quedarse con la tierra, la corrupción política local y la aparición de grupos supremacistas blancos como el Ku Klux Klan”, explica Kalenda Eaton, profesora de estudios afroamericanos de la Universidad de Oklahoma.
No sabemos si la memoria histórica y la justicia compensará a los sobrevivientes y sus descendientes, pero desde aquí hemos querido recordar este terrible suceso para visibilizarlo y clamar que, por fin, acabemos con el racismo de manera efectiva. “Lo sucedido en Tulsa es esencial para entender la experiencia de los negros en este país, donde han sido objeto de violencia por los blancos supremacistas desde el comienzo”, cuenta la historiadora Brenda Stevenson, profesora de estudios afroamericanos de la Universidad de California.
Natalia Ruiz-González
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