Siempre me ha parecido sorprendente observar la seguridad con que españoles y españolas afirman que en España no hay racismo. No sé cuántas veces a lo largo de mi vida he tenido que escuchar a personas blancas de distintos niveles socio culturales y orígenes diversos atestiguar con admirable rotundidad que la sociedad española “no es para nada racista”, y que esto es algo del pasado relegado a los tiempos de Franco. Este tipo de comentarios generalmente suelen ir acompañados frases hechos transmitidas de generación en generación y con un fuerte impacto a través del imaginario colectivo. Dichas muletillas, cargadas de irresponsabilidad, articulan y alimentan estereotipos estructurantes y clichés raciales que perduran en el tiempo. “Pero mujer, si aquí nos encantan los negritos…”, “tampoco exageres, que mi barrio está lleno de sudacas y morenos super integrados…”, “yo, no soy racista pero…” Lo extraordinario es que es cierto, cuando un español blanco euro centrista habla de esta manera, lo hace convencido de estar exento de prejuicios raciales, se lo cree, no se considera racista, o al menos no de una manera consciente y voluntaria. La sociedad española se reconoce a sí misma como moderna y preparada para afrontar el reto de la diversidad cultural, racial, sexual, parece estar de brazos abiertos a la convivencia pacífica e inclusiva y se ve reflejada a sí misma en el espejo de la solidaridad, pero no es consciente de que no hay nada más peligroso en el racismo que su propia negación. Uno de los problemas de reducir nuestra idea del racismo a conductas violentas y ofensivas contra determinadas razas, es que el punto de vista histórico del fenómeno queda excluido de su análisis, obviando por completo la naturaleza categorizante y de control socioeconómico del acto racista en sí mismo. Es en este contexto donde aparecen nuevas formas de racismo en las sociedades modernas, un racismo contemporáneo fuertemente vinculado a la orientación política, más sutil, menos evidente, resguardado tras el parapeto de lo políticamente correcto y lo socialmente aceptable. Esta nueva configuración del racismo, lejos de manifestarse a través de conductas explícitamente intolerantes, lo hacen mediante el mantenimiento de estereotipos que resaltan las diferencias culturales de las minorías, y de la falta de oportunidades para determinados grupos raciales; lo que se traduce en patrones sociales que alimentan neo-microracismos y que estimulan actitudes de rechazo disfrazadas de aprobación hacia lo diferente.
Pero, además me atrevería a decir que España, ha sido históricamente un país racista. Su proximidad con el continente africano que facilita la recepción de inmigrantes y un pasado colonialista que a día de hoy se sigue justificando y entendiendo como una parte del orgullo nacional, legitiman actitudes sociales todavía presentes y difíciles de superar. Sin embargo, cuando se trata de mirar hacia el otro lado del charco, resulta muy fácil ver la paja en el ojo ajeno, y se nos llena la boca al decir lo racistas que son en otros países, especialmente en los Estados Unidos. Y bueno, no seré yo quien quite peso a esta observación, pero creo que es importante analizar ciertos puntos y sopesar ciertas diferencias.
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Hace apenas un par de semanas nos alegramos con la noticia de Antonio Banderas seleccionado por la Academia de Hollywood en la categoría de mejor actor para los Oscar de este año. En España las reacciones de orgullo patriótico cambiaron rápido tras los titulares que varios medios periodísticos estadounidenses publicaron días después refiriéndose a Antonio Banderas como actor “de color”. Las respuestas no tardaron en llegar, y las redes se plagaron de memes en relación a esto. Mucha gente reaccionó con sorpresa, otra con humor, pero lo llamativo fue la cantidad de respuestas negativas y los egos heridos ante este hecho, tachando a la población estadounidense en general de extremadamente racista e inculta. Reacciones racistas ante un supuesto acto racista, algo bastante enrevesado y complejo de la conducta humana.
Cuando mi familia y yo llegamos de España a los Estados Unidos, hubo un hecho que nos sorprendió muchísimo. Cada vez necesitábamos realizar algún trámite burocrático, nos hacían rellenar una encuesta que concluía con una casilla en la que debíamos seleccionar nuestra raza. Al abrir una cuenta bancaria o una línea de telefónica, e incluso para matricular a los niños en el cole, rellenar tu perfil racial era (y es) parte indispensable de la gestión. Al principio nos resultó un poco absurdo y generó bromas familiares debido a que mi marido, blanco español, se vio abocado a rechazar la casilla de “raza blanca” puesto que en los Estados Unidos es considerado “Hispanic-Latino”. Darle la bienvenida a mi mundo de minoría racial fue una experiencia divertida y agradable e hizo que él se sintiera arropado en su nuevo estatus… entendí que dejar de ser un hombre blanco heterosexual de manera abrupta no debía ser nada fácil. Pero esto que puede parecer una mera anécdota familiar, bromas aparte, tiene gran repercusión social. Desde hace décadas, las encuestas de clasificación racial del censo americano, se han utilizado en los Estados Unidos como estrategias integradoras con fines inclusivos contra de la discriminación y la segregación racial. Para la sociedad americana es complicado desprenderse de la sombra que envuelve su monstruosa historia reciente. El racismo aquí es una tradición que nace de manera idiosincrática con el nacimiento de la propia nación. No fue hasta 1870 con la aprobación de la Decimoquinta Enmienda, cuando se consiguió abolir por completo la esclavitud en todo el país y se estableció por ley que, en ningún estado, ni del Norte ni de Sur, podía negarse a dotar de plenitud de derechos a un ciudadano por motivo de su raza, tono de piel o condición de esclavo previa. Tras varios intentos fallidos previamente con la aprobación de la decimotercera y decimocuarta enmienda, finalmente el país abolía la esclavitud como mecanismo económico y social, y ofrecía a la población negra la condición de ciudadanía. Sin embargo, este histórico avance, no acabó con las actitudes racistas de la población blanca, sino que, por el contrario, generó una ola de odio racial extremadamente cruel, especialmente en los estados del Sur. Brutales linchamientos a personas de color, sangrientos asesinatos, segregación, prohibición, y la aparición de grupos violentos como el Ku Klux Klan, fueron la marca de la casa durante décadas. La recién abolida esclavitud, dio paso a un racismo constitucional y económico contra las personas negras, apoyado y sustentado legislativamente por el gobierno.
Estos más de 250 años de tragedia humana, tiene sus secuelas en la sociedad americana actual. Los efectos de esta larga historia de abusos, salpican de manera inevitable el modo en el que la población norteamericana actúa y se desarrolla a día de hoy en prácticamente todos sus ámbitos. El estilo en que negros y blancos se relacionan hoy es característico y está marcado por un pasado cruel y doloroso. Si bien es cierto que las evidentes particularidades de la segregación racial se van difuminando poco a poco, dando lugar a espacios más diversos e integradores, todavía sorprende observar como en la misma ciudad de Nueva York sigue habiendo barrios de negros y barrios de blancos, escuelas de negros y escuelas de blancos, hospitales de negros y hospitales de blancos, y zonas de ocio frecuentadas por negros y en las que se divierten los blancos. En determinadas situaciones, es fácil detectar la vergüenza y la incomodidad que muestra la población blanca a la hora de tratar ciertos temas con personas negras, y el enojo y la intransigencia de las personas negras, especialmente de las zonas más pobres que conocen el sufrimiento de sus ancestros, a la hora de relacionarse con los blancos. Este choque dificulta la convivencia fluida y sin restricciones y facilita la agrupación y el aislamiento de determinados grupos raciales, que en ocasiones sólo se rompe a través del fenómeno de la gentrificación, el cual daría para un artículo entero. Este conflicto en proceso de ser resuelto, es un ataque directo y rotundo al sueño americano, y lo convierte un paradigma engañoso e inalcanzable.
En conclusión, vivir en los Estados Unidos durante 5 años me ha proporcionado nuevas experiencias a la hora de entender la convivencia entre razas y las dinámicas simbólicas bajo las que se desarrollan los estigmas raciales dentro del imaginario social de cada país a través de imágenes construidas por la memoria colectiva de generaciones de individuos. A pesar de que, a priori, la idea de convivir con la herencia del racismo colonial o del sistema esclavista puedan resultar similares, las bromas, los clichés, lo que resulta o no adecuado decir en determinados espacios, lo que puede resultar ofensivo o no, la vivencia de la discriminación personal e incluso la propia experiencia racista de los distintos actores sociales, cambia según te encuentres en España o en Estados Unidos.
Sandra McClean Montoya
Psicóloga-sexóloga. Máster en Género y Desarrollo en la UB de Barcelona. Presidenta de la Asociación Pro Derechos Sexuales.Actualmente trabaja como profesora de Español, Literatura Española y Culturas Hispanas en el instituto educación especial Aaron School, en Manhattan, NY. Instagram @sandrolamc
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