Hace un par de días, una empleada de Pans & Company se negó a servir a unos jóvenes marroquíes «porque su jefe no la dejaba» y les invitó a salir del local porque su mera presencia tampoco estaba permitida. Todas hemos visto el vídeo. Yo además, me he tomado la molestia de buscar la noticia en google, y en todos los titulares aparece la palabra «racismo» entre comillas (cuando aparece porque algunos ni se atreven a mencionarlo). Se acusa al establecimiento de racismo, pero porque lo dicen por ahí, ¿eh? Los medios que lo cuentan no lo creen así. Eso es lo que me dicen esas comillas.
Además, al final de la noticia en El País, la fe de erratas dice que «en la primera edición de la noticia se afirmaba por error que los jóvenes discriminados eran negros en lugar de marroquíes.» Por si se les ha escapado algo, una persona puede ser negra y marroquí, de la misma forma que puede ser negra y española, no son excluyentes. Es como si ser negra te convirtiera en otra especie o algo así.
Vivimos en una sociedad sistémica e institucionalmente racista, que para colmo ha convertido esa palabra en una suerte de insulto, por lo que para llamar a alguien racista hay que andarse con mucho ojo porque, al parecer, nadie es racista a menos que lleve una esvástica tatuada en el pecho. Pero no, lo que es racista es racista, y si no quieres que te consideren racista, no hagas ni defiendas racistadas. Yo lo veo muy simple, oiga.
Hoy os voy a contar una racistada de un día cualquiera. Seguramente pensarás que me subo por las paredes, que es lo que se acostumbra a pensar cuando una señala racistadas tontas como esta. Para empezar, vamos a imaginar que «chocolate» es un sustantivo femenino, porque esta conversación la tuve en catalán, y en este caso, «xocalata» sí es un sustantivo femenino, por lo que decimos «la xocolata«.
Tres compañeras charlan en un descanso (o dos compañera y una negra, al parecer), y una dice que tiene hambre. Otra dice que siempre tiene por ahí guardados frutos secos y chocolate negra, y que coja quien quiera, siempre que no sea el último trozo de chocolate, claro, porque en ese caso mataría. La otra compañera le dice que la negra no le gusta, y la primera responde que cómo es posible, si está buenísima, a lo que la otra insiste en que no, que la negra no le gusta.
«Pero esta negra sí, jajaja, esta sí que me gusta», y feliz y risueña me pone las manos encima abrazando sin abrazar, como la gente que da dos besos sin rozarse la cara. Yo me la miro con cara de «no entiendo a qué viene eso» y la dueña del chocolate se queda callada, incómoda como si se estuviera aguantando un pedo. Ante el percal, se apresura a rectificar negra por mulata, cagándola todavía más. En ese momento me toca explicar que la palabra mulata es colonialista y ofensiva porque su etimología es mula, y se nos denominó así comparándonos con un animal cruzado creado a propósito para trabajar.
Y claro, las dos patidifusas porque no tenían ni idea, que jamás había usado esa palabra con mala intención, que por el contrario, ella con mulata se refería a una mujer exótica y guapa. Y agotada de la pedagogía gratuita, me callé para que se acabara de una vez la conversación, porque ahora me estaba estereotipando y cada vez que intentaba arreglarlo, el jardín de la racistada se volvía más frondoso.
También se me pasó la ocasión de contarle todas las razones por las que su primer comentario había sido racista, así que como me he pasado la noche dándole vueltas bailando en la cama con las palabras que no dejé salir, aquí las suelto:
Yo no me levanto por las mañanas pensando que soy negra. Me aseo, desayuno y me preparo para mis actividades diarias pensando en mis cosas, no pensando en que soy negra. No voy a trabajar y paso mi jornada pensando que soy negra. Así que los comentarios de este tipo son dolorosos porque te dan una hostia de realidad, dejándote bien claro que quien te mira te ve negra a todas horas, y es por eso por lo que siempre se te cuestiona (hablas muy bien mi idioma), o tus errores o simples opiniones discrepantes son criticadas con más dureza (vete a tu puto país).
También te deja bien claro que eres la negra del trabajo, y que nunca serás otra cosas porque también fuiste la negra de la clase y nada de eso ha cambiado. Eres la negra de cualquier grupo al que pertenezcas. Cuando iba al cole, todos los niños se giraban a mirarme cada vez que se mencionaba África, o cosas negras, o incluso monos. En una redada de piojos, una profesora me soltó las trenzas y al descubrir la magnitud de mi melena, exclamó a modo del comediante de club que «aquí no vamos a encontrar piojos, sino búfalos», arrancando la carcajada de la muchachada. Y si crees que son cosas de críos o de antaño, ahora también me pasa. Hace poco estuve en un grupo de música en el que el jefe era un funcionario cooperante de algo y cada vez que contaba anécdotas de, por ejemplo senegaleses, se dirigía a mí. Como si yo tuviera que ver mucho más que él o cualquiera de los presentes con esa peña a la que no conocía. A eso se le llama deshumanizar. Cuando eres el negro o la negra de donde sea, dejas de ser persona y pierdes puntos de empatía (hacia ti, claro). Cualquier cosa que te pase parecerá menos grave y recibirás menos apoyo.
Por intentar explicar cómo me siento cuando vivo una racistada de estas me imagino que es como cuando te insultan. Siento una especie de calor que va de dentro a fuera, me sonrojo (¡o sí, me sonrojo!) y siento que mi corazón va más deprisa. Pero ahora que lo pienso, es aún peor, porque si alguien te llama idiota y tú dices «¡uy, lo que me ha dicho!», nadie pondrá en duda que te han insultado; pero las racistadas siempre se cuestionan. A veces contesto, a veces no, y a veces contesto a medias, dependiendo del momento, el lugar y la energía con la que me pille. Y a veces le doy tantas vueltas que, como hoy, no puedo dormir.
En cambio mi compañera habrá olvidado por completo esta situación, que desde su punto de mira no será ni anécdota. Eso hace el privilegio: permitirte dormir a pierna suelta cuando has ofendido a alguien porque tu conciencia vive tranquila amparada en la ignorancia y la buena intención. Tu privilegio hará que me veas siempre con el puño en alto pensando que vivo en lucha contra todo, sin plantearte que a lo mejor lo que de verdad me gustaría es poder bajar la guardia.
Pero como consuelo, hoy me ha enviado orgullosa una foto de los pajes reales sin betún de su pueblo, recordando lo que hablamos sobre el blackface de los Reyes Magos y los pajes, y demostrándome que se preocupa por lo que digo. «Lo he visto y me he acordado de tu causa«, me dice. Porque al parecer, realmente no tenía ni idea de ciertas cuestiones y soy su único referente al respecto. Yo le he mandado un fuerte aplauso por la gente que demuestra que si se quiere, se pueden hacer bien las cosas, aunque rectificando que no es mi causa, sino la de Casa nostra, casa vostra, Tinta Negra y todas las entidades y personas que luchan contra el racismo sistémico.
Así que la próxima vez que se te ocurra una racistada como estas, igual puedes morderte un poco la lengua para que tu interlocutora no tenga que verse en la disyuntiva entre morderse la suya o crear una situación incómoda para todas las presentes. Porque a todas las personas racializadas nos salen cientos de amigos imaginarios cada vez que alguien dice «yo no soy racista porque…» o «yo no soy racista pero…». Nadie es racista porque todo el mundo tiene amigas negras. Y si aun así, se te escapa una racistada delante de una persona racializada y esta te la señala, en vez de ponerte a la defensiva y mandarla a su país, escúchala.
Recuerda tu privilegio y no te ofendas. Solo tú decides si quieres o no ser racista.
Nebetawy
Educadora y cuidadora no remunerada, instructora de yoga y cantante.
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